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El término liderazgo en el contexto educativo español
El término liderazgo aplicado al contexto educativo forma parte del léxico académico y político español desde hace más de 30 años y su uso en estos ámbitos se incrementa y normaliza paulatinamente. Se introduce a partir de la LOGSE [1]. de 1990, con la que respondiendo a las demandas educativas emergentes de un mundo social en transformación [2]. se inicia una reforma escolar de largo alcance entre cuyas medidas se encuentra el reformular la función del director sumando a sus habituales responsabilidades burocráticas, las del liderazgo pedagógico (Viñao, 2004).
Sin embargo, como hemos observado en entrevistas efectuadas a directores/as y otras investigaciones parecen advertir (Vázquez et. al 2014), la noción de liderazgo no es comprendida ni asimilada con idéntica fluidez por los agentes educativos — directivos y docentes— que han de protagonizarlo y el contexto en el que ha de cobrar un sentido: la escuela. Entre otras interpretaciones, la palabra liderazgo parece asociarse natural o espontáneamente a los ámbitos administrativos empresarial, político — e incluso militar— en los que los primeros estudios sobre el tópico viesen la luz (Navarro-Corona, 2016). Trasplantado más tarde a la investigación educativa en países anglosajones, y con posterioridad al nuestro, es a menudo recibido con cierta cautela e incluso escepticismo y no encuentra fácilmente arraigo cultural en la jerga local (Ritacco, 2023b- tesis).
No obstante, toda organización requiere una guía/orientación para funcionar con cierta armonía, autorregularse ante situaciones desequilibrantes, tomar decisiones cruciales y proyectar su acción a futuro, entre otras cuestiones. La transformación de la escuela en las últimas tres décadas en respuesta a las exigencias educativas del nuevo milenio lleva esta necesidad de guía (o liderazgo) a un nivel superior (Ritacco y Ritacco, 2023). Como organización ha de afrontar el desafío de enseñar nuevos y más complejos saberes (Bolívar, 2000) a colectivos estudiantiles heterogéneos, socioeconómica, cultural y étnicamente diversos, que expresan con frecuencia los problemas y asignaturas pendientes de la Sociedad (Ritacco, 2023 -tesis-; Esteve, 2002). Además, paradójicamente, al tiempo que ostenta la responsabilidad de preparar al alumnado para la vida social, se ve afectada por la degradación progresiva de su estatus institucional y reconocimiento para el desempeño de esta labor por parte de esa misma sociedad (Tedesco y Tenti, 2006; Dubet, 2006). Por tanto, la complejidad del escenario en que los profesionales educativos han de desenvolverse en la actualidad refuerza, sin dudas, la creciente necesidad de liderazgo en las organizaciones escolares.
El propósito de este artículo es reflexionar sobre el significado esencial [3].
del liderazgo, partiendo de la premisa de su importancia decisiva en cualquier organización, centrándonos en los rasgos que investigaciones recientes señalan como cruciales en los líderes exitosos. Pretendemos estimular al lector —en particular directivos/as y docentes— a revisar su propia visión del término considerando lo que aquí exponemos, para valorar su pertinencia en la organización escolar española.
Intuimos que desvincularlo de ideologías y prejuicios para apreciarlo como atributo del ser humano contribuirá a movilizar a la reflexión a docentes en general y directivos/as en particular sobre su papel como líderes en de las organizaciones escolares de las que forman parte. La controversia que suscita, más que revelar su debilidad, podría interpretarse como una oportunidad, la base a partir de la cual trabajar en el desarrollo de un lenguaje común, que aúne fuerzas y voluntades que, aunque no siempre conscientes, ya se orientan en la misma dirección. Porque después de todo, el espíritu detrás de un liderazgo escolar bien entendido persigue aquello mismo que todo docente y directivo comprometido desea: una mejor escuela y una mejor educación.
