Rescatan Ignacio Calderón y Paula Verde en Reconocer la diversidad (Octaedro, 2018) el caso de Michael Schumacher, famoso piloto de Fórmula 1 que hace diez año sufría un terrible accidente y sobre el que un reputado neurólogo manifestó en una entrevista posterior: “Si Michael Schumacher sobrevive, no va a ser Michael Schumacher”. En la actualidad, los medios se hacen alguna vez eco de su situación, que pocas personas conocen. Jean Todt, el que fuera jefe del piloto alemán en su gloriosa etapa en Ferrari, dijo hace poco en otra declaración en L’Equipe que «Michael está aquí, así que no le echo de menos. Simplemente, ya no es el Michael que solía ser». Es ahora —continúa— “una persona diferente”.
Las aulas están repletas de esa concepción terapéutica de la diferencia. De una diferencia que no es la que esperamos cuando, ilusionados, entramos en una clase el primer día de septiembre y, cuando va pasando el tiempo, nos damos cuenta de que otra vez se cumple una máxima que se repite de forma cíclica curso tras curso: “no puedo llegar a todos”.
A partir de la idea de que la diferencia enriquece, fundamental para lograr la convivencia entre culturas y la cohesión social, la inclusión se va incorporando como derecho básico no solo a los ordenamientos jurídicos, sino también a nuestras formas de comprender la vida. Pero cuando atender y, sobre todo, entender la diversidad se convierte en labor ineludible del quehacer docente, surgen las verdaderas dificultades y nace la narrativa de la llamada “falsa inclusión”: determinadas diferencias comienzan a verse cada vez más en las aulas ordinarias (antes se excluían de entrada) pero con condiciones de escolarización que no atienden a sus necesidades reales, para que puedan ser tratadas como una más. Algo se nos ha quedado en el camino.
Es entonces cuando ahora sus nombres, los de estas alumnas y alumnos diferentes, como el de aquel famoso piloto del que nadie habla, “ya no son”, sino que permanecen invisibles en la pluralidad de voces e identidades que pueblan cada clase. En ese momento es cuando llega a hablarse de falsa inclusión o inclusión fallida, sin recursos. Sin más, dejan de estar.
En entornos, espacios y situaciones discapacitantes, quienes son tratados como diferentes con mayúsculas no pueden ser alguien, ya que atenderlos supone un esfuerzo extra, y las ratios casi siempre son elevadas, las aulas son cada vez más complejas y el tiempo, cada vez más escurridizo. Cuando eso ocurre, los “no entiende”, “no trabaja, “no hace caso” o “se dispersa mucho” inundan el relato de un cuerpo docente exhausto, incapaz de llegar a todos. El despliegue político de la universalización del éxito escolar resulta fallido ahora, cuando casi ninguna educación es especial porque cada cual lo es, según los principios que reconstruyen el sistema escolar para convertirlo en un proyecto social digno de ser eternizado.
El plan que trazamos para hacer de la inclusión un principio rector del entramado educativo fallará si se siguen encadenando a las patas de la escuela los errores de siempre, que son los que viralizan esa idea de falsa inclusión —que realmente no es inclusión—. No siempre la cantidad de estudiantes por clase es asfixiante, pero sí me atrevería a decir que en la totalidad de los casos el profesorado tiene a demasiados estudiantes a su cargo, lo que provoca que nunca llegue siquiera a conocerlos bien (ahora se llama personalización del proceso de enseñanza-aprendizaje) ni a aplicar una evaluación formativa como se merecen. Esto se agudiza en Secundaria y con docentes que imparten materias solo de dos o una hora a la semana.
En ese poco tiempo, cada clase se convierte en una inmersión angustiosa dentro de un mar de siglas: desde los Trastornos Generalizados del Desarrollo hasta los de Déficit de Atención, pasando por el Espectro Autista, entre otras. Detrás de cada sigla se buscan respuestas o, más imperiosamente, soluciones, para que pueda seguir teniendo algo de sentido el escaparate del “que nadie quede atrás”.
En la escuela actual, por muchos motivos, sí que existe alumnado falsamente incluido; un alumnado que sufre junto a la impotencia de sus familias la incomprensión de su diferencia cada día, y es carne de marginación, como aquel piloto de Fórmula 1 del que ya nadie habla. Rodeados de escenarios, situaciones y entornos discapacitantes, de barreras, el estudiante cuya identidad no encaja en una supuesta normalidad que no existe ve limitado el desarrollo de su personalidad cada instante que se procura alcanzar uniformidad curricular, en medio de aulas plagadas de diferencias. Este principio de actuación, erróneo en su planteamiento de partida y que exige una reestructuración de los cimientos de la escuela, poco tiene que ver con aquellas ideas que lanzaba John Rawls cuando, en Teoría de la Justicia (1971), decía que “lo que puede ser justo o injusto es el modo en que las instituciones actúan respecto a estos hechos”. Y lo que está claro es que intentar darle a todos lo mismo rodeados de este falaz entendimiento de inclusión es, cuanto menos, injusto.
Todo esto exige repensar el sistema educativo desde sus arterias, que son los propios docentes, con identidades aferradas a conocimientos, vivencias y sesgos de la escuela en la que aprendieron, muy diferente a la de hoy. Avanzar en la eliminación de los muros en el diseño de nuestros planteamientos de clase, lo que hoy llamamos DUA, es un paso clave que ha de irse dando. Pero tiene que darse despacio, una vez aprendamos a identificar qué dificultades tienen determinados estudiantes en el acceso, la presentación y la representación de la información que se maneja en una sesión, lo que impacta, entre otros, en la motivación o el interés que les despierta aprender algo.
Pero también pasa por la implicación de una forma de política institucional que apueste por incrementar los apoyos y recursos que se prestan al trabajo que se hace con la vulnerabilidad en cada centro, distrito o región, a la lucha contra la segregación o para atenuar la rigidez de una organización escolar que castiga a aquellos docentes más inclusivos y permeables a la hora de desarrollar su trabajo. Pero también a aquellos que encuentran en la pared de cada aula o en cada requerimiento burocrático el inconveniente que impide propiciar una inclusión verdadera, en su estadio justo.
Todo ello para que no nos ocurra como al erizo de aquella parábola del filósofo alemán Schopenhauer que, cuando estaba lejos de otro, pasaba frío (estaba excluido) pero que, cuando se acercaba demasiado y sin la protección adecuada a un erizo vecino, corría el riesgo de pincharse con sus púas, como quien se desangra cada día con una inclusión mal entendida por intentarnos acercar demasiado a la meta sin dar los pasos previos y situar la inclusión en el lugar exacto; no solo dónde, sino de la manera en la que cada cual se merece.