Hoy le han retirado la custodia de su hijo, un menor de edad, preadolescente, que estaba en situación de riesgo desde el momento en que nació y cuya vulnerabilidad estaba en conocimiento de las autoridades desde hace muchos años. Desconozco cómo ha sido el proceso de la retirada, no sé si han ido al colegio a buscarlo —no sé siquiera si estaba en el colegio—, no sé si habrá podido recoger sus pertenencias para llevárselas consigo, su valioso álbum de cromos de Pokémon, por ejemplo.
Tampoco sé cómo ha reaccionado mi padre al enterarse. Cualquier reacción cabe dentro de un cerebro maltratado por las drogas durante décadas. No sé si debo tener miedo por mi familia o por él mismo, no sé nada.
Lo que sí sé es que cuando yo tenía doce años, quizás trece, avisé en la escuela de que en mi casa pasaban cosas que no estaban bien. No supe llamar las cosas por su nombre porque desconocía un vocabulario que hoy para mí es tan habitual: abuso sexual dentro de la infancia y la adolescencia. Denuncié los primeros pasos de los abusos: “Maestro —le dije al profesor de Educación Física cuyo nombre y cuya cara no olvidaré jamás—, mi padre se lleva mujeres a casa y hace cosas cuando yo estoy allí; el otro día, llegué y estaban desnudos en mi cama. Maestro, no quiero ir a mi casa, tengo miedo”. Se lo dije en un recreo, en el patio, sudando de calor, aterrorizada, pero sin llorar. “Bueno, tú tienes que tener en cuenta que tu padre es un hombre y tiene necesidades”.
Recibir esa respuesta cuando eres una niña y estás pidiendo ayuda, cuando intuyes que algo va mal, pero no lo puedes afirmar con rotundidad porque estás llena de dudas y miedos, te lanza el claro mensaje de que el problema está en tu mente y no es real.
“Desdramatiza”, me dijo otro profesor cuando le conté cómo un amigo de mi padre me había violado en mi propia casa, con mi padre, su cómplice, en la habitación de al lado. Compartí esa historia en Niña vieja: la negra, la blanca y la mora (2023, Insensata Editorial Poética) con dos compañeras víctimas del mismo delito (Isis Carratalá y Sahida Hamido), cansadas de vivir a solas las secuelas del abuso en el hogar y el abandono institucional. Hicimos poesía de nuestro dolor, pero la realidad se impone y el maltrato sistemático continúa.
Ahora hay un menor de edad en un lugar desconocido rodeado de gente a la que no conoce y con la que va a tener que convivir no sabemos por cuánto tiempo. Víctima de ese mismo hombre sobre cuya pista ya había intentado yo poner a las instituciones hace treinta años.
Esto, S. H., profesor de Educación Física que ignoró mi denuncia, también es culpa tuya. Hago lo que me enseñó mi padre: te señalo, te responsabilizo de que hoy haya en el mundo una vida llena de cicatrices y otra, llena de heridas abiertas que van a doler mucho.