El propósito trascendente que nos motiva como profesionales y subyace latente en este escrito, es acercar a quienes contribuyen con nuestras investigaciones el producto de nuestro trabajo y establecer con ellos un diálogo más genuino y fecundo que nos permita construir un conocimiento compartido, una cultura común desde la que edificar un porvenir. Aunque la palabra siga sonando extraña, de difícil o lenta asimilación, es probable que muchos de los atributos con que desde diversas investigaciones se define a los buenos líderes coincida con el modo en que directores/as y docentes se ven, sienten y actúan. Por eso nos parece que este trabajo podría tender puentes, un espacio de comunicación/diálogo/debate, de conexión entre la ciencia y el campo, entre investigadores y sujetos de investigación.
Visión del liderazgo desde enfoques emergentes de investigación
Ya a fines del siglo pasado Bhindi y Duignan (1997) reflexionaban sobre los cambios experimentados en las organizaciones a consecuencia de las transformaciones sociales de la última década y el efecto que este hecho estaba teniendo en la concepción del liderazgo. Estas alteraciones en el escenario social estaban transformando los significados que regían las dinámicas de las organizaciones lo cual derivó en crecientes críticas al liderazgo y la gestión, y la necesidad de redefinirlos. Destacan en particular la revisión de las nociones de autoridad y poder y el modo en que son ejercidos y legitimados. En referencia al liderazgo advierten crecientes reclamos por alejarlo de mecanismos de control jerárquico autoritarios y la tendencia a concebirlo como “servicio y corresponsabilidad”. Estos autores propusieron un paradigma visionario para el liderazgo del siglo XXI.
«Las organizaciones no se ocupan únicamente de los resultados, los procesos y los recursos. También se ocupan del espíritu humano y de sus valores y relaciones. Los líderes auténticos infunden una fuerza vital en el lugar de trabajo y hacen que la gente se sienta con energía y centrada…. Fortalecen a las personas y su autoestima. Basan su credibilidad en la integridad personal y en sus valores» (p.118).
Esta evolución en el liderazgo como fenómeno social, y paralelamente en su estudio, ha dado lugar a la emergencia de perspectivas de análisis novedosas, entre las que destacan aquellas centradas en aspectos tales como la autenticidad, la espiritualidad o el servicio en el acto de liderar. Todos estos enfoques tienden a hacer hincapié en los principios de “cuidado” (Verstraete, 2021); examinan el modo en que los líderes emplean los valores, el sentido de “vocación” y de pertenencia para motivar a sus seguidores. Si bien son recientes, sus orígenes se remontan a más de tres décadas atrás en la evolución de la investigación, cuando ya en la “Era Transformacional” (King, 1990) se evidenciase que un liderazgo que condujese al éxito requería más que una influencia superflua, eventual o parcializada en la dinámica de la organización. Este modo de liderar apelaba más bien a la construcción de una visión común sobre la organización y su propósito, una visión que fuese capaz de transformar a quienes la compartiesen al conferirle a su propia labor individual un sentido renovado y superior (Bass, 1990; King, 1990; Burns, 1978). Es esta naturaleza transformadora la que exploramos en este artículo.
La importancia de los rasgos personales de los líderes
Si bien la valoración del liderazgo desde la perspectiva de la personalidad del líder constituye uno de los enfoques más antiguos y ha tenido sus altibajos en la evolución de la investigación, son los propios hallazgos en los estudios los que mantienen su vigencia y al mismo tiempo lo enriquecen y complejizan (Early, 2017; Dansereau et al., 2013). Si en sus comienzos la investigación se centraba en la detección y caracterización de personalidades típicas de liderazgo mediante el estudio de los grandes hombres de la historia (Carlyle, 1849) — entendiendo que la capacidad de liderazgo es una cualidad con la que sólo algunos nacen — en el transcurso de más de cien años se ha advertido que a ser líder se aprende; es más, hoy día se asume que un buen líder es ante todo un buen aprendiz (Keating et al., 2018).
