Es alta; muy alta. Parece mucho mayor que el resto de estudiantes de su clase. Sus facciones responden más a las de una mujer joven que a las de una cría. Si la viera por la calle, desde luego, no le echaría los 13 años que tiene. En la foto de Raíces (el sistema que manejamos en los centros docentes públicos de la Comunidad de Madrid que recoge todos sus datos) ya apunta maneras, a pesar de ser una niña. Mira con firmeza, naturalidad y sin miedo a la cámara. No sonríe.
Su aula es un barracón. Tiene sus ventajas, no crean, impartir clase en un barracón: dispone de aire acondicionado, aunque no lo hemos puesto hoy. Le pregunto a Marta si está incómoda en esa silla y esa mesa: como todas son tamaño estándar, tengo la sensación de que o sobra niña o falta espacio. La única concesión a la diversidad que hace el mobiliario escolar es la existencia de sillas —marrones— de pala para zurdos. Nunca comprenderé cómo se supone que el mismo puesto sirve tanto para criaturas enclenques de 12 años como para tiarrones de 17. Marta se sienta de medio lado, acomodando la espalda en la pared. No tengo dudas de que se dirigió, desde el primer momento, a ese sitio: casi al final del aula, pero no en la última fila; pegada a la pared de la derecha según se mira desde la mesa del profesor. Les pregunto si los ha colocado así su tutora, pero confirman lo que imaginaba: cada uno ha elegido dónde sentarse. Yo no le recrimino a Marta su postura. Me responde que está bien, a pesar de que es evidente que no hay forma de que encaje en ese puesto gris. Porque todas las mesas y las sillas son grises; ya ni siquiera tienen aquel color «verde instituto».
Creo que Marta es una tía muy inteligente. Parece muy segura de sí misma, aunque todavía no sé si es solo fachada. De entrada, me parece altamente probable; en nuestra adolescencia, ¿quién no ha querido aparentar seguridad, a veces con éxito?
Hoy es el primer día; voy a conocer a un grupo de 27 seres humanos en evolución y ebullición. Son de 2.º de la ESO: creen que, tras haber sido «los primerines» el curso pasado, ya están de vuelta de todo. Si dijera que me impone empezar un nuevo curso, mentiría. La situación me despierta curiosidad, incluso incertidumbre; pero miedo ya no.
Quiero saber quiénes han sido sus profes de Lengua en 1.º de la ESO. Tres personas diferentes les impartieron clase en esta materia. El paso por la secundaria es una especie de aerosol en cadena para los grupos; recuerda al tronco de un árbol cuyas raíces van repartiéndose a medida que profundizan en la tierra. La elección de optativas es lo que tiene. En el centro donde trabajo procuramos mezclar todo lo posible: sección y programa; matemáticas académicas y aplicadas; valores y reli; dos, tres, cuatro optativas que, a priori, responden a perfiles diferentes, en cada grupo. Un auténtico sindiós a la hora de organizar los horarios y los limitadísimos espacios de los que disponemos, pero evita, en buena medida, que los grupos se conformen como balsas uniformes de personas diferentes, pero con resultados académicos e intereses similares. Bastante uniformidad tenemos ya con el gris del mobiliario.
Mientras sigo hablando, Marta pone cara de aburrimiento; resopla como diciendo «esto ya me lo sé yo; qué pesadilla, qué pereza»; y seguramente tenga razón. Cambia de postura: flexiona una rodilla para apoyar un pie en el asiento. Tampoco esta vez se lo recrimino. Y tampoco le pregunto si estoy aburriéndola: no quiero que suene a reproche lo que habría sido un interés sincero. Tengo la sensación de que me mira intentando averiguar de qué palo voy; sabe medir las distancias.
Por mi parte, tanteo al grupo: preguntas directas; animando a los estudiantes a decir la verdad. Yo, a mi vez, despliego todas mis herramientas para que confíen en mí: les cuento dónde vivo, cuál es mi coche, les explico que tengo dos hijos, uno de ellos emancipado hace mucho; que tengo un perro mestizo sacado de una perrera… Marta sigue expectante, me parece. Participa en las respuestas con desgana; pero participa sin que yo se lo pida directamente.
