El fenómeno de la migración está rodeado de realidades que pueden palparse en las escuelas. Por ejemplo, muchas de las personas migrantes menores de edad que entran a nuestras regiones por vía irregular, si tienen menos de 16 años, son escolarizadas en la enseñanza obligatoria. Esta circunstancia convierte a las aulas en espacios de enorme potencial para forjar desde ahí el desarrollo de una convivencia armónica lo más libre posible de estereotipos.
Con acciones bien articuladas desde el punto de vista de la educación intercultural y a través de medidas adecuadas, inclusivas y respetuosas con la diversidad, podemos propiciar el cambio de determinadas percepciones que se tienen hacia estos colectivos que pasan a ser potencialmente vulnerables ante situaciones de marginación, exclusión e incluso violencia.
Pero no todo es tan sencillo, y la mirada diversa y respetuosa que debiera construirse, se vuelve compleja y de difícil acceso o entendimiento.
Esa complejidad viene dada por las propias ideas que se siguen teniendo en las escuelas con respecto al alumnado de procedencia extranjera, que ya de entrada tiene habitualmente mayor riesgo de abandono escolar por el simple hecho de desconocer la lengua española en muchos casos, o por la idea manida de que tienen que hacer un esfuerzo añadido por integrarse en nuestra cultura (la diversidad vista como un hándicap).
Este presunto “choque cultural” no solo lo reproducen los estudiantes sino también los docentes, a partir de la mirada distanciada y a veces lastimera que ejercen hacia alumnado que proviene de otros puntos del planeta, barrera que se acrecienta cuando estos alumnos o alumnas provienen de otros contextos que percibimos como empobrecidos y con una aparente mayor diferencia cultural.
En estos últimos casos, el racismo estructural basado en prejuicios heredados que se aceptan de forma mecánica como parte de un imaginario cultural repetido y asumido sin más, termina por anular cualquier esfuerzo de estos estudiantes. Se estrecha, así, el cerco de oportunidades que puedan tener para progresar en un ámbito educativo y social que de entrada, sienten y perciben que no les pertenece.
Todo este preocupante panorama se da, de forma a veces difícilmente perceptible, impide el progreso del alumnado con origen migrante y, lo que es peor, lo coloca en riesgo de sufrir discriminación ante un racismo subliminal que late a través de distintas fórmulas de rechazo implícito o explícito.
Dificultades crecientes
Esta situación se complica cuando alumnado con estas características se incorpora ya con el curso empezado. Ante estas situaciones, el malestar del profesorado se acrecienta, ya que siente que la diversidad y complejidad del aula se incrementa con el curso ya empezado.
No voy a negar la dificultad que estas situaciones sobrevenidas pudieran conllevar. Factores como la escasez de recursos, las dificultades organizativas, la falta de formación en educación intercultural o una planificación deficitaria de los planes de acogida, provocan que la inclusión, en lugar de plantearse como un beneficio, sea de nuevo vista como un lastre o un objetivo en la distancia.
En el ámbito organizativo escolar se localizan diversas dificultades que pudieran incrementar posibles situaciones de racismo implícito: por ejemplo, los programas de apoyo idiomático suelen configurarse como estrategias segregadoras (los estudiantes suelen recibir ese apoyo fuera del aula ordinaria y junto a otros considerados “iguales”). En ellos, además, se integran realidades llenas de asimetrías; para ser beneficiario basta con ser extranjero, sin tener en cuenta la mayoría de veces otras diferencias personales, sociales o culturales que hay entre los mismos estudiantes beneficiarios.
Así, lo que debiera ser una medida beneficiosa, muchas veces no lo es tanto: una mala planificación de la misma hará que se vean perjudicados los estudiantes que viven una múltiple situación de discriminación y de probable desventaja educativa, no solo relacionada con su desconocimiento del idioma oficial sino también debido a que provienen de contexto cultural y familiar que ya de entrada se asocia a resultados desfavorables.
Un currículo impuesto
En estos programas de apoyo idiomático, además, la visión etnocéntrica sigue siendo la dominante: atender al alumnado no hispanohablante supone suplir su déficit, su “desvío de la norma” -en este caso en forma de lengua hegemónica-, para que pueda acceder al currículo ordinario e impuesto. ¿No contribuye esto a que las comunidades entiendan que los jóvenes migrantes tienen poco a nada que aportar, puesto que son ellos los que tienen que aprender para “integrarse”?
Contribuye, así, a perpetuar situaciones de racismo la imagen que se ejerce sobre estos estudiantes ya categorizados desde que entran a la escuela como inmigrantes irregulares; sobre ellos pesará, de manera casi irremediable, la losa de los discursos y miradas pseudocoloniales que cargan nuestro engranaje curricular, y que, en buena parte, serán responsables de relaciones desiguales de poder entre sí.
Soluciones
Algunas soluciones pasan por adoptar un enfoque inclusivo y relacional. Este requiere de la deconstrucción de los currículos: desnudarlos de esa perspectiva colonial y etnocéntrica que afecta al abandono simbólico que sufren estos menores que, aunque pasen a escolarizarse, desde que llegan a los centros (o a la región en la que vivimos) quedan marcados por una forma de subhumanización “del otro” sustentada en una política de fronteras tremendamente dañina.
Pero ese complejo cambio tiene que ser impulsado de abajo a arriba, y nacer de la propia escuela como motor de mejora y eficacia, a través de acciones y proyectos que tiendan a la interseccionalidad y a la normalización de la diversidad, con el objetivo de construir un currículo que, de entrada, sea flexible y ordinario para todos, sin excepción, a través también de un enfoque intercultural.
Para lograr todo ello es necesaria, por ejemplo, la incorporación del bagaje cultural e identitario (lenguas indígenas, tradiciones culturales, etc.) de cada uno de estos estudiantes al día a día de la escuela, que tiene en su haber otras construcciones identitarias (las del resto del alumnado) que no deben desvincularse de estas, puesto que, desde esta perspectiva inclusiva, no existe educación intercultural o incluso idiomática solo para determinados estudiantes, sino que esta debe ser concebida y desarrollada para esa totalidad a la que nos referimos.
Se trata de revertir los mecanismos de construcción de la diferencia para implementar programas de educación intercultural que eviten extranjerizar aún más a los alumnos extranjeros, con el fin de hacerlos sentirse partícipes plenos de la construcción identitaria de nuestras escuelas, de nuestras vidas.
Vidas que, como la escuela, siempre se entienden mejor concebidas como experiencias comunes, compartidas y enriquecedoras desde el respeto a la diversidad: germen de esas necesarias escuelas que luchan contra el racismo.