Si la tendencia entonces era observar un número limitado de seres excepcionales, cuasi omnipotentes, desde la concepción del liderazgo como un fenómeno unipersonal y monopólico, heroico y solitario (Benmira & Agboola, 2021; King, 1990), hoy, entendiendo que cualquier persona desde cualquier puesto dentro de una organización puede ejercer una buena influencia y orientación y convertirse así en un buen líder, la investigación se interesa en valorar cómo sus personalidades se manifiestan en las relaciones que establecen con los demás y los efectos que de éstas resultan (Badaracco, 2001). Mientras las investigaciones iniciales sobre liderazgo lo concibiesen como un fenómeno fundamentalmente determinado por la personalidad de los líderes, la evolución en su estudio y comprensión ha dado lugar a perspectivas más sistémicas y holísticas que consideran otros aspectos evidenciando su naturaleza multidimensional: características de los seguidores, la organización, la tarea, el entorno social, económico y político, etc. (Contreras, 2008). No obstante, pese a la dilución de su protagonismo en un escenario de interacciones múltiples, variadas y complejas con otros elementos, el estudio de los rasgos de los líderes sigue siendo de interés preponderante para la investigación y, en el contexto en cuestión, un desafío a afrontar.
Pero nuestra convicción no se limita a la esfera científica. Más allá de las sucesivas evidencias empíricas que lo han ido corroborando en la evolución de la investigación sobre liderazgo durante más de cien años, hemos de reconocer desde la idoneidad con que simplemente nos avala nuestra condición de seres humanos, que el liderazgo — la influencia y guía de unos hacia otros — es también una empresa eminentemente humana, y en toda relación humana las personalidades, actitudes y comportamientos a ellas asociadas ejercen un papel determinante.
La dimensión personal del liderazgo desde una perspectiva actual
Peter Northouse hizo una importante afirmación con la que nos gustaría empezar: «Dado que el liderazgo es un proceso complejo, no existen caminos sencillos ni garantías para convertirse en un líder de éxito. Cada individuo es único, y cada uno de nosotros tiene sus propios talentos distintivos para el liderazgo» (2012, p. 36). No obstante, revisando aportes de distintas investigaciones es posible identificar una serie de rasgos fundamentales. Si los tienes, entonces estás bien preparado para el liderazgo. Si no eres fuerte en todos estos rasgos, pero estás dispuesto a trabajar en ellos, entonces puedes convertirte en un líder eficaz.
Numerosos estudios (Blanchard y O’Connor, 1987; Coyle, 2018) en una variedad de culturas en los que se pidió a los directivos que nombraran las características clave de los directivos eficaces, cualidades como la honestidad, la integridad, la credibilidad, ser justo, directo y fiable encabezan la lista. Kouzes y Posner (1987) señalan que las respuestas más frecuentes fueron: integridad (es veraz, es digno de confianza, tiene carácter, tiene convicciones), competencia (es capaz, es productivo, es eficiente) y liderazgo (es inspirador, es decisivo, proporciona dirección). Son estas características las que le dan al líder credibilidad. Bogue (1994, p. 71) define la credibilidad en términos de «franqueza», que según él es «… una disposición hacia la transmisión compasiva de la verdad. La verdad es la base de la confianza. Y la confianza es la principal fuerza de construcción y unión de todas las organizaciones…».
En este artículo profundizaremos específicamente en algunas de estas cuestiones básicas del liderazgo eficaz que a su vez se expresan en dos áreas o dimensiones fundamentales de la identidad profesional del líder: la personal o individual y la colectiva (Dubar, 2002, por ejemplo). La dimensión personal abarca los aspectos que tienen que ver directamente con el individuo como persona, es decir, ser genuino y auténtico, mantener la humildad, expresar cariño y respeto, generar confianza y servir a los demás. También se trata de ser apasionado y entusiasta. Sin embargo, estos aspectos individuales adquieren todo su sentido en un contexto de dinámica colectiva —la organización— en el que los demás son importantes. Es decir, el éxito de ese liderazgo eficaz sólo puede materializarse mediante el trabajo en equipo en la comunidad. Se argumentará que en el centro de todo esto está el amor por el aprendizaje en el que todos los miembros creen y hacia el cual fomentan una actitud positiva.
Retomando las palabras de Bhindi y Duignan (1997), los líderes auténticos infunden una fuerza vital en el lugar de trabajo y hacen que la gente se sienta con energía y centrada. Fortalecen a las personas y su autoestima. Su credibilidad procede de su integridad personal y de sus valores. Añadiríamos que tales líderes son ejemplares por naturaleza y establecen un clima de respeto a través de cosas pequeñas pero significativas, a menudo fomentando un ambiente de respeto, comprensión y abnegación.
