Soy un profesor jubilado que anda experimentando las posibilidades de acumular riqueza con el uso del tiempo social. No me refiero a la riqueza material medida en euros y cosas por el estilo; me refiero a la riqueza humana y social que aumenta y cualifica la calidad de la vida. He necesitado escapar del tiempo de trabajo para comprender -en el sentido de vivirlo en mi propia piel- que la construcción de la identidad ha venido mediada por la fatiga, la productividad y la obtención de resultados. Es cierto, también, que he tenido el privilegio de desarrollar una actividad profesional que me hizo feliz, en donde la fatiga se compensaba con la comprensión del sentido profundo de la actividad. Pero el tiempo, ese tiempo cuya unidad de medida es el trabajo, ha organizado efectivamente el mundo de la/mi vida.
No traería aquí esta reflexión personal si no fuera porque creo que la escuela, que el tiempo escolar, está también basado en esa concepción del tiempo de trabajo que pone en relación el saber con la producción, y lo que me parece más significativo y preocupante es que ese proceso se articula interiorizando los propios sujetos, cada uno de ellos, la naturalización de ese proceso. Puede que ese sea el verdadero sentido de la escuela: prepararnos para medir la vida en clave de trabajo. No me refiero al trabajo en términos de pensar, si no de producir sin pensar. Pero pensar es lo que genera la posibilidad de transformación de la vida social.
Paolo Virno nos recordaba que las herramientas intelectuales son básicas como posibilidad de crítica y transformación (¡Hay algo más material que el pensamiento!, decía.) Son básicas cuando los usos lingüísticos, el consumo cultural, los procesos de subjetivación están mediados por y para la producción, que se proyecta sobre la construcción de la identidad. Pues, en efecto, no traería aquí esta reflexión si no fuera porque me parece que el tiempo de la vida, la calidad del tiempo social permanece muy alejado de lo que hoy oferta el currículum escolar y la formación profesional del profesorado. La construcción del saber en la escuela está basada en su función: preparar para la vida productiva.
Con todo, ante una vida colonizada por el saber de producción, el sentido público de un currículum para la educación pública debería estar fundamentado en la creación de un conocimiento práctico dirigido al análisis, interpretación y transformación del modo en que se construye desde el capitalismo la colonización de la vida por el tiempo de trabajo. La lectura crítica de la realidad, sugería Freire, como estrategia contrahegemónica para desnaturalizar los discursos esencialistas sobre la cultura y la vida. Todo esto pudiera parecer una boutade -o una pérdida de tiempo- pero valdría la pena pensarlo cuando nos enfrentamos a innovaciones sin reflexión compartida y autocrítica, propuestas de reforma curricular que nunca llegan al medio camino y una formación inicial del profesorado que obsesionada por el expertismo disciplinar olvidó la pregunta radical sobre lo que significa la palabra maestro.
La participación basada en la fragmentación corporativa y la desilusión progresiva, las presentaciones del currículum como verdad única (libros de texto), el dominio intelectual de una racionalidad técnica y los formatos burocratizantes en la definición del puesto de trabajo docente, o la perversión de la palabra educación por programas puramente instructivos, concretan tiempos de escuela con pocas posibilidades de fuga hacia tiempos de vida en una esfera pública que resignifique el sentido profundo de la educación y la función social del docente. Pero existen las fugas. Conocemos experiencias pedagógicas basadas en la emancipación. El optimismo de la voluntad no es solo una frase de Gramsci. Es también una práctica consciente de la responsabilidad histórica de la escuela para el cultivo del pensamiento crítico. Pero necesitamos tiempo. Tiempo de vida y tiempo de transformación. Parece que los tiempos de vida son tiempos lentos y los tiempos de transformación son tiempos largos.