Habla de la confrontación entre el Aquí y Ahora y la inteligencia artificial. ¿De qué o de quién depende que uno u otro gane?
Depende sobre todo de cada uno de nosotros. La vida en el Aquí y Ahora, la vida en la que estás plenamente presente, ha sido la predominante en la historia humana. Es lo que experimentamos en los momentos más importantes de nuestra vida, cuando haces algo que realmente te llena. Si recuerdas los mejores momentos de tu vida, serán instantes en los que estabas plenamente allí, con esa persona, en ese lugar, con ese paisaje, con esa música, con lo que sea. Sin embargo, hoy en día, estas tecnologías que se han expandido masivamente desde 2010 nos invitan sistemáticamente a salir del Aquí y Ahora; están diseñadas para ser adictivas y mantenernos enganchados. Son maravillosas y nos permiten acceder a música, literatura y cosas fantásticas, pero están hechas para ser adictivas, y eso provoca que, sobre todo en los adolescentes, generen un aumento de problemas. Entre 2010 y hoy, los problemas de ansiedad y depresión entre adolescentes en Estados Unidos se han más que duplicado. Las cifras son similares en todo el mundo. La IA hace que todo sea más adictivo porque identifica exactamente qué te interesa a ti. ¿No te gustan las películas de violencia? Te buscarán vídeos de gatitos o flores o lo que sea. ¿No te gustan las flores? Buscarán cualquier otra cosa que te atraiga. Lo que a ti y a mí nos gusta, lo encontrarán. A veces es fantástico porque realmente te interesa, pero podemos quedar atrapados para siempre. Además, la IA tiene muchas otras implicaciones. Permite que las guerras de hoy sean mucho más mortíferas, con drones que matan personas automáticamente, sin supervisión humana, o que hagan explotar dispositivos en el Líbano. La IA, con moderación, podría ser una herramienta interesante, pero me niego a llamarla inteligencia artificial. Que el Aquí y Ahora prevalezca depende de que podamos resistir la tentación de estar permanentemente conectados a las pantallas y que aprendamos a usarlas como instrumentos. Usadas como herramientas pueden enriquecer nuestras vidas, pero si, en lugar de ser un medio, nos controlan, se ha comprobado que esto degrada nuestra capacidad de atención, empatía e inteligencia. Hay estudios sobre cada uno de estos tres aspectos que relacionan el uso masivo de dispositivos digitales con su degradación, sobre todo entre la población más joven.
En lugar de inteligencia artificial, prefieres hablar de invasión algorítmica.
Sí. Llevo casi diez años explicando que esto no es inteligencia. Etimológicamente, inteligencia remite a la capacidad de entender. Si no hay capacidad de entender, no hay inteligencia. La inteligencia requiere conciencia, experiencia. Puedes pedirle a un programa de IA que traduzca un poema de Verdaguer o de otro autor al inglés. Supongamos que lo traduce bien, pero no habrá entendido absolutamente nada del poema. Sabrá que «azul» debe decirse «blue» y que «montaña» debe decirse «mountain», podrá estructurarlo gramaticalmente y quizás hacer que las sílabas y la rima cuadren. Pero lo que el poeta quería transmitir, la máquina no lo comprenderá. Si el poema habla del viento, nunca ha sentido el viento. Si habla de la lluvia, nunca ha sentido la lluvia. No tiene experiencia. De la misma manera que una calculadora nunca entenderá el teorema de Pitágoras, aunque pueda calcular una raíz cuadrada al instante. Nosotros podemos entender el teorema si refrescamos nuestra memoria. Estas máquinas no entienden nada. Lo que hacen es calcular, analizar, clasificar, sobre todo calcular. Son herramientas de cálculo. Este año he tenido debates con dos expertos en inteligencia artificial y ambos me dijeron públicamente que la IA no es inteligencia. Las personas que trabajan en este campo lo reconocen, pero se ha popularizado llamarla inteligencia. En uno de los debates, uno de estos expertos reconoció que probablemente se ha popularizado llamarla así porque atrae más inversión. Si dices que es un sistema de imitación de la inteligencia, no atrae inversores. La palabra «imitación» es clave aquí. Alan Turing, uno de los personajes que impulsó la revolución de la IA en los años 50, habló de imitación. Se preguntó si las máquinas pueden pensar y dijo que no lo sabemos, pero que si logramos que imiten, que nos hagan creer que piensan, eso ya sería suficiente. Se trata de una imitación de la inteligencia, no es verdadera inteligencia, pero hablar de imitación no atraería inversores como lo hace hablar de inteligencia, porque la promesa de lo que podrían desarrollar en el futuro resulta mucho más seductora. Como el acrónimo IA ya está establecido, propongo llamarla técnicamente Imitación Algorítmica, una imitación de la verdadera inteligencia. Imitación para mantener una descripción técnica y objetiva, y hablando de sus consecuencias podríamos llamarla Invasión Algorítmica. Por ejemplo, dentro de cinco años, en lugar de que venga una persona como tú a entrevistarme y compartamos experiencias humanas, que nos miremos a los ojos, podrían simplemente enviarme un robot que reformule preguntas en función de mis respuestas.
Un programa de IA te traducirá al inglés un poema de Verdaguer, pero no habrá entendido absolutamente nada de lo que dice
A mí me gusta hacer entrevistas.
El robot puede que no solo lleve preguntas programadas, sino que, según cómo las responda, reoriente las siguientes. Es perfectamente previsible que las entrevistas las realicen sistemas de IA. Y lo mismo ocurre con la mayoría de trabajos que hacemos las personas hoy en día. Así que existe la paradoja de que estamos simultáneamente personalizando a los robots y robotizando a las personas. Cada vez hay más personas que se sienten robotizadas, que sienten que en el trabajo les hacen actuar como autómatas. Trabajadores de Amazon han protestado con pancartas que dicen explícitamente «We are not robots» («No somos robots») porque se les trata como tales. Es más eficiente para el sistema, pero no somos robots, no somos una pieza del engranaje. Si los trabajadores son personas, tienen derechos y hay que cuidarlos un poco.
