En las últimas semanas, la serie coreana El juego del calamar se ha convertido en uno de los temas preferidos de las tertulias de amigos y compañeros, en consonancia con el hecho de que es el producto de Netflix que ha batido en menos tiempo todos los récords de audiencia. Aquí ha llamado especialmente la atención de la opinión pública que se haya descubierto que en los patios de algunas escuelas los niños juegan a los mismos juegos ‘infantiles’ que en la obra televisiva y que intentaran emular las ‘soluciones finales’ que se observan en ella.
Ha sido muy criticada la extrema violencia de algunas escenas y ha escandalizado que menores de 16 años las hayan podido ver e, incluso, admirar hasta el punto de intentar copiarlas en la hora del recreo. Estoy de acuerdo con quienes repudian estas escenas sangrientas, de un realismo tan gratuito e innecesario como el que, por otro lado, podemos ver en los centenares de películas y series de Hollywood y que dan por la tele. Menos aceptable me parece que se culpe a los productores coreanos de que los alumnos de escuelas de aquí recreen los ‘juegos’ de la serie. ¿No tienen los padres la responsabilidad de controlar qué ven sus hijos menores de edad en las pantallas? ¿Tienen alguna utilidad práctica las calificaciones de edad de los programas televisivos y las películas?
Si extraemos del debate sobre El juego del calamar las escenas macabras –repito, igual pero no más gore que otros productos audiovisuales de menor éxito–, la serie asiática es en realidad una formidable parábola de la que se pueden extraer numerosos asuntos para reflexionar. Si se quiere, incluso para abrir debates entre estudiantes mayores de 16 años.
Sin entrar en demasiados detalles para evitar spoiler, los más de 111 millones de personas de todo el planeta que han visto ya El juego del calamar no habrán seguido solo el discurrir de un concurso tipo reality show en una isla remota. Al igual que en algún capítulo de la distópica Black Mirror, habrán seguido una furibunda enmienda a la totalidad del capitalismo salvaje, con la codicia, el individualismo, la insolidaridad y la sistemática desconfianza en el prójimo como pilares que aguantan un sistema que conduce a la autodestrucción.
No soy un experto en televisión. Ni siquiera seriéfilo. Pero he visto en los últimos tiempos pocas ficciones televisivas de éxito que aborden con un prisma progresista tantos fenómenos sociales en solo nueve capítulos. El trato a los inmigrantes –el etnocentrismo de países como Corea, Japón y China deja como un cuento infantil el racismo latente en Europa–, la complejidad de las relaciones familiares o los prejuicios atávicos sobre los “hermanos” norcoreanos aparecen en el guion de El juego del calamar. Con secuencias que recuerdan Eyes wide shut (Stanley Kubrick) muestra su repudio hacia el imperialismo cultural occidental. ¿Qué idioma hablan los invitados VIP? ¿En qué modelo se fija el protagonista para cambiar de peinado y tinte en el capítulo final?
Junto al elogio a la solidaridad, el compañerismo y el trabajo de equipo, no por imperativo ético sino por pura supervivencia, aparece la moraleja de que todo el dinero del mundo no da ni mucho menos la felicidad, aunque los millones sirvan para causar el sufrimiento y la muerte de los miserables, cuya humillación se ha convertido ya en la única fuente de placer de quienes han llegado a lo más alto de la pirámide social. La innecesaria tinta roja que lanza El juego del calamar no debería oscurecer la brillantez de un contundente alegato contra la deriva preocupante que en muchos aspectos está tomando la humanidad. Aquí y en Corea.