Desde marzo de 2020, con los múltiples cambios introducidos en nuestras vidas por un organismo invisible como la COVID 19, quizás una de las palabras más utilizadas ha sido “tiempo”. Desde “los malos tiempos”, a la extraña percepción de una gran “lentitud en el paso del tiempo” por la quiebra de nuestras rutinas, unida a la contradictoria sensación de que “el tiempo vuela”, pasando por la idea repetida por distintas personas del campo de la educación de “tiempo, curso y año perdido”. Y las preguntas que me han venido dando vueltas todo este periodo son ¿hemos dejado de aprender? ¿se ha parado, vaciado nuestra capacidad de “entender” el mundo que nos rodea? ¿hemos perdido en tiempo de aprendizaje?
De hecho, cuando Marcel Proust salió En búsqueda del tiempo perdido, lo que encontró fue El tiempo recobrado, séptimo y último volumen de la obra. Porque recordar y resituar es reaprender, valorar y reposicionar las experiencias, contextos, momentos y afectos que nos van constituyendo.
Para Sánchez Ron, el tiempo es un concepto esquivo, que adopta sentidos, resonancias, sensaciones y actitudes diferentes en función del posicionamiento de quien lo estudia, reflexiona sobre él o lo siente. Prácticamente todas las disciplinas dedican una considerable atención a esta temática. A veces de forma complementaria, otras discrepantes o contradictorias. De hecho, este autor se pregunta si “estamos seguros de que sabemos cómo se relacionan todos estos tipos de “tiempos”. Mientras une su reflexión a la inevitabilidad de las discontinuidades, de los cambios y acaba proponiendo si “no tendríamos que vernos forzados a concebir que todo cambio ocurre en una serie de chasquidos”.
Para Heráclito “lo único constante en la vida es el cambio”. Para Anaïs Nin “la vida es un proceso de conversión, una combinación de estados que tenemos que atravesar. Donde la gente fracasa es que desea elegir un estado y permanecer en él. Esto es una especie de muerte”. Sin embargo, los sistemas educativos tienden a perpetuarse, a no tener en cuenta las transformaciones de la sociedad y las personas, a dar como “real” y “único” lo pensado y lo planificado. A considerar como “fracaso” lo no pensado o imprevisto y los cambios, que son inevitables, como turbulencias. Pero si miramos la historia, los acontecimientos cotidianos, previsibles o no, no cesan de producir variaciones. Recuerdo la emoción que sentí cuando en el Museo de la Paz de Hiroshima -nunca he llorado tanto en un museo- vi la fotografía de una de las primeras escuelas abiertas después de la destrucción de la ciudad por la bomba atómica lanzada por Estados Unidos el 6 de agosto de 1945. Como educadora me pregunté qué habrían aprendido estos niños y niñas (y sus docentes) durante todo este tiempo. Porque el tiempo de aprendizaje no solo no se para, sino que no se circunscribe a los tiempos institucionales. Por lo que también me he preguntado ¿qué están aprendiendo niños, niñas y jóvenes en este último año? Algo a lo que ya me referí en una columna anterior.
Como he argumentado en diferentes ocasiones y corrobora la investigación, el aprendizaje se da a lo largo, lo ancho y lo profundo de la vida. La mayor parte de las veces, por mucho que se empeñen las pruebas PISA, el aprendizaje no está solo vinculado a lo que se enseña explícitamente. Como argumenta Mlodinow (Subliminal. Cómo tu inconsciente gobierna tu comportamiento. Barcelona: Crítica. 2013), casi todo lo que se aprende se hace, en gran parte, de forma subliminal por tener lugar sin que muchas veces lleguemos a tener conciencia de ello. Constatación que lleva a Humberto Eco a afirmar: “Creo que aquello en lo que nos convertimos depende de lo que nuestros padres nos enseñan en pequeños momentos, cuando no están intentando enseñarnos. Estamos hechos de pequeños fragmentos de sabiduría”.
Estos “tiempos” de pandemia nos enfrentan sin paliativos a cuestiones fundamentales en relación con los sistemas educativos actuales, que ojalá no olvidemos cuando esto acabe (que no nos pase como a muchos estudiantes que “aprenden para olvidar”). Cuestiones que tienen que ver con la persistente separación entre la vida dentro y fuera de las instituciones y que nos llevan a pensar que nada se aprende si no se va a la escuela. Lo que nos lleva a descuidar, a no sacar partido de los muchos aprendizajes y experiencias que el alumnado lleva al aula. De ahí surge la idea de “tiempo, curso y año perdido” para el alumnado. De ahí que sea esencial explorar ¿qué ha aprendido?, ¿qué está aprendiendo (y también nosotros) en este tiempo? Un tiempo que es “vivido” y “sentido”. Por eso me pregunto ¿cómo se puedo “perder” lo vivido? Pero como les pasa a los estudiosos de otros campos (ver el artículo de Sánchez Ron mencionado más arriba), tenemos que aprender a conceptualizar, a “medir”, a valorar el tiempo de aprendizaje. Porque parece claro que lo institucional, el papel y el lápiz, aunque ahora sean digitales, se nos quedan muy cortos.