El concepto de currículo
En España el concepto de “currículo” no se generalizó hasta que la LOGSE (1990) incorporó un modelo (el constructivismo y la teoría del aprendizaje significativo) de influencia anglosajona. Tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos, el concepto (habitualmente mencionado en la forma latina curriculum, curricula, en plural) sí estaba generalizado desde comienzos del siglo XX. La obra clásica de Lawrence Stenhouse Investigación y desarrollo del currículo, por ejemplo, no se tradujo al castellano hasta veinte años después de la publicación original en 1975. Con anterioridad, en los centros educativos españoles se hablaba simplemente de “programa” o “programación”.
¿Qué importancia tiene este cambio conceptual? Creo que el principal tiene que ver con el hecho de que en la concepción curricular la educación es vista como un proceso complejo en el que todos sus componentes, no solo los contenidos, tanto conceptuales como actitudinales y procedimentales, sino también la metodología, los recursos didácticos y los procedimientos y criterios evaluadores, deben ser comprendidos como un todo interrelacionado, cosa que no resultaba igualmente obvia bajo la perspectiva del “programa”. En este artículo voy a fijarme en exclusiva en la evaluación, para destacar de qué modo los criterios evaluadores influyen de manera determinante en los restante componentes curriculares.
En realidad, se trata de una obviedad que todo profesor o profesora conoce bien a través de su práctica. Pero por eso mismo resulta tanto más sorprendente que aún hoy en los debates sobre política educativa, así como en los diseños de la programación curricular de los centros, la evaluación no ocupe apenas un lugar relevante y a menudo se deje al albur de las decisiones individuales del profesorado; con la excepción de pruebas formales como las de acceso a la universidad (sin que con esto se deba entender que sugiero que estas pruebas, tal y como se aplican en la actualidad, sean el modelo óptimo que yo defendería). La extrañeza debería ser aún mayor si tenemos en cuenta las ásperas discusiones alrededor de la “progresión automática” de curso o sobre la posibilidad de acceso al título en la ESO o en bachillerato con materias suspensas. ¿Cómo es posible debatir con algún rigor sobre estas cuestiones sin tomar en cuenta previamente el modo en que se ejercen de hecho los procesos de evaluación y cuáles son los criterios de evaluación empleados?
El peso de la evaluación
Comencemos por lo más elemental: no hay la menor duda del peso importantísimo que la evaluación tiene en la educación. Esto lo saben bien, por supuesto, el alumnado y el profesorado, lo saben también las familias. Ese peso determina una primera escisión en la valoración de las materias. Hay materias de primer orden (matemáticas, lengua, historia, idioma extranjero), en relación a las cuales existe el consenso en la comunidad educativa de que la “nota” (el resultado de la evaluación) es de la mayor importancia para la determinación del éxito escolar, mientras que hay otras de menor peso, hasta llegar a las “marías” (Educación Física, Plástica, optativas como Religión, Ética, Educación para la Ciudadanía, Valores o similares) cuya nota apenas es apreciada. Esto lo sufre, naturalmente, el profesorado, que a priori se ha de enfrentar al desinterés de buena parte del alumnado. Y lo sufre el propio alumnado en forma de una importante carencia en su formación, aunque no sea consciente de ella. Para colmo, reformas legislativas conservadoras como la LOMCE consagraban en ese momento esta diferencia valorando de forma distinta las materias a la hora de promocionar de curso. En medio de tantos desaforados lamentos sobre la (supuesta) “caída de nivel” en la formación del alumnado, de la que se acusa a las nuevas leyes reformadoras, no hay lugar para señalar el gravísimo desinterés que la enseñanza institucional española ha venido mostrando tradicionalmente en lo que respecta a la educación físico deportiva y las enseñanzas artísticas. Una señal más de que se trata de un debate gravemente contaminado por una defensa conservadora del statu quo predominante en nuestro sistema educativo, que percibe en los cambios introducidos por las nuevas leyes una amenaza a su supervivencia. En este contexto, cualquier pretensión de introducir una nueva área o materia en el currículo, y que aspire a que esta llegue a consolidarse y adquiera “dignidad” en la jerarquía de los estudios, debe ir acompañada de una intervención paralela en cuanto a los criterios evaluadores.