Esta dimensión del liderazgo es lo que Stoll y Fink (1996) definieron como liderazgo invitacional. Tal liderazgo va más allá del formal y a menudo clínico enfoque del desarrollo, centrado en diagnosticar — desde fuera—necesidades/problemas, diseñar e implementar estrategias técnicas para su abordaje y evaluar su aplicación (Clark & Fritz, 1986). Los líderes invitacionales escuchan las voces de las comunidades comprendiendo y dialogando con sus puntos de vista; no sólo articulan una visión, sino que también comparten el poder y la autoridad con la finalidad de invitar a los otros a compartir y desarrollar el sueño. (Stoll y Fink, 1996, p. 114). Para ello han de concederles autonomía y liderar permaneciendo al lado y detrás, antes que siempre en el frente. Ellos empoderan a sus equipos promoviendo un clima de colaboración para la evolución, construyendo comunidad mediante el desarrollo y la implicación de los demás. Este modelo de desarrollo profesional está impregnado de una visión centrada en las personas, basada en el cambio continuo a través de la propia evolución del líder y el de quienes le rodean. Esto es lo que Leithwood y Louis (1999) denominaron «el liderazgo de la práctica», que se traduce en una mejora visible si en esa búsqueda del desarrollo, va acompañado de una dimensión moral y profesional.
Creemos, desde una perspectiva psicopedagógica, que los seres humanos necesitamos comprometernos y disfrutar de experiencias en comunión con otras personas. No nos referimos a encuentros casuales, sino a contextos que podemos definir como espacios y ámbitos comunes en los que las personas se encuentran como auténticos seres humanos (véase Bezzina, 2013). Un espacio que acoja y responda a la necesidad y anhelo de reconocimiento que cada uno de nosotros alberga. En palabras de Sergiovanni (2006) se trataría de que “organizaciones ordinarias” evolucionen hacia el estatus de “instituciones”.
Las organizaciones son poco más que instrumentos técnicos para alcanzar objetivos. Como instrumentos, celebran el valor de la eficacia y la eficiencia preocupándose más por «hacer las cosas bien» que por «hacer las cosas correctas». Sin embargo, las instituciones son eficaces, eficientes y mucho más. Son empresas receptivas y adaptables que existen no sólo para realizar un trabajo concreto, sino como entidades en sí mismas” (2006, pp. 3-4).
Como señala Sergiovanni, el papel del líder en esta transformación es central: ha de ocuparse de transformar una ‘organización ordinaria’ que se ocupa de funciones técnicas en busca de resultados objetivos en ‘una institución’. Como indica Selznick (1957), las organizaciones se convierten en instituciones cuando trascienden los requisitos técnicos necesarios para la tarea en cuestión. La institucionalización es un fenómeno que ocurre en una organización a lo largo del tiempo, que refleja su historia particular, las personas que han formado parte de ella, los grupos que la han integrado y sus intereses, y la forma en que se ha adaptado a su entorno (en Sergiovanni, 2006).
Si bien este autor no se refiere específicamente a la organización escolar, lo que plantea cobra un sentido propio y particular en el marco actual de desinstitucionalización moderna del cual la escuela, junto a otras instituciones, es objeto. La escuela ya no opera en el contexto imperante de una cultura universal que la respalda (Dubet, 2006). Tal cultura se ha ido degradando y desmantelando progresivamente y ha dejado de ser un referente para la mayoría. La escuela ha de adaptarse a un contexto multicultural, heterogéneo y diverso, que la convierte, por su actual apertura hacia la sociedad, en un reflejo de esa misma multiculturalidad, diversidad y heterogeneidad. En ella se expresan los conflictos, contrariedades y problemáticas de esa misma sociedad. Por eso si bien las escuelas muestran ciertas similitudes entre sí, su compleja identidad actual se define y comprende por sus singularidades, en íntima conexión con los entornos locales con los que interactúan, y por la cultura de la propia organización (valores y creencias de sus integrantes). Dentro del marco que acabamos de describir, tiene sentido considerar que la institucionalización ha de emerger del interior y dinámica interna de la propia organización escolar, de su funcionamiento como entidad en sí misma, y no ya desde el aval de una cultura universal.
