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Que la diversidad sigue entendiéndose como un hándicap, un inconveniente que hay que solventar, es una realidad palpable que cuesta modificar. Aulas repletas de problemáticas, realidades complejas y singularidades que desbordan la labor de unos docentes hastiados y sobrepasados, marcan un entendimiento de la heterogeneidad como algo no tan deseable: una mayoría sigue prefiriendo un perfil de alumnado más “homogéneo”, entendiendo las limitaciones que pueda tener esta idea, ya que esa supuesta homogeneidad en el ser humano, no existe.
La limitación de recursos, unas ratios elevadas, la burocratización de los procesos de atención y la imposibilidad de personalizar el aprendizaje cuando tenemos a cientos de estudiantes a nuestro cargo, siguen limitando y condicionando nuestra idea de diversidad, por lo que esta aparece año tras año en distintos informes escolares como una dificultad que lastra la mejora del rendimiento escolar, a la par que sigue sin encontrarse soluciones.
Es palpable el peso que los enfoques desde donde se concibe la diversidad tienen en el trabajo de las escuelas: si echamos un vistazo a las programaciones didácticas o a los proyectos educativos, siempre está presente, aunque muchas veces como algo impostado, un apéndice que nos vemos obligados a reflejar por ley cuando organizamos la tarea docente, y no como un eje que dé sentido a nuestro trabajo y lo guíe. Y esta mirada no es fácil de cambiar.
Los docentes, ante un entorno que, reconozcámoslo, les es hostil, tienden a refugiarse en prácticas tradicionales de corte academicista en las que suelen colocarse en el rol de transmisores de un currículos
El interés fehaciente por concebir la diversidad como un valor, una riqueza que además distingue especialmente a la escuela pública como señal de identidad, se queda muchas veces en una declaración de intenciones de unos equipos directivos y órganos pedagógicos que, en la práctica, se sienten “desbordados” por las crudas realidades que encierra detrás cada estudiante, sobre todo aquel que pertenece a colectivos con mayor riesgo de vulnerabilidad.
La materialización de las intenciones plasmadas en la línea teórica de las instituciones educativas suele ser, por ello, bien algo lejano o bien un imposible en el día a día; los docentes, ante un entorno que, reconozcámoslo, les es hostil, tienden a refugiarse en prácticas tradicionales de corte academicista en las que suelen colocarse en el rol de transmisores de un currículos: actúan como comunicadores de conocimientos donde todavía el peso teórico es el predominante, sobre todo, cuando se llega a últimos cursos de la ESO y más aún en bachillerato: damos clase, así, para la generalidad.
En la expansión de esa mirada, la diversidad es contraria a esa generalidad, a esa normalidad. La homogeneización de procesos se entiende como una fórmula necesaria para que todo estudiante pueda alcanzar el éxito mediante los mismos procedimientos que son con los que todo docente cuenta.
En este panorama, la diversidad sí que se reconoce, al menos desde un punto de vista teórico, no lo vamos a negar; de hecho, está presente en muchas de las reflexiones pedagógicas de los equipos docentes y en las programaciones anuales. Pero cuando esta aparece mencionada, se entiende como parte de una respuesta educativa (Leiva, 2010) para alumnado que no entra dentro de esa supuesta normalidad deseable, que es el que, además, pertenece a los colectivos antes mencionados. La diversidad aparece, así, sesgada y simplificada, como parte de los mecanismos simbólicos de abandono, cuando debiera ser justamente lo contrario: un motor constante en el ser humano que aporta riqueza a una comunidad.
Disminuir las ratios o incrementar el número de docentes por clase suelen considerarse las soluciones más comúnmente extendidas para una escuela en la que se buscan fórmulas y terapias para “tratar” la diversidad y unificarla. Y esto, en gran parte, es así. Sin embargo, estas soluciones debieran también llevar aparejada la idea de que “la educación inclusiva es sinónimo de diversidad, y no un movimiento homogéneo o una simple escuela de pensamiento” (Echeita et al, 2004), a lo cual pueden contribuir experiencias como las docencia compartida o la atención en el aula de especialistas de apoyo a las diferentes necesidades educativas.
