Una verdad como el Sol es que la explosión causada por la pandemia de COVID-19 constituye un hito en la historia de la humanidad, por sus efectos en la medicina, en el trabajo científico, en la economía y la cooperación internacional, en el mundo del empleo, el turismo, la diversión, las relaciones humanas y la educación, por supuesto.
Las lecciones en el campo pedagógico son muchas ya. Con claroscuros, notables. En algunos aspectos los sistemas educativos saldrán fortalecidos, otros podrían encubrirse y algunos más reclamarán una acción pública inusitada. Los buenos diagnósticos serán más valiosos que nunca, como las capacidades de crítica y autocrítica entre quienes toman decisiones, desde la cúspide del sistema hasta las salas de clase.
Las competencias didácticas son uno de los territorios donde más se volvió visible la necesidad de replantear, otra vez, la formación docente inicial y en la práctica, especialmente frente a las nuevas tecnologías, ante las cuales los docentes quedaron más o menos expuestos en sus falencias, por sus propias formaciones y por el diseño de las políticas educativas.
Pero centrar el debate de las competencias docentes sólo en las que deben poseerse para un manejo diestro de las tecnologías y en los escenarios no presenciales o híbridos, encierra el peligro de ver el árbol y no el bosque. Colocar toda la apuesta formativa desde los ministerios de educación en el dominio de las tecnologías por parte de los profesores, montándose sobre Google o YouTube, como sucedió en México, por ejemplo, es una visión corta y sin demasiadas luces.
Los desafíos de la educación en estos meses de confinamiento, con una pedagogía centrada en pantallas, en escenarios diversos y desiguales, con actores equipados de formas disparejas, mostró también, con enorme claridad, que los docentes necesitamos tener cargada la maleta con las mismas competencias de la buena docencia de siempre.
De poco serviría un manejo sobresaliente de las tecnologías con profesores desatentos a la comunicación con los estudiantes; de escaso valor sería la capacidad de los educadores para producir materiales ingeniosos, sin la sensibilidad para comprender las necesidades del alumnado.
La pandemia coloca en un sitio más relevante las virtudes y saberes clásicos, sin las cuales, no hay buena docencia, esa que procura convertir cada momento de la relación pedagógica en una oportunidad de aprendizajes. Entre ellas, ubico el dominio de la lengua, de la lectura y la escritura, de la palabra escrita y oral; la lectura, además, en clave freireana, como lectura de la palabra y de la realidad, o viceversa, como la lectura de la realidad a través de las palabras que se comunican a otros, que permiten el intercambio, la persuasión, la belleza de la poesía o la comprensión de los problemas matemáticos. Es también el dominio del lenguaje como instrumento del pensamiento y vehículo para la comunicación.
Cuando los tiempos de interacción se acortan y los medios se reducen a pantallas o aparatos, la escucha atenta de los profesores se vuelve imprescindible, porque con ella podrá intuir o inferir los vacíos, desatinos y dudas en la comprensión de los contenidos e instrucciones. En momentos así, la escucha paciente por parte del profesor puede convertirse en una herramienta capaz de producir un mensaje más rotundo al estudiante: le importo a la institución, a la escuela, al maestro, soy persona.
Articulados ambos, el dominio de la lengua y la escucha, aparece el diálogo, la capacidad del profesor para promover la conversación inteligente, socrática a veces, basada en preguntas de los estudiantes y no sólo del maestro, lo que implica despertar la curiosidad por el contenido del curso u otros aspectos que los estudiantes aporten a la relación pedagógica.
El respeto a los estudiantes es una necesidad imperiosa, para valorar la integridad y dignidad de cada uno; además, el respeto a la profesión, a los colegas y a la institución que nos acoge para desarrollar un proyecto pedagógico.
La humildad es otra premisa de la docencia, de la que quizá aprendimos más con Paulo Freire que con nadie, cuando postulaba desde sus libros primeros la propuesta de educarnos en grupo, porque nadie lo sabe todo y nadie lo ignora todo; porque la relación pedagógica es una construcción humana en un tiempo y un momento histórico determinados.
Podríamos agregar más elementos al equipaje del maestro que viajará por la experiencia de educar en contextos inéditos, pero cerraré con otro de los aprendizajes de Paulo Freire: la alegría de vivir. En efecto, la docencia implica optimismo, aunque sea cauteloso. No se educa desde la frustración o el desánimo, sino desde la esperanza en el efecto de la tarea cotidiana de los maestros y maestras. La pedagogía es una apuesta por la vida y la formación, antídoto contra el desaliento.
La pandemia, pues, nos desafía a mejorar nuestras competencias digitales, el manejo de herramientas y aplicaciones novedosas pero, sobre todo, nos exige un sólido cuerpo de saberes, virtudes y prácticas que hagan posible que los dispositivos tecnológicos sean un medio útil y no sólo el adorno para una práctica mediocre o ineficaz que, además de enseñar deficientemente, legitime desigualdades sociales y de aprendizajes.