Me interesa, por ejemplo, si están contentos con el centro, con su grupo. Si se sienten bien allí. «No», responde Marta rotunda, como si la respuesta fuera una obviedad. Quiero saber por qué, y ella encoge los hombros al decir «Por los profes. Los profes me caen mal». Ya dije: es una tía lista; no me incluye en su aseveración. Cuando le pregunto si yo también le caigo mal, ofrece la respuesta correcta: «Aún no te conozco lo suficiente para saberlo». El resto de la clase asiente, corea un «claro, aún no sabemos cómo eres». Parece que Marta es la líder. Ahora flexiona la otra rodilla, para subir el segundo pie al asiento. Le dirijo una mirada que sabe interpretar; baja los pies y se sienta bien. «Hija, estás ahí subida como si fueras una gallina… ¿seguro que te resulta cómodo ese sitio? Eres alta; quizá podemos inventar algo para subir la mesa un poco…». Ella no cede: «No, no. Estoy bien aquí».
Acaba la clase. Marta lleva la sudadera puesta, y le muestro mi extrañeza. Me explica, de mala gana, que el director le ha pedido que se la ponga, porque la ropa que lleva debajo es inadecuada. También le ha advertido de que los pantalones son demasiado cortos.
Cuando salgo del aula, aunque es última hora, me las apaño para investigar en su expediente académico: es bastante bueno. No brillante, pero bastante bueno. No sé si su actitud (irreverente, desengañada, displicente) no habrá supuesto una traba a sus notas; quizá su actitud negativa le impide obtener mejores resultados. Es hermana de otra alumna; una chica tímida, reservadísima, que siempre ha escondido su rostro con una melena negra peinada con raya en medio; ahora la mascarilla oculta aún más sus expresiones. Marta no responde a uno de los tres perfiles en los que, a priori, solemos encasillar al alumnado: además de quienes pasan más o menos inadvertidos, tenemos sumisos con buenos expedientes académicos y malotes con pésimos resultados. Un ejemplo de este último perfil es Omar, uno de esos alumnos a quien todo el claustro conoce aunque nunca le haya dado clase y a pesar de estar solo en 2.º. Al menos, el curso pasado logramos que no siempre se relacionara a empujones e insultos y que empezara a adquirir ciertas rutinas básicas. Ya antes de llegar al instituto teníamos informes del cole del que procede Omar. Notamos que siempre estaba solo en el patio, en los pasillos; que se acercaba a la gente con actitud agresiva, aunque envuelta en juego. El resto de estudiantes no suele acercarse a él; pero el pasado curso un crío me dijo en el despacho que se había dado cuenta de que Omar necesitaba mucho cariño. Durante los primeros días de septiembre, algunos alumnos como Omar han pasado por el instituto, a pesar de no ser ya nuestros alumnos, con la excusa de que necesitaban hablar con la orientadora para que les aclarara cualquier papeleo (la solicitud de una beca, alguna duda con la matrícula de FP…). Estoy convencida de que lo hacen porque el instituto es uno de los pocos sitios donde se han sentido queridos; necesitan volver a lo que fue para ellos un espacio de protección porque les asusta lo que pueda esperarles en un lugar nuevo.
No es casualidad que Omar esté en mi grupo: ser jefa de estudios adjunta otorga algún que otro privilegio, como elegir quiénes serán mis estudiantes. Omar se ha sentado justo delante de Marta. Me comunican que la tutora les ha avisado de que cambiará los puestos en los que ahora se encuentran; yo bromeo diciéndoles que se nota en seguida quiénes son viejos conocidos, porque hay cuchicheos constantes. Mi comentario provoca un enfrentamiento entre Omar y Marta, que se salda con sendos insultos cruzados y casi sinónimos: un «bocachancla» responde al «bocazas». Me interpongo físicamente entre ellos; está claro que no deben sentarse tan cerca uno de la otra: duelo de líderes que Omar solo puede ganar, en el mejor de los casos, si utiliza la violencia física. Habrá que estar pendiente todo el curso para que esa pelea no se produzca.
Marta y Omar son ejemplos obvios de diversidad; sospecho que ambos pueden generar problemas de disciplina, cada uno a su manera. La diversidad en el aula no termina en los alumnos con necesidades educativas especiales; no termina nunca, en realidad. Entre el profesorado, del mismo modo que entre el alumnado, hay perfiles tipo.
Algunos prefieren al sumiso brillante; otros son absolutamente ecuánimes y tratan a todos por igual, lo que, desde mi punto de vista, es un error. Los profes del tercer perfil, en el que me incluyo, tendemos a preferir a los malotes como Omar, a las desdeñosas como Marta. Muchas veces son criaturas con carencias (emocionales, económicas…) que los señalan. Siempre me despiertan ternura, porque sé que sufren, aunque jamás lo admitirán. Así que ya tengo dos retos desde el primer día de curso, a los que se sumarán, con seguridad, otros muchos: ir sembrando en Omar las ganas de pasarse por el centro cuando ya haya acabado su etapa educativa con nosotros y que Marta sonría a sus profes. Al menos, a algunos.