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La proliferación de contextos virtuales de acceso a la información, intercambio, exhibición, cotilleo, comercialización, encuentro, pornografía, entretenimiento, colaboración, cultura… Y un largo etcétera, han llevado a fragmentar y aumentar el valor de un bien tan precioso como la atención. La capacidad de atención del ser humano tiene unos límites claros. Es difícil, si no imposible, hacer dos cosas a la vez que requieran un mínimo de concentración. El saber popular sentenciaba “no se puede estar en misa y repicando”. Sin embargo, el impacto del mundo digital ha comenzado a introducir cambios importantes en nuestra percepción de la atención, elemento clave en el proceso de aprendizaje, que distorsionan nuestra autopercepción sobre lo que somos capaces de hacer.
En 1995, Umberto Eco auguraba: “El exceso de información cambiará nuestras cabezas”. A partir del año 2000 se comenzó a hablar de “jóvenes multitarea” y a presentar a las generaciones “digitales” como otro tipo de seres, quizás cuánticos, y, por tanto, capaces de habitar en universos paralelos. Aunque algunos autores, como Nicolas Carr, se comenzasen a preguntar: “¿Qué estaba haciendo Internet con nuestras mentes?”, o a argumentar cómo nos íbamos convirtiendo en seres cada vez más superficiales, más adictos (Alter, 2018) e, incluso, más “cretinos” (Desmurguet, 2020). Mientras que en el ámbito económico se ha venido hablando de la economía de la atención, un bien cada día más preciado porque todo el mundo la necesita y la requiere y las personas solo disponemos de un reducido caudal.
De ahí el auge de las tecnologías persuasivas que se empeñan en que no despeguemos nuestros ojos de las pantallas, que nuestros dedos hagan compulsivamente “clics”, que les ofrezcamos nuestros datos para “personalizar mejor sus ofertas” y que compremos sus productos.
En este contexto, ha surgido el síndrome denominado FOMO (Fear of Missing Out/miedo a sentirse excluido). Se basa en la inquietud que se produce cuando pensamos que los demás pueden estar viviendo experiencias gratificantes que nos estamos perdiendo y se caracteriza por el deseo de estar continuamente conectado con lo que hacen los demás. Una situación que lleva a perder autonomía, a aumentar el miedo de haber tomado una decisión equivocada sobre cómo pasar el tiempo y a imaginar que el de los otros puede ser mejor.
Puedo entender esta actitud en la joven de ESO que acompañaba a su madre en un congreso internacional lejos de su casa, que se pasaba el día buscando un enchufe para su móvil. Le pregunté por su inquietud y me respondió: “Quiero saber lo que están haciendo mis amigos”. Parecía razonable que, durante las sesiones a las que asistía, quisiese sentirse “conectada” con lo que hacían sus amigos. Pero hace ya algún tiempo que observo un nuevo fenómeno.
Escena 1. Paris, una cena al atardecer en el “bateau-mouche”, una mesa para dos junto a la ventana, con un ramo de flores especial. Se sienta una pareja y se pasa prácticamente todo el tiempo mirando cada uno a su móvil. ¿? Perplejidad.
Escena 2. Teatro del Liceo de Barcelona, un señor en platea se pasa prácticamente todo el segundo acto consultando su móvil. ¿? Más perplejidad. Por la indudable falta de educación y la falta de interés por un espectáculo por el que habría pagado una buena entrada (a no ser que fuera de invitado).
Escena 3. La sorpresa de un estudiante de primero del Grado de Economía al comprobar la ínfima participación del alumnado en la clase y descubrir a la mayoría absorta en sus móviles, tabletas y ordenadores. Y su pregunta, ¿si no les interesa, si no quieren estar aquí, por qué se matriculan, por qué vienen a clase?
Podría añadir mil escenas observadas. Comidas familiares, encuentros de amigos, reuniones de trabajo –más ahora que te puedes conectar sin cámara y estar sin estar–, padres y madres que miran al móvil en vez de a sus hijos… En este caso me pregunto ¿qué pensarán los menores? ¿qué tiene ese artilugio que miran sus progenitores y cuidadores que les resulta más importante que ellos?
Pero, sobre todo, todas estas evidencias sustentan el nudo central de esta columna, el nuevo fenómeno que he dado en llamar el efecto NOQEA, es decir, No Quiero Estar Aquí. Lo que, como educadora, me provoca un alud de preguntas.
¿No quiero estar aquí porque no me gusta el mundo real? ¿Por qué no me siento parte? ¿Porque no conecto ni me implica lo que veo? ¿Por qué no le encuentro sentido?…
Entonces:
¿Dónde quiero estar?
Además:
¿Si no quiero estar aquí, cómo voy a conectar e interactuar con los que están? ¿Cómo voy a participar e intentar mejorar el mundo en que vivimos?
Estas y otras preguntas resultan esenciales para la educación.
¿Cómo vamos a educarnos, a aprender a convivir, a considerar el pasado para construir el futuro si No Queremos Estar Aquí?
Planteo estas preguntas a los que seguís/seguimos aquí. Porque si no prestamos atención, si No Queremos Estar Aquí, no puede haber sociedad, cultura y educación.