Sobre la ESO y la «egebeización»
Es conocida cierta cultura profesional implícita según la cual un buen profesor tiene que ser un profesor “exigente”, que suspende mucho. También que la evaluación es un proceso “objetivo” y que, por lo tanto, tratar al alumnado de forma desigual, teniendo en cuenta su punto de partida y/o sus capacidades, es una “injusticia”. Y (lo más grave de todo) que si los resultados son malos (muchos suspensos) es responsabilidad del alumnado en exclusiva. Creo que, al contrario, así como damos por supuesto que hay malos alumnos, es preciso aceptar que también habrá malos profesores. O lo que es lo mismo: que, así como se evalúa al alumnado, también el profesorado debería ser evaluado regularmente, cuando lo cierto es que en España la evaluación del profesorado adolece de un olvido sistemático. Pero es que, además, hay al menos un tercer elemento a considerar que no se suele señalar: que la causa del fracaso escolar puede estar en una errónea selección del contenido del currículo. A nadie se le oculta que si (digamos una obviedad) se exigiese conocer la tabla de multiplicar en el primer curso de Primaria, el fracaso del alumnado estaba asegurado.
Pues bien, quizás el nivel de conocimientos que el currículo exige para el alumnado de secundaria y bachillerato es inadecuado, no de acuerdo tan solo con la lógica disciplinar (presuponemos que responde a unos contenidos accesibles con el conocimiento de los contenidos adquiridos en las etapas y niveles previos) sino con la cognitiva.
Es decir, en el caso de la enseñanza obligatoria, ese nivel debe ser concebido según una adecuación a las capacidades cognitivas que atribuimos, no a la mayoría, sino a la totalidad de los adolescentes de unas determinadas edades con un desarrollo intelectual sano, y no como una prueba a superar para acceder a un nivel superior, determinado al margen de aquella adecuación cognitiva. Esto es lo que se olvida cuando se acusa a las reformas educativas de haber efectuado una “egeibización” del bachillerato con la introducción de la ESO. Y esta es la razón por la cual precisamente esta nueva etapa educativa, derivada de la ampliación de la enseñanza obligatoria, se ha convertido en el principal campo de batalla de todos los debates en torno a las leyes reformistas. Lo que está en juego es decidir si es posible y deseable una enseñanza concebida para cualificar a los futuros ciudadanos y ciudadanas con unas competencias mínimas comunes para ejercer como tales en una sociedad democrática, o si continuamos aferrados a la vieja concepción elitista, según la cual la función de la enseñanza secundaria es exclusivamente expulsar a los “malos” alumnos, convirtiendo los procesos de evaluación en una sucesión de pruebas selectivas.
Para concluir esta primera aproximación al tema de la evaluación, propongo esta hipótesis: el error en el diseño del currículo, excesivamente cargado de contenidos, muchos inadecuados para el desarrollo cognitivo general del alumnado al que van dirigidos, cabe atribuirlo a una inercia derivada de la concepción estrictamente propedéutica del bachillerato, que originalmente no era sino una formación preparatoria para el acceso a los estudios universitarios, en sociedades fuertemente elitistas que predeterminaban que solo una parte mínima de la población llegaría a cursarlos.
En una sociedad democrática, comprometida por una parte en proporcionar a la totalidad de la población un acopio de conocimientos básicos comunes, y en garantizar por otra igualdad de oportunidades para poder acceder a los estudios superiores, los criterios de selección del currículo deben ser otros. Unos criterios según los cuales que una parte importante del alumnado fracase no puede seguir considerándose algo de lo que los únicos responsables son los alumnos.
1 comentario
Absolutamente de acuerdo. Pero necesitamos más cambios radicales. Por ejemplo, en la formación inicial del profesorado, especialmente de Secundaria.
Gran artículo.
Pepe.