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El 8 de octubre de 1931, Fernando de los Ríos intervino en el debate sobre los artículos referentes a religión, familia y enseñanza de la Constitución Española aprobada ese año durante la Segunda República. Fue entonces cuando pronunció aquellas palabras: “En España el respeto es revolucionario”. Casi un siglo después, la frase es plenamente actual; lo demuestra casi cualquier debate que se pueda producir en el Congreso, el Senado o las asambleas autonómicas. Es constante la falta de respeto al otro, que demasiados representantes políticos tienden a ver como enemigo y no como oponente político. Ni en la pandemia han cambiado su forma de actuar; al revés, han empeorado sus conductas y es generalizado el hastío de la población que no se comporta como fanática de quienes así proceden.
Pero siempre se puede aprender del pasado y del presente para que el futuro sea diferente. Incluso en los contextos desfavorables dirán algunas personas, sobre todo en momentos de grandes dificultades digo yo. Y esta pandemia es un ejemplo claro de que se pueden extraer valiosas conclusiones sobre las que conviene hablar con nuestros hijos e hijas, aportándoles una información que no siempre les llega, que cuando lo hace suele estar inmersa y a menudo bastante oculta entre otras generadas para confundir tergiversando la realidad, y que pocas veces tienen tiempo suficiente para digerirla y hacer su propio análisis crítico.
Así las cosas, ante una sacudida tan demoledora como la actual, que ha enfrentado a la sociedad mundial a uno de esos cataclismos que tardan en aparecer muchas décadas o incluso siglos, conviene que promovamos el análisis de lo que nos rodea, resaltando los debates reales e importantes y dejando de lado las maniobras de distracción de quienes quieren campar a sus anchas aprovechando la tragedia de los demás.
Sé que desde esta óptica el listado de asuntos puede ser inabarcable, pero el enemigo de lo bueno es lo óptimo, y no es lógico dejar de resaltar algunos por no poder tocarlos todos. Así que se deben priorizar los que cada persona considere lo suficientemente importantes como para hablar de ellos con sus hijos e hijas, tratando de ayudarles con la reflexión conjunta a que puedan tomar criterio propio y se favorezca su educación integral, cuestión que forma parte de nuestra incuestionable función educadora. Habrá quien piense «sí, vale, pero cuáles, porque decirlo es fácil pero acertar, no tanto». Apuntaré lo que me parece capital en este momento.
Para mí es insoportable ver cómo esta sociedad admite actuaciones carentes de cualquier rasgo de humanidad, que tiene serias dificultades para sobresalir cuando la falta de respeto que mencionaba está tan presente, impregnando por desgracia a la sociedad. No hace falta rebuscar mucho para poner ejemplos de ello: declaraciones en las que se afirma que se puede prescindir del 1% de la población para que la economía pueda seguir su frenético ritmo; familias con niños menores que son desahuciadas por un banco público; personas mayores que no son llevadas al hospital porque se decide que cuesta menos trabajo y dinero dejarles morir sin el tratamiento mínimo que merecen; otras que sufren enfermedades que se convierten en mortales cuando responsables políticos deciden no distribuir el medicamento porque cuesta más dinero del que están dispuestos a gastarse…
En educación también podemos encontrar muchos ejemplos: alumnado sordo que no se puede comunicar porque las mascarillas que lo harían posible están pendientes de trámites burocráticos; otro que verá cómo sus ilusiones de futuro se frustran al no poder superar la EVAU porque a estas alturas de un curso siempre muy reducido aún no conoce al profesorado de algunas materias; a una parte del alumnado no se le dan los medios para poder seguir la denominada enseñanza semipresencial y lo pagará con repeticiones y abandono escolar; menores cuya comida más adecuada era la que realizaba en el comedor escolar y ahora ya no tiene acceso a ella;…
Como he dicho, reconozco que llevo muy mal que se tomen decisiones o se realicen actuaciones en las que no se encuentre atisbo alguno de la humanidad que debería estar muy presente. Y para que esto deje de ocurrir, tenemos que educar a nuestros hijos e hijas para que sus actos estén guiados siempre aplicando algo muy sencillo: hacer a los demás lo que te gustaría que hicieran contigo. Así de sencillo y de fácil, pero difícil de conseguir en una sociedad que premia el individualismo y el egoísmo personal.