Las medidas compensatorias más habituales, como son los Programas de Diversificación o la Formación Profesional de Grado Básico, que implican en teoría una atención más individualizada con ratios más bajas, no terminan de arrojar en muchos casos los resultados esperados: es un perfil de alumnado que emprende un camino paralelo ante su riesgo elevado de exclusión y marginación, etiqueta que muchas veces lo acompañará en cualquier incursión académica o sociolaboral futura.
Se necesita, pues, a la par que un contundente incremento de inversión del gasto público en educación, de un reenfoque y un planteamiento novedoso que permita cuestionarnos desde una nueva dimensión crítica nuestras prácticas tradicionales sobre todo en cuanto a la organización del aula y la perspectiva desde la que enfocamos los aprendizajes curriculares. A la par, debemos seguir exigiendo –claro está– a las administraciones el apoyo que el alumnado más vulnerable precisa para poder ser atendido adecuadamente según el principio de inclusión.
Con esos apoyos dados en los momentos precisos, desde los primeros años de primaria, tendremos más opciones de identificar los factores que desencadenan la potencial situación de riesgo educativo en un estudiante cuando llega a la ESO y termina siendo derivado, por su “inadaptación” a las llamadas medidas de atención a la diversidad: acciones compensatorias que suelen suponer un desvío del currículo ordinario y una adaptación a las circunstancias del alumno, mediante la estructuración organizativa en ámbitos o módulos profesionales.
En ese sentido, cabe preguntarse: ¿qué perfil de alumnado es el destinatario de estas medidas? Si analizamos las distintas realidades que nos encontramos detectaremos que suelen ser personas inmigrantes, (especialmente aquellas que entran a la región por vía irregular), alumnado de NEAE, estudiantes provenientes de familias categorizadas en el grupo de nivel sociocultural bajo y estudiantes cuyas familias se encuentran en situación de pobreza y que se benefician de medidas de compensación económica. Habría que plantearse, así, hasta qué punto estas acciones surgidas para la compensación pueden convertirse en mecanismos organizativos de segregación estructural.
En definitiva, con este panorama es probable que la inclusión en educación siga siendo un principio lejano, pautado desde fuera e imposible de alcanzar, que no logrará erradicar de determinadas personas la marca de marginación impuesta desde muy pronto y que muchas veces los acompañará a lo largo de toda la vida. Es este un déficit que no nace del estudiante como individuo, sino que lo hace en la propia forja de un sistema desigual repleto de estereotipos, entendidos estos como simplificaciones reduccionistas que engloban una realidad compleja que frustra y desanima a unos profesionales de la educación que año tras años se sienten desbordados por la complejidad que encierra atender a tantos estudiantes en un mismo año.
Por ello, la presión institucional es clave: la adecuada dotación de recursos, en función de lo que cada estudiante precise, debe acompañar a ese cambio de mirada del que hablamos; también es necesaria una mejora de la formación inicial y continua en la carrera docente, acompañada del merecido reconocimiento social a una profesión fundamental para el desarrollo social de un país. Todos somos parte implicada en dejar de ver la diversidad como un problema, ya que esta nace en nosotros mismos, en nuestras identidades, entornos y procedencias, y sin ella es imposible entender ningún acto de naturaleza humana, y mucho menos la educación.
Referencias
Echeita, G. et al. (2004). Educar sin excluir, Cuadernos de Pedagogía, 331, 50-53.
Leiva, J. J. (2010). La educación intercultural entre el deseo y la realidad: reflexiones para la construcción de una cultura de la diversidad en la escuela inclusiva. Revista Docencia e Investigación. Nº 20. pp. 149-182.