No soy un experto en la conducción formal de las prácticas institucionales, pero no acabo de entender que un documento tan importante como el que se propone a debate para la reforma de la profesión docente desde el propio Ministerio de Educación no tenga autoría. Era Foucault quien aconsejaba que ante el deseo de las palabras por salir a pasear nos preguntáramos siempre por quién habla y desde dónde habla. ¿Qué personas defienden esas 24 propuestas? ¿Hombres? ¿Mujeres? ¿Tecnócratas? ¿Teóricos de la filosofía política? ¿Prácticos de larga y reconocida experiencia? ¿Personas sabias?, ¿Expertos disciplinares?, ¿Poscríticos? ¿Conservadores? ¿Antropólogos?, ¿Psicólogos? ¿Economistas?, ¿Alguno o alguna es docente en ejercicio? ¿Maestras de infantil? ¿Profesoras de música?
La pregunta no es irrelevante porque la visibilidad de la autoría ayuda a situar el texto en un determinado contexto discursivo. Al fin y al cabo, en este país hemos hablado mucho de la urgente y necesaria reforma de la profesión docente, y se ha hecho desde contextos diferentes, eso sí, con la absoluta coincidencia en que no podemos seguir manteniendo la situación actual. Mientras tanto, digámoslo desde el principio, el inmovilismo en la formación y el cultivo de un determinado concepto de desarrollo profesional abierto a las políticas neoliberales y neoconservadoras, han venido truncando lo que se llamó con Gramsci el papel histórico del profesor como intelectual socialmente comprometido.
“Situación actual” es, por cierto, el título del segundo capítulo del documento, en el que básicamente se comenta la formación, el acceso y el desarrollo de la profesión desde los análisis y las orientaciones de algunos organismos internacionales y desde los diferentes procedimientos y normas que la regulan. Se parte del descubrimiento de una Comisión Europea anunciando que cuanto mejores maestros tengamos mejores logros en los alumnos, y que cuanto más preocupados estén los maestros por su formación continuada mejores resultados obtendrán los estudiantes, y se comenta la formación inicial y permanente acudiendo a las normativas vigentes y revisando diferentes situaciones y desajustes como el acceso a la profesión, su valoración social y las escasas posibilidades de su desarrollo.
Señalaré en este punto algunos interrogantes a partir de los que no se habla en el documento y, sin embargo, han venido retirándose en múltiples ocasiones en entornos de reflexión como las Escuelas de Verano de los Movimientos de Renovación Pedagógica, entre otros. El primero es la ausencia, el escaso atrevimiento o la pobreza conceptual con la que nos acercamos a la pregunta fundamental: ¿Cuál es el sentido profundo y más verdadero del significado de ser maestro o maestra? ¿No será que la obsesión por el expertísimo disciplinar enmascara o dificulta el debate sobre la radical cuestión anterior? ¿Cómo es posible que el método que ha convertido el bachillerato en un entrenamiento absurdo por superar pruebas de exámenes básicamente con trasfondo memorístico pueda reproducirse en las facultades de Educación? ¿Cómo es posible que un o una estudiante de Magisterio que ha obtenido la titulación con calificaciones altísimas tenga una enorme dificultad para defender argumentos propios, escribir con creatividad o saberse un sujeto político con capacidad de autonomía para construir su propio saber profesional?
No sé muy bien cómo se traducen cuestiones de este tipo en la discusión de un marco normativo que regule el aprendizaje y el desarrollo profesional docente, pero sé que deberían estar en la raíz de cualquier propuesta de cambio. Enseñar a pensar o saber leer y escribir en el sentido dado por Freire a la lectura crítica del mundo, es un radical fundamento que debería quedar explícito en una reforma de la formación docente orientada hacia una educación emancipadora.
Leo en el documento la legítima preocupación por las tecnologías de la comunicación y por las lenguas extranjeras o cómo se reclama la adecuación a la evolución de las Ciencias y sus didácticas específicas. Legítima preocupación si se defendiera con el mismo énfasis el cultivo de las Artes, el aprendizaje del reconocimiento y cuidado de los cuerpos, o algo tan básico en la felicidad del ser humano como el baile, la canción… o la agricultura. (Por si les parece una boutade, debo recordar el enunciado del artículo 27 de la Constitución: La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana…). Pero más básico todavía es la integración, la complementariedad, la relación dialógica entre Artes y Ciencias y hacerlo integrando todo esto en “la canasta familiar” como decía García Márquez que aconsejaba, además, “no tratarlas como si fueran hermanas enemigas”. Con estas ausencias no es de extrañar que las propuestas tengan una orientaron más tecnológica que preocupada por el desarrollo de una autonomía con capacidad para problematizar la práctica desde el pensamiento crítico.
No he encontrado en el documento alusión a tres principios que deberían inspirar las políticas de formación y desarrollo profesional. El primero, el vínculo o relación entre el desarrollo curricular y el desarrollo profesional: «No hay desarrollo del curriculum sin desarrollo del profesor” fue un conocido y muy citado lema de Stenhouse. El curriculum no es sólo objeto de aplicación mecánica por parte del profesor; antes, al contrario, se convierte en un problema práctico del docente, para lo que se requieren procesos reflexivos e investigadores del profesorado en y sobre el desarrollo curricular. El segundo, muy relacionado con lo anterior: el protagonismo del profesorado en la definición de los propios problemas de formación. La experiencia de cooperación en un plano de relación horizontal, desarrollada por lo MRP, entre otras redes de intercambio y colaboración, venían a reforzar lo que Fullan y Hargreaves llamaron profesionalidad interactiva, en la que los docentes toman decisiones con sus colegas desarrollando culturas colaborativas de apoyo, ayuda y compromiso con la mejora de la escuela. ¿Se acuerdan de Freinet? El tercero, el carácter no técnico del trabajo docente, reforzando la crítica al positivismo académico, que siempre despreció como “ruido” la proyección política de la teoría y la práctica educativas.