Por eso debemos trasladarles que, para que esta realidad dé un giro de 180 grados y comience a premiar siempre el bien común, es imprescindible que se impliquen en intentar cambiar el entorno que les rodea. Debemos enseñarles que el respeto a los demás debe guiar su forma de proceder, lo que no significa claudicar ante lo que otros defiendan, porque deben también asumir que los derechos que les corresponden, o los defienden, o los perderán. Y es que los defensores del individualismo, esos que tienen la máxima de «sálvese usted solo, si puede», son los mismos que tratarán siempre de atacar los derechos de la mayoría para preservar los privilegios de la minoría poderosa, a la que normalmente pertenecen. Son los mismos que están interesados en hablar durante la pandemia de tomar medidas de distanciamiento social cuando en realidad deberíamos hablar de distanciamiento físico. No es un lenguaje inocente sino deliberadamente calculado. Cuando salgamos de la pandemia, habrá mucha gente que habrá interiorizado que es peligroso relacionarse demasiado con los diferentes. Y esto debe ser combatido, contrarrestando los mensajes de quienes promueven esa forma de pensar y de actuar, que no son otros que los actores de la derecha del capitalismo salvaje, la que no negocia con el diferente porque solo sabe imponer, y que no respeta al otro porque trata de aplastarle, ya sea usando la democracia o por cauces que están fuera de ella y que usan para cuestionarla y atacarla. Son lo que ahora se llama ultraderecha o derecha ultraconservadora, pero que se define mejor como fascismo.
Para frenar a esta parte minoritaria de la sociedad, pero muy peligrosa, hay que explicarles a nuestros hijos e hijas que el fascismo, la ultraderecha, no se puede legitimar democráticamente. Esto lo tienen claro en democracias más consolidadas que la nuestra, pero en nuestro país aún se coquetea con la posibilidad de poder redimirla y encauzarla hacia comportamientos democráticos. En mi opinión esto obedece a una mezcla de ingenuidad y de cierto complejo de inferioridad por parte de la izquierda de este país. Pero a base de fracasar en el intento de democratizarla, ese camino se irá abandonando y nuestros hijos e hijas deben darle el carpetazo definitivo, si es que nuestra generación no lo consigue en los próximos años, algo más que deseable para nuestro bienestar y el futuro de nuestra sociedad. Su deslegitimación democrática es más que una necesidad. Pero, para no fiarla a la suerte, debemos educar bien ahora para que el futuro sea diferente y mucho mejor. Y eso exige un abordaje serio en el currículo escolar formal, pero también en los currículos no formal e informal.
Esperemos que la nueva ley educativa, la LOMLOE, en principio pensada para derogar la nefasta y fracasada LOMCE, recupere los cimientos para que vuelva a caminar la legislación educativa por una senda que no debió verse truncada. Si bien es cierto que yo hubiera preferido mantener la LOMLOE en el escenario de simple derogación de la LOMCE, y una vez conseguido esto que empezáramos a construir una ley educativa que diera un salto cualitativo sobre el modelo educativo actual, buscando un gran consenso social en su promulgación, espero con impaciencia el resultado final de este proceso negociador que parece encaminado a tener las dos cosas en un solo momento. Solo espero que se acierte porque no será fácil hacer nuevos cambios sustanciales en los próximos años. Eso sí, cuando tengamos el texto definitivo publicado en el BOE, será el momento de analizar qué cosas quedaron pendientes y comentar con nuestros hijos e hijas qué trabajo de construcción educativa conjunta nos queda para el futuro. Porque la idea de que la política es solo cosa de otros, debemos dejarles claro que la deben descartar. Hacer política es intervenir como pueblo en las cosas que nos son propias. Y si no hacemos política con mayúsculas, otros la harán por nosotros y, muy posiblemente, en nuestra contra. Si no se implican, nadie les respetará y la revolución no llegará. Y debe llegar.