La reciente tragedia en una escuela del estado de Texas, en los Estados Unidos, no es la primera pero tristemente tampoco será la última. No nos debe dejar indiferentes a quienes caminamos en el maravilloso y complejo sendero de la educación.
Es muy pero muy pesado el dolor la pena, la indignación, la falta de respuestas y de palabras para explicar el negro hecho en el que niños y niñas perdieron la vida y en el que maestras fueron también víctimas, incluso tratando de proteger a sus pequeños estudiantes. También genera un dolor difícil de explicar (pero muy fácil de criticar): el que se siente por el victimario, un joven de 18 años. Aunque no parezca, una víctima también de una realidad mayor al hecho mismo.
Estados Unidos es un país con una relación extraña con las armas. Las construye, las vende, las exporta, las enaltece en las películas, las legisla, pero también las sufre en carne propia. Y esta vez, como tantas otras, la ha sufrido en los cuerpos de pequeños y pequeñas -y sus familias- que son verdaderamente víctimas no solo del hechor individual sino de un sistema, de una cultura, de unos modos que propician el uso de armas. Que a los dieciocho años no se pueda entrar a algunos lugares, pero sí se pueda comprar armas, como comprar gaseosas o comida chatarra, ¡es realmente escandaloso!
Sin embargo, para y desde el mundo educativo, víctima directa ahora porque ocurrió en una escuela de primaria, el hecho debe ponernos a reflexionar (desde la indignación, pero también desde la creatividad y la postura política) sobre el acoso escolar, sobre el bullyng, sobre cómo en las escuelas se sigue sufriendo este fenómeno terrible.
El victimario sufrió durante mucho tiempo de violencia en el ámbito escolar. No sabemos exactamente qué ocurrió con aquellos que lo hacían, con las causas de eso, o cuál es su historia familiar. Tomemos en cuenta que vivía con su abuela, su primera víctima en ese terrible día. Motivo de preocupación pedagógica debiera ser la de investigar qué se hizo contra el acoso escolar sufrido, cómo vivió la comunidad escolar esas situaciones. Lo más frecuente es que eso se vea sin importancia, que se asuma como bromas inofensivas pero que van generando, mas no causando, una violencia interna que explota de formas inimaginables.
Todavía más profundamente en el caso de este joven, ¿nunca pudo descubrirse su situación emocional, mental o familiar? ¿Nunca dio muestras suficientes como para ser atendido de una manera profunda y completa? ¿O solo se trata de tener estudiantes en las aulas, instruirles, someterlos a regímenes disciplinarios, sin tratar de descubrir su interior, de reconocer sus demonios y sus sufrimientos?
Una situación tan dramática y oscura, como esa mañana en una escuela de primaria en el territorio norteamericano, es una llamada de atención, una tragedia para todo el mundo. Habla de cómo la educación no se reduce a la enseñanza, sino que debe concentrarse en las personas, en su vida, en sus penas, en sus luchas internas.
Pero también debe ser una llamada de atención para reconocer la necesidad de legislar contra las armas, para dejar de construir guerras entre países, pero también de abandonar las condiciones para crear guerras entre personas, o de individuos hacia entornos sociales.
Me quedo paralizado cuando escucho o leo a los representantes de la Asociación Nacional del Rifle cuando argumentan por qué no se debe legislar en contra de las armas. Pero también me asusta cómo profesores y profesoras en la vida cotidiana invisibilizan el drama de sus estudiantes; miran hacia otro lado cuando captan que existen dolores en sus estudiantes.
Esta escuela de Texas representa la enorme lucha educativa contra el sufrimiento, contra la indiferencia, contra la invisibilización del acoso y de la violencia, dentro o fuera de las escuelas. ¡Que esas pequeñas víctimas, y los adultos caídos, nos los recuerden siempre!