La concepción de Selznick de una organización como institución es muy similar a la visión moderna de las comunidades de aprendizaje. De ello emerge la cuestión del capital moral. Sison define el capital moral como «la excelencia de carácter, … la práctica de virtudes apropiadas para un ser humano dentro de un contexto sociocultural» (2003, p. 42). Como señala Sison,
El capital social se acumula sobre las ganancias o méritos del capital humano, el capital intelectual y el capital cultural, a modo de mesas nido o como una colección de muñecas rusas. Pero en la medida en que el capital social puede a veces acarrear consecuencias desastrosas, debe haber algo más allá de la confianza que sea la verdadera fuente de valor entre las personas que trabajan en una corporación. Éste parece ser el papel que debe desempeñar el capital moral (2003, p. 30).
Este es el reto al que nos enfrentamos. La exploración de Sison de las virtudes y los valores tiene profundas implicaciones para el liderazgo y los líderes.
Si uno sólo piensa en sí mismo es fácil volverse insensible y apático, alguien interesado estrictamente en «cumplir con el deber», o con aquello que “me han pedido que haga», desde una actitud pasiva — «dime lo que tengo que hacer y lo haré» — sin aportar la más mínima iniciativa propia.
Todos nos hemos encontrado con afirmaciones de este tipo en nuestra vida. Este compromiso cuya atención se centra en la tarea a menudo nos aleja del encuentro humano. Y es que este es el riesgo en el que quizá no muchos quieran comprometerse, el camino que no muchos toman. Sin embargo, es la apertura lo que nos lleva más allá de nosotros mismos y nos acerca al logro de metas y objetivos concretos.
Es aquí donde cabe la idea reciprocidad. La unión entre individuos, para ser provechosa ha de basarse en una finalidad valorada por todos, que merezca la pena perseguir; es decir, un propósito común que trasciende lo individual. La reciprocidad exige iniciativa, dar ejemplo, predicar con el ejemplo. Personalmente, creemos que el ejemplo es contagioso. No se pueden esperar réditos inmediatos, o ninguno en realidad. Los intercambios tienen que ser «libres», sin ataduras, regulados por el deseo de comunión.
La reciprocidad es un aspecto relevante en las relaciones, y las relaciones requieren a la persona y a la comunidad. Por tanto, nuestro compromiso intelectual exige la reflexión sobre la persona como una parte vital del estudio del liderazgo en comunidades profesionales, porque cada persona ejerce una influencia decisiva en cómo se dan las relaciones en esa comunidad. Es decir, si bien asumimos el carácter expandido y relacional del fenómeno, los rasgos personales ejercen un papel determinante en cómo ese liderazgo se desarrolla y expresa. El interior de la persona es la dimensión desde donde la sociabilidad florece como praxis, a medida que aprendemos a vivir juntos (Bezzina, 2009).
Cuando hablamos de persona, por lo tanto, nos referimos a estar con otros, estar en relación con otros. Las relaciones hacen del individuo, como ser aislado, persona, liberan a la persona hacia un horizonte lleno de sentido. Es la relación que rompe la individualidad que la lleva más allá del yo para encontrarse él/ella mismo/a en los demás. Esto nos ayuda a conceptualizar la diferencia entre el individuo y la persona. Nos ayuda a apreciar el significado de trabajar en red dentro de las instituciones.
Es en este contexto donde vemos florecer el liderazgo. Es un liderazgo que nutre de sentido y propósito a uno mismo y a los demás. Tal conceptualización del liderazgo nos ayudará a apreciar lo que sigue en la segunda parte de este artículo, donde presentamos las características que consideramos centrales para el crecimiento personal y colectivo y que, a su vez, pueden tener un impacto duradero en nuestros encuentros.
Referencias
[1] Ley Orgánica General de Ordenamiento del Sistema Educativo
[2] El advenimiento de la sociedad postindustrial y del conocimiento y la progresiva integración del país en la CEE
[3]Entendiendo la esencia desde una perspectiva filosófica, como aquello invariable y permanente que constituye la naturaleza de una cosa (Ferrater ,1990). Es decir, aquellas cuestiones en la noción de liderazgo replicables en una organización humana, independientemente de tendencias ideológicas y/o contextos profesionales o geopolíticos.