Convencidos como estamos, de acuerdo a nuestra experiencia como docentes, de que la escuela pública es la institución por excelencia donde todas las personas deben educarse, es responsabilidad del sistema educativo garantizar la educación plena de todas las niñas y todos los niños. Este derecho a una educación de calidad exige al profesorado la obligación de garantizar la oportunidad de cubrir todas las necesidades básicas de aprendizaje del alumnado, de propiciar equidad y calidad. Y esto solo se consigue cuando conviven todas las niñas y niños juntos. El profesorado sabe que debe dar respuesta a todo el alumnado independientemente de la etnia, el género, la religión, orientación sexual, procedencia cultural, hándicaps, etc.
Puede que sea cierto que en España se hayan cometido abusos en la aplicación de las leyes y normativas educativas (LOGSE, LOCE, LOE, LOMCE) al responder a la diversidad del alumnado con programas específicos y diagnósticos centrados en los sujetos y en sus familias (integración) y no en cambios estructurales en las instituciones educativas (inclusión), cuando en una democracia consolidada no hay que establecer programas específicos sino erradicar la exclusión. La educación inclusiva no tiene nada que ver con la educación especial, ni con los programas de compensatoria, ni con las adaptaciones curriculares, ni con el profesorado ‘sombra’, sino con el hecho de construir una nueva escuela pública que dé respuesta a todas las niñas y niños, adolescentes y jóvenes, sin excepción alguna. Es otra escuela pública la que necesitamos. ¡Dejemos de hablar de personas discapacitadas o de las carencias que trae algún alumnado al aula y hablemos de problemas en los modelos educativos y de la formación de calidad en el profesorado!
Hablar hoy de educación pública es hablar de educación inclusiva como forma de dar respuesta al derecho de todas y de todos a una educación equitativa y de calidad. No es una moda, es una necesidad social. Pensar en niñas y niños que aprenden de distinta manera es seguir anclados en un discurso deficitario propio de tiempos pasados. Si pretendemos construir una sociedad justa, democrática y culta, la escuela pública debe ofrecer modelos equitativos donde no haya ninguna niña o niño, ni ningún joven que por razones de género, etnia, religión, hándicap, sexo, procedencia económica o social esté excluido. Mientras haya un alumno o una alumna en una clase que haya perdido su dignidad y no sea respetado como es, ni participe en la construcción del conocimiento con los demás ni conviva en condiciones equitativas a sus compañeros y compañeras, no habremos alcanzado la educación pública. Y su finalidad fundamental es que todas y todos aprendan a pensar y aprendan a convivir.
Por ello, hablar de inclusión en educación es hablar de justicia y, parece lógico, que para construir una sociedad justa y honesta sea necesario desarrollar modelos educativos equitativos que afronten con justicia los desequilibrios existentes ya que la educación es el medio más eficiente para romper el círculo de la pobreza y de las desigualdades en el mundo. Por lo que se hace imprescindible que los responsables de las políticas educativas, el profesorado y las investigadoras e investigadores contraigamos el compromiso moral de orientar la educación hacia la equidad. No hay calidad educativa sin equidad, ni equidad si no se atiende y se respeta a la diversidad. Sólo lograremos un sistema educativo equitativo y de calidad cuando las diferencias sean consideradas un valor y no un defecto y las aulas se conviertan en comunidades de convivencia y aprendizajes, que es lo mismo que decir en unidades de apoyo de unos a otros, donde cualquier actividad no se organice ni individual ni competitivamente, sino de manera cooperativa y solidaria. Sólo podremos hablar de equidad y justicia social si cambiamos nuestras prácticas educativas para que nadie se encuentre excluido en nuestras escuelas. Esa debe ser la orientaciónn de la práctica educativa en la escuela pública. No es una utopía irrealizable, sino un proyecto moral que nos obliga a quienes nos dedicamos a la educación.
Por todo lo anteriormente expuesto votar una opción política u otra conlleva optar por un modelo educativo conservador como es el de la educación especial y la integración o por un modelo educativo respetuoso con la diversidad humana.
La educación inclusiva nos abre la esperanza para la construcción de un proyecto de sociedad y de humanización nueva, donde el pluralismo, la cooperación, la tolerancia y la libertad sean los valores que definan las relaciones entre la ciudadanía y donde el reconocimiento de la diversidad humana esté garantizado como elemento de valor y no como lacra social, sino como reconocimiento de la dignidad de la que todos los seres humanos son portadores. La educación inclusiva, como proceso de humanización, nos brinda la oportunidad de ese cambio cultural al permitirnos construir una sociedad más culta, dialogante, solidaria, cooperativa, democrática, justa y más humana. Necesitamos otra educación. Necesitamos una pedagogía crítica y liberadora que nos devuelva lo que de humano ha perdido la humanidad.
Miguel López Melero. Pertenece al Foro de Sevilla.