El uso de los móviles entre los jóvenes es un debate que está a la orden del día. Es evidente que su uso creciente, así como la falta de herramientas y estrategias desde los distintos ámbitos políticos y sociales para abordar las múltiples derivadas de su utilización, es una realidad que cada vez más preocupa a gran parte de la sociedad. ¿Por qué? Por múltiples causas, pero sobre todo porque, de una u otra forma, estamos viendo las consecuencias de no haber puesto ningún tipo de límite, tampoco a nosotros mismos –los adultos– desde la aparición y crecimiento exponencial y frenético de estas tecnologías.
Al mismo tiempo, más allá de la utilización de estos dispositivos cada uno en su casa, debemos sumarle una nueva problemática: su implantación en el ámbito educativo a partir de lo que se denominó la innovación educativa en las aulas de todas partes del país; aprender a través de las pantallas, sin tener en cuenta las consecuencias de este uso, ha sido también una realidad que ahora debemos tratar y que requiere una reflexión profunda de cómo se toman las decisiones en este país, también en materia de educación. Así pues, ver los impactos crecientes del uso de las pantallas en el desarrollo de las capacidades cognitivas así como también de las habilidades interpersonales –comunicativas, de empatía, de autonomía– escuchando a los profesionales que se dedican a estudiarlo, así como aquéllas que dediquen gran parte de su vida a abordar las consecuencias de estas exposiciones me parece de mínimos teniendo en cuenta la situación.
Ahora bien, a mí me parece interesante abordar por qué nos relacionamos niños, jóvenes y adultos con estos dispositivos, ya que de una manera u otra todas las personas vivimos en un mundo interconectado en el que quedar al margen es prácticamente imposible a día de hoy, y qué alternativas proponemos. De esta manera, más allá de abordar el debate de si deben prohibirse los móviles en las aulas o de si los padres deben saber marcarse límites a sí mismos y también a los jóvenes y niños en lo que se refiere a exposición a estas pantallas, me gustaría hablar sobre qué alternativa podemos ofrecer nosotros, en concreto a los jóvenes, para que conozcan la vida más allá de estos dispositivos; en qué estamos fallando los adultos si tenemos niños y jóvenes que eligen de forma constante y diaria relacionarse a través de los teléfonos móviles, de redes sociales y de las múltiples aplicaciones a las que tienen acceso. Cómo nos está también ahogando un sistema que a menudo premia la inmediatez, la rapidez, la individualidad por encima de la reflexión, la tranquilidad y el colectivo. Y sobre todo cómo estos sistemas de funcionamiento nos quitan lo más importante: el tiempo para vivir en comunidad.
Así pues, ¿nos estamos imaginando otros escenarios posibles? Y aún diría más, ¿estamos dando las herramientas y poniendo los recursos para tener otros imaginarios? Parece que, a día de hoy, tenemos más interés en explicar los fracasos de los jóvenes actuales, así como su situación de vulnerabilidad –que por cierto, son fracasos de los que nosotros nos somos responsables, así como también de la vulnerabilidad y precariedad a las que les estamos exponiendo– que en explicar, más allá de las prohibiciones, cuáles son algunas de las alternativas que nos pueden ayudar a revertir esa individualización, ese aislamiento, esa incapacidad de relacionarse entre iguales, esa vulnerabilidad emocional en la que se encuentran muchos jóvenes.
Y una de las respuestas la encontré el otro día, cuando tuve la oportunidad de acercarme a un espacio dinamizado por jóvenes, en el que ellos estaban en el centro de la actividad en un espacio público de un pueblo y podían ser quienes querían ser sobre el escenario. No había ningún joven pegado al móvil durante ese rato; los jóvenes hablaban entre ellos y bailaban al ritmo de quien estaba cantando en ese momento. Más de 15 jóvenes pasaron por el escenario esa tarde. Y es que los jóvenes, lo que quizás necesitan –al igual que necesitábamos nosotros cuando nos organizábamos en nuestros barrios para defender el derecho al espacio público y reivindicábamos un ocio que no fuera negocio para desmercantilizar nuestras vidas– es tener espacios para poder relacionarse, para poder decidir cómo se quieren relacionar y a través de qué actividades; los jóvenes necesitan que los adultos les cedamos poder para poder desarrollar actividades que les gusten, que les permitan relacionarse desde la igualdad. Cuando los jóvenes conocen estos espacios, cuando los jóvenes hablan entre sí, cuando todo deja de estar mediatizado por un aparato y cuando se diluyen en la comunidad; los jóvenes prueban algo de la libertad que en algún momento nosotros también necesitamos. Prueban lo que es sentir, vivir y responsabilizarse de lo que están viviendo, de lo que están pensando y de lo que están haciendo.
Por tanto, más espacios para jóvenes, más actividades pensadas desde los jóvenes y para las jóvenes, lejos de la mirada adultocentrista, más comunidad y más espacios autogestionados y políticas de juventud pensadas con una mirada actual y menos prohibiciones y señalamientos hacia aquellos que, sencillamente, están viviendo y sobreviviendo en un mundo que, no lo olvidemos, no son ellos quienes lo han construido. Si no les cedemos el poder de imaginarse y hacer realidad otros escenarios en la comunidad, seguro que no saldremos adelante; ni ellos, ni nosotros.