Desde el comienzo de la crisis del COVID-19 se han celebrado varias reuniones en el marco de la Conferencia Sectorial entre el Ministerio de Educación y Formación Profesional y a las Consejerías de Educación de las Comunidades Autónomas. Entre medias, se han celebrado decenas de reuniones de los responsables del Ministerio con distintos cargos de las Consejerías, se han intercambiado documentos, planteado acuerdos y realizado muchas declaraciones.
Todo es un espejismo. El Ministerio reitera una y otra vez que las competencias pertenecen a las comunidades autónomas y, por tanto, ni puede ni quiere asumir el liderazgo. Los diversos documentos que plantea como acuerdos generan el beneplácito de las comunidades por la sencilla razón de que no les comprometen a nada y entre los docentes solo despiertan una cierta sorna puesto que la mayoría de las directrices del Ministerio o bien son prácticas habituales (la evaluación inicial) o deberían serlo (la repetición como excepcionalidad) o son inviables en la práctica por falta de profesorado suficiente (los planes personalizados de aprendizaje).
Así pues, dadas las circunstancias, el Ministerio ha hecho una de las dos tareas que debía realizar durante esta crisis: liberar un presupuesto extraordinario para que lo gestionen las comunidades. Este presupuesto era necesario antes de la llegada del COVID-19 y nos acerca ligeramente al nivel de inversión que la propia ministra había señalado para el final de la legislatura, así que ese dinero es bienvenido por justo y necesario para el sistema educativo.
La segunda tarea, que es la que queda pendiente, es la construcción de un sistema educativo de calidad y equidad para todo el alumnado. Ahí el Ministerio está atado por la vigencia de la LOMCE y por la propia debilidad del gobierno de coalición en el Congreso de los Diputados, que no quiere hacer enfadar a ninguno de sus socios parlamentarios (incluidos los propios barones del PSOE). Al no contar con el marco legislativo que le gustaría tener, la única salida del Ministerio es dejar en manos de las Consejerías todas las decisiones, con la consiguiente multiplicidad de escenarios en cada comunidad autónoma.
Así pues, la batalla del próximo curso no se libra en el terreno del Ministerio: se juega en el campo autonómico e, incluso, local, del mismo modo que son los centros las unidades mejor preparadas para dar una respuesta genuina y adecuada a la realidad de sus estudiantes y su entorno.
En el plano autonómico y local hay un debate fundamental: la presencialidad de la escuela. Por un lado, las autoridades sanitarias parecen recomendar una reducción del número de estudiantes por aula para garantizar la distancia mínima pero esto requiere un ajuste de las plantillas y una gestión creativa de los espacios y los tiempos (alternancia de los estudiantes según horas o días, docencia a distancia, búsqueda de espacios alternativos, etc.). Sin embargo, las comunidades autónomas y los municipios, atenazados por una normativa y unos Presupuestos Generales del Estado prorrogados desde 2018, no pueden y no quieren aumentar la inversión, preocupadas además por los anuncios de una crisis económica de gran calado.
Además, la presencialidad genera otras dos dificultades: la conciliación familiar y la relación de la “logística escolar” con la desigualdad. La conciliación familiar es un tema nunca bien resuelto en nuestro país: no tenemos políticas y actuaciones efectivas de conciliación y hasta ahora ha sido la infraestructura familiar (abuelas y madres, principalmente) o la escuela quienes han permitido conciliar el cuidado de los hijos e hijas con el trabajo. Por este motivo, si falla la escuela como espacio de conciliación, si se quiere proteger a las personas más mayores y si las madres y los padres están trabajando, el sistema de conciliación familiar quiebra, fundamentalmente por la ausencia de las empresas en esta ecuación.
Por otro lado, la semipresencialidad en escolarización obligatoria genera importantes problemas de logística, que se agravan además en un país con una creciente desigualdad social. Si tiemblan los servicios de comedor o de transporte, si se necesitan dispositivos electrónicos y conexiones wi-fi o si el aprendizaje depende del entorno familiar, la desigualdad aumentará considerablemente.
En definitiva, la crisis del COVID-19 desvela muchos de nuestros problemas educativos de los últimos diez años: entre otros, una sociedad crecientemente desigual, atendida principalmente por la escuela pública; instalaciones muy al límite de su capacidad, con escaso equipamiento tecnológico y muy poca “organización digital”; una plantilla de profesorado reducida que arrastra desde la crisis de 2008 un importante sentimiento de agravio y cansancio; equipos directivos sobre los cuales ha recaído la respuesta ante el COVID-19 pero que no han recibido ni apoyos ni recursos para hacer frente a los problemas con los cuales lidian a diario; y muchas familias golpeadas duramente por la crisis económica y, por supuesto, por la crisis sanitaria que se han visto obligadas a prestar atención a sus hijos e hijas ante una avalancha de tareas y recursos digitales con frecuencia desordenados.
La salida, por tanto, de esta crisis es compleja porque se suman problemas históricos con los nuevos problemas derivados del COVID-19. En esta situación, la toma de decisiones parece más gestión de la incertidumbre que control de las variables, que son volátiles y cambiantes, ya sean sanitarias o políticas. Sin embargo, la salida del traje nuevo del emperador que pretende asumir que el próximo año se desarrollará en una “nueva normalidad presencial” solo necesitará un rebrote de importancia para que todo salte por los aires.
En realidad, necesitamos un plan A, un plan B y un plan C. El plan A es la educación virtual; no porque sea la que implementemos finalmente (pues toda la comunidad educativa desea tanta presencialidad como sea posible) sino porque solo diseñando esta con tiempo, formación, recursos y buenos fundamentos pedagógicos podremos estar seguros de que el año próximo estará garantizado el derecho a la educación en caso de rebrote y necesidad de confinamiento. Esto implica, entre otras cuestiones, valorar desde el primero momento qué estudiantes tienen los recursos necesarios para la conectividad y cómo proporcionarlos a los estudiantes que no los tengan; en el mismo sentido, es necesario conocer la situación familiar para valorar alternativas de conciliación con las instituciones locales y con del tercer sector.
Más allá del plan A, debemos contar con el plan B, que es una docencia presencial con los ajustes que se realizan anualmente por parte de los centros educativos además de las medidas de seguridad propias de este año, y el plan C, que supone la activación parcial del plan A o el plan B según se desarrollen los acontecimientos.
Sabiendo esto, ¿planeamos seriamente el próximo curso o nos la jugamos todo a una carta?