Vivimos en un tiempo paradójico. Las evidencias científicas se acumulan ante la gravedad de la crisis ecosocial, pero las respuestas para afrontarla llegan tarde y con cuentagotas. Sabemos que nuestro modo de vida es la causa del problema, pero nos cuesta pensar un mundo diferente al que vivimos. Tiene razón el crítico literario estadounidense Fredric Jameson cuando señala que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Y efectivamente, la distancia es enorme entre la capacidad científica de anticipar el fin del mundo y nuestra incapacidad política de imaginar el fin de este sistema social. El filósofo y poeta español, Jorge Riechmann, considera que esta es la gran tragedia de nuestros días: demasiada la distancia entre lo que se debe hacer y lo que se está haciendo, entre lo que ecológica y socialmente es necesario y lo que cultural y políticamente consideramos posible.
Siempre que aparecen brechas de este tipo solemos mirar hacia la educación con la esperanza de que pueda hacer realidad, en un futuro no muy lejano, lo que en estos momentos parece a todas luces imposible. Pero antes de exigir a la educación que haga lo que como sociedad aún no hemos sido capaces de hacer, sería justo reconocer que tiene sus propios ritmos, necesariamente pausados, y que el deterioro ecológico y social se encuentra acelerado. Y aunque solo sirva para su descargo, esta diferencia de ritmos muestra que apelar exclusivamente a la educación resulta, en esta ocasión, claramente insuficiente. Lo que no quita que la educación tenga que sentirse concernida con lo que ocurre, pues una educación que no dialoga con el mundo es una mala educación.
Si el mundo de hoy está marcado por una profunda crisis ecosocial que es global y afecta a todos los planos de nuestra vida, la pregunta que debería circular por los claustros de aquellas escuelas que no deseen dar la espalda a la realidad tendría que ser esta: ¿Qué tenemos que aprender y enseñar cuando el mundo está en crisis? Pregunta a la que seguiría la siguiente: y, para ello, ¿tenemos la escuela que necesitamos?
Para tratar de responder a estas preguntas y evitar algunos equívocos, tal vez convenga empezar por recordar lo más obvio: la educación es algo que desborda a la escuela. Claro que aprendemos en la escuela, sin duda, pero también en las relaciones que mantenemos en la calle o en Internet, aprendemos de la industria cultural y de los medios de comunicación, de la familia y de las amistades. Es así porque somos siempre y en todo lugar aprendices los unos de los otros. Dicho lo obvio, centremos la atención en esa parte de la educación que se desarrolla en la escuela.
Cuando hablamos de la educación en la escuela solemos encontrarnos con varios reduccionismos: el primero, la reducción de la educación escolar a mera instrucción sobre unos contenidos distribuidos en diferentes asignaturas; el segundo, derivado del anterior, contemplarla como una actividad que tiene como propósito principal formar futuros trabajadores según las demandas del mercado laboral. La buena instrucción, siendo fundamental, no agota la tarea educativa en la escuela, que requeriría, además, cuidar las dimensiones de la personalidad (la razón, los deseos, las motivaciones, los sentimientos y los comportamientos). Si lo tenemos presente, podremos distinguir -como aboga Boaventura de Sousa Santos- entre dos formas de conocimiento apuntadas en el paradigma de la modernidad y que se construyen en tensión dialéctica: el «conocimiento-regulación» y el «conocimiento-emancipación». El primero regula conceptos, valores, prácticas, culturas y cuerpos, mientras que el segundo ayuda a ir más allá, liberando a los sujetos y garantizando su autonomía. Por consiguiente, el primero otorga estabilidad y facilita la reproducción social, mientras que el objetivo del proyecto educativo emancipador consistiría en recuperar la capacidad crítica, de asombro y de indignación, orientándolas hacia la conformación de subjetividades inconformistas y rebeldes. En el contexto de crisis ecosocial, parecería razonable que la tensión dialéctica entre ambas formas de conocimiento tuviera que bascular hacia el polo de la emancipación.
En esa tarea, ¿tenemos la escuela que necesitamos? Una escuela financiada por el Estado, no discriminatoria ni segregadora, democrática y gestionada por la comunidad escolar; laica en cuanto que respeta las creencias y no impone ninguna; abierta a su entorno y a los problemas de su época y orientada a la formación integral de la personalidad; que fomenta el despliegue de las capacidades intelectuales y morales de la persona, sería una escuela perfectamente apta para tal cometido. Esa escuela es la escuela pública, que no es lo mismo que la escuela estatal. Promoverla es responsabilidad del Estado, pero hacerla posible requiere el compromiso de la sociedad.
La responsabilidad estatal puede adoptar la forma de organización directa de la prestación de dicho servicio. En este caso escuela pública y estatal (o de titularidad del Estado) coincidirían. Pero también es posible una forma de organización indirecta, a través de entidades intermedias, en la que la responsabilidad del Estado consista en la financiación y supervisión de la prestación de este servicio público. En este caso, la educación pública no se reduciría a la educación impartida por funcionarios en centros de titularidad del Estado. Es una fórmula que, si se financiara suficientemente y se supervisara adecuadamente, podría dar lugar a una escuela pública de calidad altamente descentralizada que estimularía la participación de comunidades y organizaciones locales en colaboraciones del Estado con la economía social y solidaria. No solo garantizaría la escuela que necesitamos sino también una mayor implicación de la sociedad y ayudaría a establecer las bases para otro modo de vida diferente al actual.
Además, evitaría ingenuidades respecto al Estado. Este ha sido la principal palanca con la que se ha impulsado una educación reguladora muy acorde con los tiempos neoliberales que hemos vivido. Si durante las primeras décadas de la democracia la apuesta por la escuela estatal era una necesidad histórica para poder desarrollar una escuela pública en este país, ahora, en estos tiempos de crisis ecosocial en los que estamos, cabe albergar dudas razonables de si un modelo basado exclusivamente en el Estado sería capaz de promover el proyecto educativo emancipador que precisamos.
Este es el debate de fondo que nunca aflora cuando se discute acaloradamente de la titularidad y de los conciertos, y con la intención de que pueda emerger en la conversación social le hemos dedicado el último número de la revista Papeles de relaciones ecosociales y cambio global.