En el marco del @brainfilmfest –festival de cine sobre el cerebro– el próximo 17 de marzo se proyectará en el @cececebe (CCCB, Barcelona), el documental Peixos d’aigua dolça, en aigua salada (Peces de agua dulce, en agua salada). Lo había emitido TV3 unos meses antes –en octubre pasado– en el programa “Sense ficció” de @montsearmengou. Otra oportunidad para “repescar” el tema #TEA, #autismo, #TDAH tratado con inteligencia y con valentía.
¿Hay que repetir aún lo de que todos iguales en derechos pero todos y cada uno con necesidades diferentes? Parece que sí. En el enorme cajón de sastre de los trastornos del espectro autista que no para de crecer, cabe casi todo aquello que no sabemos manejar pero sí etiquetar. Somos expertos en etiquetaje, como si esto fuera solución de algo.
Pienso, a veces, que ya no queda mucho por decir que realmente sea novedoso o aporte luz al tema y, sin embargo, me doy cuenta enseguida de que ya lo creo que hay que hablar del “TEA” porque sigue siendo un asunto desconocido y tabú del cual –a la sociedad en general– no le interesa tratar. Sigue siendo una cosa de aquellas que solo interesa si eres “afectado”. Sí claro, como el paro o la dificultad para encontrar un trabajo digno, el cáncer, los accidentes de moto, la adicción, la educación de los hijos, la hipoteca… todo eso que les pasa a los demás pero a nosotros no nos afecta, hasta que sí.
Conocí a un chico etiquetado de Asperger en la escuela respetuosa y sabia (la llamaban activa y libre) en la que mi hijo cursó la primaria y la secundaria. No, no era una escuela “especial”, bueno sí. Era especial porque trataba a todo el mundo por igual. Bueno no, intentaba acoger a todo el mundo e intentaba darle a cada uno aquello que necesitaba.
El chico con “Asperger”, al que voy a llamar Juan (nombre ficticio) me dijo una mañana al verme llegar, así de sopetón: “Bon dia Salvador. He estado pensando en eso que me dijiste el otro día de la evolución y no estoy de acuerdo, pero claro, si eres científico debes tener razón”. Su madre me miraba con ojos como platos. Le contesté como pude. Le dije que a mí me interesaba conocer su punto de vista fuera el que fuera y que neurocientíficos diferentes piensan cosas diferentes y que es difícil “tener siempre la razón” o saber quién la tiene, porque igual hay algo que se nos escapa y en otro momento entendemos mejor si sabemos escuchar. Que los neurocientíficos solo tienen una ventaja sobre los demás: se pasan mucho tiempo pensando en algo, hacen preguntas sin tener la respuesta, hacen experimentos e intentan entenderlo, pero nada más. A veces las ideas más importantes pueden venir de… un pianista, una peluquera, un pescador, una profesora o un chico de doce años que también han pensado sobre el tema de la evolución. Estuvimos dándole vueltas a su exposición sabiamente construida sobre una lógica de ladrillos que quizá no pueden soportar el peso de una casa de siete pisos pero sí de una planta baja del todo cómoda y habitable. Y conste que digo “quizá”. Su madre me dijo, con una lágrima resbalando escapada de sitio, que nadie le hablaba nunca así.
Peces a los que metemos, para que estén bien, en un tanque de agua salada, con la seguridad de que es donde mejor van a estar, si no fuera porque son peces de agua dulce. Y cuidado, porque hasta hace dos días pretendíamos que el pez se subiera a la rama del árbol y encima permaneciera ahí sentado escuchando la lección magistral de turno por la que sentía interés menos cero.
No sé si Juan es realmente un genio o no. A mí me lo parece porque está en otra dimensión mental que yo trato de alcanzar pero me cuesta y él, en cambio, está siempre ahí sin esfuerzo alguno.
El problema de Juan es que está en minoría y nosotros nos ocupamos de hacérselo notar llamando rareza a lo que solo es minoría. Él está instalado en el percentil no se qué, cerca del 100%, mientras la gran mayoría nos movemos alrededor de la media o la mediana o formamos parte de la moda y vivimos cómodamente instalados en ella. Somos más y hacemos las reglas de juego para nosotros. Pretendemos que todos los demás se adapten a nuestros estándares.
No es una enfermedad ni un grupo de enfermedades conexas. El diagnóstico es equívoco y se basa solo en aproximaciones alrededor de coincidencias y semejanzas porcentuales. No hay –que sepamos– un gen que codifique para…, no hay un indicador con valor diagnóstico (clínico) en sangre o en… lo que fuere. Con estas premisas y la polémica introducida por el psiquiatra Leo Eisenberg, fallecido en 2009, sobre el TDAH… ¿no es muy obvio que no hay tratamiento? Entonces ¿por qué insistimos en diagnosticar y tratar? Insistimos en cambiar su forma de ser para que se parezca a la forma de ser de otros. Eso es imposible y además tremendamente perjudicial. Muy peligroso. Además de caro, aunque tremendamente beneficioso para determinados sectores. No, no… nadie acusa de nada a nadie. También es lucrativo para el sector de la edición de libros de texto, de la restauración colectiva en comedores escolares, el del ocio infantil y el de la psicología clínica… Nadie está aseverando que todos estos sectores sean deshonestos y mafiosos, claro que no. Cada cual tiene derecho a elegir el libro de texto y hacerlo “obligatorio” en su escuela para tal “asignatura y curso” o zambullirse en internet y tirar de apuntes creados cada año en clase, para trabajar tal proyecto que, a lo mejor, tiene algo de matemáticas, física, lengua, historia y hasta cartografía del siglo tal. Podemos elegir legítimamente un restaurante italiano para comer una pizza, incluso vegetal, o comer pescado de mercado en un restaurante conocido. Puedo buscar el tratamiento de una no enfermedad o aprender a convivir con esa minoría en mi proximidad y reconocer sus valores.
Por eso algunos rechazamos la idea de la inclusión si ello significa, al final, precisamente excluir. Seamos más claros: Hay quienes no queremos una escuela de educación especial ni especializada en tratar alumnos diagnosticados de trastornos del espectro autista. Nos conformaríamos y deseamos una escuela donde quepamos todos, sin más etiqueta que nuestro nombre de pila, tal como nos llaman en casa. Bueno, si puede ser que tenga playa y kayaks para salir a navegar y, si no tiene mar… lo simularemos con arena y agua. Una escuela donde los niños “saltarines” (esos que se suben a los árboles a la que te despistas), puedan correr y saltar y escalar una mini-pared boulder. Pero, a la vez, donde los niños “terrestres” (los que reptan a la mínima que encuentran un montón de arena), puedan rebozarse también. Que tenga espacio para la poesía y la trigonometría porque… al final son lo mismo, para la danza y la geometría. Y esa escuela… haberla, la hay. La cosa es… necesitamos más escuelas “pequeñas” y cercanas a las casas donde viven muchos juanes.