Diría, en términos generales, que la pasión lectora comienza en el seno de la familia. Las tempranas experiencias lectoras, primero como “escuchadores de historias” y, después, con los juegos primarios con letras, se desarrollan en el espacio íntimo de la familia. No obstante, no en todas las familias se produce este hecho, y tampoco el impacto de la familia en el hábito lector se mantiene inalterable a lo largo del tiempo; por eso la escuela es tan importante para el desarrollo de este.
El impacto de lo visual, de la inmediatez, ha provocado un cambio generalizado en nuestra manera de acercarnos a la lectura, porque la experiencia de leer requiere tiempo, tranquilidad, soledad y una alta competencia en procesos de comprensión y relación de ideas.
Y aquí, el profesorado de Lengua y Literatura suele encontrarse con el primer “escollo”. ¿El desarrollo de esta competencia pertenece solo a la materia de Lengua y Literatura? ¿No es una competencia que vertebra todas las áreas? No se me ocurre cómo acometer cualquier tarea curricular sin tener un desarrollo competencial óptimo en lectoescritura. En infantil y en primaria esta idea parece estar clara pero, en secundaria, ya no tanto. El currículum se cierra, se separa, se especializa y olvidamos que el conjunto del profesorado debe responsabilizarse de tareas conjuntas de vital importancia para el desarrollo cognitivo y emocional del alumnado.
Por otro lado, ¿cómo potenciamos la lectura, algo tan bello y emocionante, en el entorno escolar? ¿Cómo combinamos el placer y el deleite con la búsqueda de otros objetivos académicos? ¿Cómo experimentamos que la lectura, además de ser un instrumento óptimo para acercarse a muchos conocimientos es, por sí misma, un placer que puede provocar felicidad?
Porque de no ser en la escuela ¿a quién se le ocurriría leer el Poema de Mío Cid o La Celestina o El Lazarillo de Tormes o a Antonio Machado?
Estas preguntas son frecuentes en los departamentos de Lengua y Literatura. Por un lado, somos conscientes de que debemos facilitar el acceso a la cultura de nuestra lengua, porque es una manera de mantener una identidad colectiva. Es por ello que realizamos lecturas que, a priori, son lejanas para nuestro alumnado. Sin embargo, de no hacerlo así, estaríamos perdiendo la herencia que nos dejaron nuestros antecesores y que forma parte de lo que somos. Porque de no ser en la escuela ¿a quién se le ocurriría leer el Poema de Mío Cid o La Celestina o El Lazarillo de Tormes o a Antonio Machado?
Pero, por otro lado, vemos cómo nuestro alumnado se siente en muchas ocasiones alejado de esas historias contadas hace ya tanto tiempo. Nuestra tarea pasa ahora mismo por repensar el acercamiento a las lecturas clásicas, no por olvidarlas; ya que hay formas dinámicas de proporcionar sentido a esas experiencias, de acercarlas a los chicos y a las chicas del siglo XXI: con lecturas colectivas, creando constelaciones de obras literarias (en las que se relacionan libros de diversas épocas con un tema común), o con tertulias dialógicas después de haber leído parte de una obra o una lectura completa.
Y lo mismo sucede con la selección de obras de literatura contemporánea. El auge de la llamada literatura juvenil nos ofrece un campo ilimitado de propuestas, pero no todas son válidas. Conviene dedicar un tiempo a la lectura de esas obras, preguntarles qué es lo que leen, cuando ellos y ellas pueden elegir. No podemos olvidar que la lectura es también una elección personal y singular; es importante entender sus motivaciones y lo que sienten cuando una historia les “engancha”. Ese feedback con ellos y ellas es fundamental.
Como leía hace poco en un artículo, nos preocupamos excesivamente por planificar las lecturas de los clásicos y, sin embargo, “abandonamos” a los adolescentes en la elección de literatura juvenil contemporánea que, en algunos casos, perpetúa mitos como el del amor romántico o que son una transcripción verbal de un videojuego. No perpetuemos esa falsa división de la literatura: la buena literatura se lee en la escuela y la literatura para pasar un buen rato es la que se escoge de modo libre y voluntario fuera del entorno escolar.
Muchos y muchas jóvenes no sienten un interés inicial por la lectura, eso es cierto, pero si les recomiendas un buen libro, si les ayudas en esa búsqueda, encuentran un placer que no hubieran hallado sin ese impulso.
Acompañar a nuestro alumnado en la afición por la lectura pasa por transmitirles el amor, la pasión y el conocimiento del mundo y de nosotros mismos que contienen los libros. Y para ello debe ser una experiencia gratificante, estimulante, un reto.
Juguemos con ellos y ellas: leamos textos en voz alta (una buena lectura, atractiva, sugerente), ofrezcámosles fragmentos, leamos poesía, combinemos la lectura con otras artes. Fomentemos bibliotecas de aula o de todo el colegio en la que haya un intercambio dinámico; llevemos a autores y a autoras a hablar con ellos; relacionemos las obras clásicas con su realidad. ¿Y por qué no leer no solo con la cabeza, sino con todo el cuerpo? Realizar dinámicas o juegos con las palabras, con los adjetivos, con las metáforas, promueve trayectos que nos conducen a la escritura y al aprecio por la lectura.
Y, consideremos las competencias de lectura y escritura como un asunto de toda la tribu. Es posible sorprender a nuestro alumnado en la clase de Biología con la lectura de un texto divertido de Gerald Durrell o iniciar la clase de Matemáticas leyendo un poema en el que la armonía del ritmo sea fruto de una elección precisa de sonidos, o planificar proyectos interdisciplinares en los que todo el profesorado se quite la bata de su área y, simplemente, ponga su talento al servicio de un aprendizaje común.
Como dice Doris Sommer: “Cuando el texto es materia prima, se logra todo: creatividad, pensamiento crítico, colaboración, comunicación… Y esas son las competencias del siglo XXI”.