En cuanto al contenido de las Propuestas, no sé si “Acordar un Marco de Competencias Profesionales Docentes” puede devenir en una profunda reflexión sobre el sentido de un saber docente comprometido con proyectos de educación emancipadora, es decir, si los postulados de una pedagogía crítica, socialmente comprometida, estarán en la raíz de ese marco. Es una duda razonable si tenemos en cuenta que el Gobierno actual nos pidió los votos desde un discurso progresista o de izquierdas. Hablar ahora desde ese contexto institucional de Marco de Competencias Profesionales exigiría recuperar principios históricos de las pedagogías progresistas. Y, en cualquier caso, hacer depender la formación permanente de ese Marco es, además de una nueva regulación que incrementa el complejo entramado de normativas que determinan burocráticamente la profesión, el olvido de la capacidad de autonomía del profesorado para problematizar e investigar su propia práctica profesional.
Hay un indicador en el texto preocupante. Todo parece depender de la individualidad y, por tanto, el crecimiento profesional dependerá de la medida individual de ese crecimiento. Desde luego, sin sujeto, no hay desarrollo profesional. Frente a los enfoques tecnocráticos, asumo que la formación y desarrollo profesional del profesorado es una práctica cultural en la que el juicio reflexivo de cada sujeto, en relación con su propia experiencia práctica, es un componente radical de esa formación. Pero no sé si de esto se trata en el documento. El profesorado se parece aquí más al consumidor de un programa legislativo (lo de siempre) que al de un protagonista con autonomía implicado en la investigación y reflexión sobre ese programa. Y creo que esa es una cuestión clave: cómo se define el puesto de trabajo docente. Y cómo se resuelve la separación (social) entre lo que Lundgren llamó contexto de formulación y contexto de realización. Autonomía profesional es una expresión de la que se pueden forzar múltiples significados. Desde un marco de interpretación progresista o de izquierdas significa que además de dominar con reconocida autoridad los campos conceptuales del ámbito disciplinar que se pretende enseñar, el docente o la docente adopta una actitud ética y moral respecto a la construcción del conocimiento escolar. Significa además que la instancia de decisión política reconoce en el marco deliberativo de los profesionales prácticos un punto de referencia fundamental para las decisiones prescriptivas. Y significa también que esos profesionales prácticos se saben en relación con una comunidad educativa como espacio social y cultural en el que se libra el combate por el proyecto de escuela pública.
Las consideraciones anteriores tienen obvias repercusiones en la interpretación de las “veinticuatro propuestas”. Por ejemplo, puede ser una buena idea la realización de una prueba de acceso a los grados (claro, también al Master de Secundaria, aunque parece estar menos claro). Pero si no hay un marco democrático deliberativo en la construcción de esas pruebas el asunto puede devenir en una Escala de Evaluación (con TIC añadida) muy alejada del sentido y necesidad social y cultural de esta prueba.
Es también evidente la necesidad de revisar los contenidos de los planes de estudio que habilitan para la docencia, pero si se mantiene la actual obsesión por el expertismo disciplinar o el distanciamiento epistemológico entre unas áreas de conocimiento y otras, o las jerarquías de poder cultural entre unos u otros saberes, la revisión puede resultar miope. En un debate sosegado sobre las propuestas de reforma de la formación y sus contenidos curriculares me parece que no sería muy difícil entendernos en la propuesta de menor fragmentación disciplinar, mayor trabajo en profundidad sobre discurso y epistemología, análisis de la complejidad, sistematización y teorización desde la investigación en la práctica, compromiso ético, cultura democrática y una clara lectura política de la realidad.
En el documento hay, entre otros significativos silencios, uno fundamental: ¿Cómo se reforma, actualiza y mejora la cultura profesional del profesorado de las actuales facultades de Educación? ¿Cómo se actualizan las plantillas, tremendamente deterioradas por la perversión de los contratos de profesor asociado? ¿Cómo recuperar a los verdaderos profesores y profesoras asociados, los de un claro y reconocido prestigio en el desarrollo de su práctica profesional docente?
No me entretengo en el análisis punto a punto y me parece que el documento tiene básicamente una bondad original que hay que aplaudir: reconoce la absoluta necesidad de reformar la formación y desarrollo profesional y abre la posibilidad de un debate y esto es positivo. En anteriores ocasiones con el mismo Gobierno se han abierto textos que luego han tenido escasa discusión y una final toma de decisiones con muy poca visibilidad de los procesos más o menos participativos que dieron lugar a la toma de decisiones. Este documento ahora debería ser básicamente una provocación para abrir una llamada a la reflexión tranquila y, desde luego, no tendría que acabar con calendarios cortos y cuestionarios de un alcance más corto todavía. La responsabilidad del aprendizaje y el desarrollo de un buen conocimiento práctico docente debe ser un proyecto público con responsabilidad en la totalidad del sistema público de educación.