Ansiedad, depresión, trastornos del sueño y de la alimentación, inseguridad, estrés, tristeza, impotencia, pérdida de la concentración, miedo, fatiga emocional, sensación de agobio y abatimiento, baja autoestima, irritabilidad, cambios drásticos de humor… Una lista de afecciones y dolencias cada vez más comunes tan extensa como preocupante, que va más allá de lo físico para adentrarse en el ámbito emocional y que es el detonante de las escandalosas tasas de suicidio en España: más de 3.500 al año. Es esta la segunda causa de muerte entre los jóvenes y la primera causa externa de muerte no natural en el total de la población, muy por encima ya de los accidentes de tráfico. Una tendencia que, lejos de frenar, se ha agudizado aún más desde la llegada del coronavirus. Prueba de ello es que, tal y como apunta la Fundación ANAR, los intentos de suicidio en adolescentes aumentaron en un 7,1% desde el confinamiento.
Un año después del inicio de la pandemia, de la crisis sanitaria que, a la postre, ha desembocado en otra de tipo económico y social igual de profunda, todo parece haber cambiado para que, en realidad, nada cambie. La salud mental continúa siendo, a día de hoy y a pesar de los tímidos intentos de visibilización por parte de determinados colectivos, un problema menor en la agenda política y mediática. Es por esta razón que los profesionales del sector (psiquiatras, psicólogos, docentes, pedagogos…) insisten en reclamar más medios para poder hacer frente al incremento en las necesidades de los usuarios del servicio público. También algunos partidos políticos como Más País, que, en boca de Íñigo Errejón, trasladó la cuestión hace apenas unos días al Congreso de los Diputados. En un contexto tan cambiante, donde escasea la certeza y abunda la incertidumbre, niños y adolescentes continúan siendo colectivos especialmente vulnerables a este respecto. Los grandes olvidados. Los últimos de la fila.
“Nunca se ha dado la importancia que se merece a la salud mental. Menos aún desde la llegada de la Covid-19 a nuestras vidas. Los servicios públicos se han visto gravemente afectados desde entonces. En nuestro país, solo un 2% del presupuesto destinado a Sanidad se invierte en salud mental”, afirma Amanda Abin, psicóloga y orientadora educativa. A pesar de que en los primeros compases de la pandemia se redujera la demanda de los servicios de salud mental fruto del temor a un posible contagio, “en torno a un 70% del alumnado comprendido entre primaria y bachiller ha presentado o presenta en la actualidad algún tipo de sintomatología emocional, siendo la más común la ansiedad. No hay recursos, ni desde el punto de vista médico ni psicológico para hacer frente a esta realidad. Menos aún ahora, que la demanda se ha disparado”, añade.
El médico psiquiatra infanto-juvenil, profesor en la Universidad de Valladolid y portavoz de la Plataforma de Asociaciones de Profesionales por la Salud Mental de la Infancia y Adolescencia, Carlos Imaz, coincide en la “evidente necesidad de más y mejores recursos”, al tiempo que asegura que “no basta con que cada profesional se centre en su parcela. Hace falta mucha mayor coordinación entre la atención primaria, la hospitalaria, el entorno escolar y las familias si se pretende dar la atención integral que los usuarios de los servicios de salud mental necesitan”. Además, considera que la lupa debe situarse en los siempre eficientes programas de prevención y desarrollo de técnicas de adaptación y, a medida que vaya avanzando la vacunación, en la creación de espacios seguros para el ocio y el disfrute del menor. “Los chicos necesitan, sin duda, desahogo y los mensajes tantas veces repetidos por medios de comunicación y políticos de ‘quédate en casa y no salgas bajo ninguna circunstancia’ o ‘si un miembro de tu familia se contagia será culpa tuya’ no contribuyen en absoluto a alcanzar el ansiado equilibrio”, agrega.
Un 70% de los expertos, según el Informe Salud Mental en la Infancia y la Adolescencia en la era de la Covid-19, elaborado por la Asociación Nacional de Psicólogos clínicos y residentes, la Sociedad Española de Psiquiatría, la Asociación Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y el Adolescente, la sección de Infancia y Adolescencia de la Asociación Española de Psicología Clínica y Psicopatología y la Asociación Española de Psiquiatría del Niño y el Adolescente, coinciden en tildar de ineficiente la atención telemática que se ha llevado a cabo en los últimos meses y que, progresivamente, va quedando atrás. Otro motivo más para pensar en la urgente necesidad de seguir dando pasos hacia adelante en la llamada “nueva normalidad” y el regreso de la presencialidad.
La diversidad, una vez más en el centro de la diana
Aunque tanto niños como adolescentes puedan verse afectados en mayor o menor medida por las consecuencias educativas, sociales y psicológicas derivadas del coronavirus, dentro del amplio abanico que alberga a la infancia y la adolescencia destacan colectivos especialmente vulnerables. Es el caso de los alumnos con necesidades educativas especiales, discapacidad o enfermedades raras y que precisan de adaptaciones curriculares, aquellos con problemas de conducta o las víctimas de la violencia intrafamiliar, un fenómeno agravado no solo durante el confinamiento sino también a posteriori con medidas restrictivas como el toque de queda. “Todos ellos sufren de manera especial el virus. No solo a nivel físico, que también, sino mental. Es muy probable que a las dificultades intrínsecas se añadan ahora otras, como puede ser un incremento del desfase en el aprendizaje de las habilidades sociales y, por ende, de las relaciones interpersonales”, apunta Abin.
Como parece lógico, a los colectivos vulnerables ya descritos hay que sumar aquellos niños, niñas y adolescentes que crecen en un entorno social y familiar marcado por la falta de recursos económicos y materiales. Tanto es así que, de acuerdo con el estudio Impacto de la Crisis por Covid-19 sobre los niños y niñas más vulnerables, publicado por UNICEF, uno de cada tres niños españoles vive bajo el umbral de la pobreza. A la archiconocida “brecha digital”, que hace referencia a la imposibilidad de acceso a internet y a las nuevas tecnologías, hay que sumar, en estos casos, dificultades añadidas como son la ausencia de rutinas, de un lugar fijo de estudio y el escaso tiempo de ocio.
Un problema global
A escala global, la situación no difiere demasiado. En los doce meses que han transcurrido desde que diese comienzo la pandemia todos los indicadores importantes relativos a la infancia se han visto gravemente perjudicados. El coronavirus ha provocado el cierre de infinidad de centros educativos en todo el mundo durante largos periodos de tiempo. Los servicios de protección y salud, asimismo, se han visto interrumpidos o cancelados. Al igual que el ocio y el juego, que han dado paso a un aislamiento de sobra capaz de incrementar los casos de violencia sobre la infancia. Todo ello, unido a unas tasas de pobreza al alza, especialmente en los países en vías de desarrollo, da como resultado un cóctel explosivo, cuyos principales ingredientes son la ansiedad, la depresión y el estrés.
En definitiva, toda una problemática preexistente que se agrava fruto de las reglas del juego impuestas por el coronavirus. No obstante, pese a que aún no es posible determinar con total precisión las consecuencias psicológicas de la pandemia en niños y jóvenes a medio y largo plazo, aún hay hueco para la esperanza, y es que tanto médicos como psicólogos coinciden al afirmar que “los efectos psicológicos de estos meses no son, en absoluto, irreversibles. Afortunadamente, todo se puede trabajar, pero no debemos perder más tiempo. Debemos comenzar ya”, concluye Imaz.