En el año 1961 Ivan Illich se asentó en Cuernavaca, una ciudad del Estado de Morelos, en México. Allí, con la ayuda de la Fordham University, fundó el Centro de formación intercultural (CFI), un espacio alternativo y desinstitucionalizado de aprendizaje que en el año 1966 pasaría a denominarse Centro intercultural de documentación (CIDOC).
Illich fue, a lo largo de toda su vida, especialmente durante los años 60 y 70, un acérrimo defensor de la desinstitucionalización de todas aquellas actividades humanas que no requirieran, forzosamente, de la intermediación de un órgano regulador, de un medio administrativo deseoso de cumplir con el cometido de formalización y normalización que se le suele asignar.
Illich publicó La sociedad desescolarizada, su primer gran aldabonazo a las puertas de las instituciones tradicionales, en el año 1971, de manera que no teorizó primero para poner luego en práctica sus postulados sino que, al contrario, se lanzó a la arena de la praxis para ordenar después su experiencia por escrito. Básicamente lo que Illich se proponía era generar un espacio abierto y desintermediado en el que los ciudadanos de Morelos pudieran compartir abierta y colaborativamente sus problemas, retos, soluciones y conocimientos, porque de lo que se trataba era de empoderar a la ciudadanía para que fuera capaz de enfrentarse consciente y resueltamente a los asuntos que tuviera que resolver. Siempre había sostenido que educar no tenía nada que ver con escolarizar, que la escolarización era la versión administrativa y depauperada de la verdadera educación. «Otra gran ilusión en la que se apoya el sistema escolar», escribía Illich, «es la creencia de que la mayor parte del saber es el resultado de la enseñanza. La enseñanza puede, en verdad, contribuir a ciertos tipos de aprendizaje en ciertas circunstancias. Pero la mayoría de las personas adquieren la mayor parte de su conocimiento fuera de la escuela, y cuando este conocimiento se da en ella, sólo es en la medida en que, en unos cuantos países ricos, la escuela se ha convertido en el lugar de confinamiento de las personas durante una parte cada vez mayor de sus vidas»i.
Aquel empeño por empoderar a una ciudadanía desolada, desheredada y excluida objetivamente de toda acreditación escolar, le valió en el año 1967, curiosamente, la reprobación de la Sagrada Congregación para la doctrina de la fé (Illich era jesuita, ordenado sacerdote). Además de una retahíla de acusaciones basadas en sus «opiniones peligrosas en materia de doctrina», la santa Congregación incluyó al CIDOC, de paso, en el Index del Santo Oficio. No tardaría mucho Illich en renunciar a su condición con estas palabras: «Esta acción ha arrojado sobre mí la sombra de un eclesiástico omnisciente, lo que va en detrimento de mi ministerio, de mi trabajo como educador y de mi decisión personal de vivir como cristiano». El Obispo de Cuernavaca, Sergio Méndez Arceo, quiso ponerlo bajo su amparo, pero la Santa Sede le amenazó y le obligó a cerrar el CIDOC en el año 1973.
Todo esto me ha venido a la cabeza al hilo de las noticias relacionadas con el cierre de Medialab Prado Madrid. Quizás me exceda en mis apreciaciones y precedencias intelectuales, pero yo siempre he comprendido MediaLab Prado como la perfecta reencarnación del espíritu de Cuernavaca trasladado a la era digital. A lo largo de los 19 años que Medialab ha venido funcionando, han sucedido muchas cosas y muy diversas, pero hay algunos rasgos comunes que han caracterizado su actividad: abrirse a que cualquiera, literalmente, pudiera participar en proyectos colaborativos de aprendizaje y de construcción de propuestas para la mejora de la vida en común; servir como nexo de unión de las múltiples preocupaciones y sensibilidades en torno a problemas tan diversos como la alimentación, la democracia participativa, la calidad del aire que respiramos, la movilidad en las urbes, generando una red incrementada de inteligencia colectiva capaz de aportar propuestas plausibles; generar un espacio donde el error era bienvenido y valorado en su medida, donde el prototipado y la experimetación eran los mimbres del proceso sobre el que se construían esas propuestas viables; construir un ambiente de escucha activa, de sincera reciprocidad, donde nadie sabía todo ni nadie lo ignoraba todo, donde la colaboración y el intercambio noble de conocimiento era la moneda con la que se pagaba la participación.
Si uno recapacita y se toma unos minutos para pensar en la ingente e inmensa labor de Medialab se dará cuenta de que ha sido capaz de sintetizar algunos de los principios educativos más consistentes: el aprendizaje precipitado por la curiosidad, sustentado por una comunidad deliberativa, conducido por la investigación, en permanente (des)equilibrio sobre el error y al servicio del bien común. Una osadía pedagógica, sin duda, más todavía cuando cualquiera podía convertirse, en cualquier momento y de manera sucesiva, en alumno o en experto. Y todo esto, me faltaba mencionarlo, valiéndose de las herramientas, recursos y tecnologías digitales, algo que, aunque pueda parecer sorprendente, ya había anticipado Illich, como en una feliz premonición: «Precisamos investigaciones», escribía, «sobre el posible uso de la tecnología para crear instituciones que atiendan a la acción recíproca, creativa y autónoma entre personas y a la emergencia de valores que los tecnócratas no puedan controlar sustancialmente».
Durante muchos años MediaLab convivió más o menos armónicamente con las áreas municipales de las que dependía. Nadie allí terminaba de comprender qué era aquello que apelaba a la creatividad ciudadana, a la mera alegría de encontrarse para trabajar juntos e intercambiar, sin otra intermediación que el afán de aprender, intervenir sobre la realidad y construir juntos el futuro que todos deseamos, pero dejaron hacer. Hace un par de semanas, sin embargo, sin previo aviso, sin plan alternativo y sin razones de peso aparentes, el Ayuntamiento avisó de que el edificio de MediaLab sería destinado a otros fines, que no se renovaría el contrato de su director y que, en todo caso, sería reubicado en Matadero. MediaLab había ganado hace poco tiempo, por su capacidad de construir redes de colaboración ciudadana, un premio de la European Cultural Foundation y era una de las razones por las que la UNESCO había considerado la posibilidad de incluir a Madrid en el prestigioso y restringido club de las ciudades Patrimonio de la Humanidad.
Llamadme conspiranoico y exagerado pero a mí me parece que MediaLab ha sido incluida en el Index. En este caso, en el Index de otra organización que no es la del Santo Oficio. Pero las razones son parecidas: intentar empoderar a los ciudadanos de a pie animándoles a atreverse a construir, colaborativamente, la realidad que desean.
Sea como fuere y pase lo que pase, siempre nos quedará el espíritu de Cuernavaca, que es pedagógicamente imperecedero.
#SaveTheLab #WeAreTheLab
i Illich, I. 1971. La sociedad desescolarizada, en Obras reunidas I, México, FCE, pp. 189-326. La cita corresponde a la p. 202.