El tema sobre el que hoy voy a reflexionar no es nada nuevo, pero sí está adquiriendo características y consecuencias desconocidas. El deseo y atractivo de controlar la educación por parte de iglesias, formaciones políticas, empresas y grupos de interés especial no es nada nuevo. Sabemos que, en las decisiones sobre la arquitectura escolar, el mobiliario, los contenidos curriculares, el diseño e imposición de los libros de texto, la organización de la enseñanza, las políticas de uso de tecnologías de la información y la comunicación, los sistemas de evaluación, etc., que marcan profundamente los modelos y la interacción educativa, subyacen visiones del mundo y posiciones y luchas por el poder, la hegemonía y las ganancias económicas.
De hecho, la educación se basa en un epifenómeno. Es decir, en un fenómeno secundario que acompaña o sigue a uno primario sin constituir parte esencial de él y sin que aparentemente ejerza influencia. Solo necesitamos mirar nuestro reciente pasado y presente para evidenciar en manos de quién ha estado/está la educación. Aunque esto ha comenzado a cambiar.
La educación tiene que enfrentarse constantemente al reto de preservar el pasado y adaptarse al futuro. En su doble sentido -de ducere (guiar, liderar, conducir a los más jóvenes en su proceso de desarrollo), y educere (sacar, extraer, considerar a los individuos no como recipientes vacíos/cabezas que llenar, sino como portadores de experiencias y de un potencial de aprendizaje)-, subyace una fuerte y desigual relación de poder. En este contexto, la principal lucha se centra en quién es el encargado de decidir el tipo de sociedad en la que queremos vivir y quién podrá tener una vida digna en ella. Decisiones cruciales en la configuración de los sistemas educativos. Y en este momento, los plutócratas, ese 1% que tiene la misma riqueza que el 99% restante, son los que parecen estar al cargo, dispuestos y con poder para imponer una visión del mundo que hace desechable a un enorme porcentaje de la población mundial y a llevarse los beneficios económicos de la educación.
Las grandes corporaciones tecnológicas, ya sea como negocio directo o a través de acciones filantrópicas, están invadiendo los sistemas educativos, a menudo consentidas o respaldadas por las administraciones públicas, imponiendo sus herramientas y visiones del mundo. Esto tampoco ha comenzado ahora. En el año 1972 se llevó a cabo en Inglaterra uno de los primeros proyectos de introducción de los ordenadores en el currículo (Development Programme in Computer Assisted Learning). Se pidió una evaluación independiente al CARE (Centre for Applied Research in Education). Lo que reveló la evaluación fue que las escuelas no tenían ninguna necesidad inmediata de introducir ordenadores y que su uso no había mejorado ninguna de las prácticas de enseñanza en las que se utilizaban. Aquellas prácticas pedagógicas particularmente estimulantes intentaban utilizarlos, pero no mejoraban sustancialmente los resultados. Pero a quien sí había beneficiado el proyecto era a las compañías informáticas porque había sido una manera increíblemente efectiva y extensiva de vender sus productos, en un momento en el que era difícil vender ordenadores porque en 1972 pocas personas estaban dispuestas y en condiciones de comprarse uno.
Desde entonces, en prácticamente todos los países, han proliferado las políticas públicas de introducción de tecnologías digitales en los centros. Y, sobre todo, las iniciativas promovidas, de forma filantrópica, como la impulsada en su día por la Fundación Bill y Melinda Gates, considerada de fracaso educativo. O directamente econocimicista como la Samsung Smart Class; el programa educativo implementado por la Chan Zuckerberg Initiative, que ha puesto en contra a las familias de escuelas californianas: o Google Suite, que ha puesto sobre alerta a muchas familias de Cataluña.
Además de las grandes ganancias económicas que genera el uso de estas aplicaciones en los centros, hay que tener en cuenta su visión unidimensional y tecnocrática de la educación. Sin dejar de considerar que la enorme cantidad de datos que están obteniendo gratuitamente de millones de estudiantes puede permitirles implementar un proceso eficiente de conductismo de alta tecnología a través de los algoritmos de las tecnologías persuasivas.
A finales de la década de 1970, Basil Berstein advertía de la dificultad de “enfrentarse” a las pedagogías invisibles. Hoy nuestra dificultad comienza a radicar en cómo visibilizar los “contras”, porque los “pros” están súper publicitados, de unas tecnologías que se han entretejido de tal forma en el entramado de la vida cotidiana que parecen haber desaparecido hasta no lograr distinguirlas de ella. Porque, como argumentaba Mark Weiser, a comienzos de 1990, es precisamente al desaparecer cuando desarrollan un mayor potencial para ser peligrosas.