No sé si hacer entrevistas, pero los robots son útiles para transcribirlas.
Eso sin duda. Que tienen ventajas prácticas no lo duda nadie, pero de la misma manera que pueden sustituir el trabajo de transcribir, que es muy aburrido, también pueden reemplazar trabajos más creativos. Esto ya está ocurriendo. En los últimos dos años, sistemas de IA han ganado premios de fotografía y pintura destinados a humanos. Los jueces no se dieron cuenta. Un fotógrafo en Estados Unidos lo hizo a propósito para llamar la atención sobre este tema. Si pueden hacer producciones creativas con fotografía, pintura o música, supongo que una entrevista no tardarán mucho en poder realizarla. Existe una prueba llamada el test de Turing, que consiste en interactuar con una pantalla sin saber si quien está detrás es una persona o un sistema de IA. Hoy en día hay muchos diálogos con ChatGPT en los que en ocasiones podrías dudar si quien te está respondiendo es un sistema algorítmico o una persona. Dices que te gusta hacer entrevistas. Hacemos muchas cosas que las máquinas podrían reemplazar, pero que nos gusta hacer, que dan sentido a nuestras vidas y, por tanto, no es un desastre que sigamos haciéndolas nosotros. Hay trabajos pesados que, si los hace una máquina, mucho mejor. Si una excavadora mueve dos toneladas de tierra, es más fácil que hacerlo con pico y pala. Pero para las cosas creativas, no es necesario. ¿Queremos que la IA nos escriba los poemas, nos pinte los cuadros y nos haga la música?
Los defensores de la IA dicen que eliminan puestos de trabajo, pero crean otros.
Lo que sucede es que por cada uno que generan, quizás eliminan diez. Los generan en el ámbito de la informática y de la IA, que evidentemente es un sector en crecimiento. Pero precisamente los trabajos más relacionados con la programación también serán de los primeros en desaparecer porque a los sistemas de IA les resulta más fácil programar ellos mismos. En el libro hablo de la mente algorítmica orientada a calcular, analizar y clasificar, que es una parte muy útil de nuestra mente, no solo para las matemáticas sino para la vida cotidiana, y de la mente holística, que tiene que ver con la creatividad, la intuición, la percepción de las relaciones, la visión de conjunto, la empatía, la compasión, la conciencia, etc. Diversos autores de la historia del pensamiento han dejado claro, desde Platón hasta Goethe y muchos otros, que esta es la inteligencia más humana, más elevada, no la de calcular. Tener una calculadora para hacer cálculos matemáticos es fantástico, pero parece que hay un proyecto para ir sustituyendo lo específicamente humano en todos lados. Por ejemplo, los profesores en las escuelas e institutos cada vez tienen menos protagonismo y más protagonismo tienen las pantallas. Por tanto, a diferencia de cuando tú y yo íbamos a clase, el sistema se orienta a que la mayoría de los profesores presenten un PDF y lo expliquen. En muchos casos, y esto me lo han comentado profesores, se sienten como gestores del sistema informático. Están más preocupados de que el aula virtual funcione que de que los estudiantes aprendan los contenidos de la materia. Hace poco revisaba los cursos que ofrece la Generalitat a los profesores y la mayoría no son para profundizar en su asignatura -saber más historia, más inglés, más matemáticas…- sino para aprender a utilizar los sistemas informáticos, con lo que estamos llevando al profesorado hacia una mente mucho más algorítmica y menos humana. Al mismo tiempo, introducimos pantallas para todos los alumnos cuando hay muchos estudios que demuestran que casi nunca mejoran el aprendizaje y que siempre se aprende más leyendo en papel que en una pantalla. Cualquiera que tenga hijos adolescentes sabe que, cuando tienes la pantalla encendida, la frontera entre seguir la clase y trabajar o ponerte a jugar es muy difusa y es muy fácil presionar un botón, entrar en un videojuego o empezar a chatear, y si viene el profesor, volver rápidamente a la pantalla anterior. Esto ocurre continuamente y es un desastre para el aprendizaje. Entonces, ¿qué ganamos con esto? Nosotros no ganamos nada. Google, Apple, Microsoft, etc., sí que ganan mucho.
Por cada puesto de trabajo que crea la IA elimina diez
Hablaba usted de la mente. Hace tiempo se decía que las mujeres usaban más el hemisferio derecho y los hombres, el izquierdo. Eso ha cambiado.
Sí, eso ha quedado superado.
Dice que el hemisferio derecho es más humano, más creativo, y el izquierdo, más algorítmico.
Hace cerca de 50 años se empezó a constatar ampliamente que hay diferencias entre los dos hemisferios. Roger Sperry, a quien cito en el libro, ganó un premio Nobel estudiando este tema. Lo que terminó por popularizarse eran ideas demasiado dicotómicas, como que si los hombres y las mujeres, que si para las matemáticas usamos un hemisferio y para la pintura usamos el otro. Todo esto fue desacreditado porque sabemos desde hace mucho tiempo que ambos hemisferios participan en todo lo que hacemos, ambos intervienen cuando hacemos matemáticas, pintamos, etc. El psiquiatra, neurocientífico y filósofo británico, escocés, Iain McGilchrist, con quien estoy en contacto, publicó hace tres años un libro de 1,500 páginas con 5,600 referencias, en su mayoría estudios neurocientíficos de los últimos veinte años que muestran peculiaridades del funcionamiento de un hemisferio y del otro. Hay que aclarar que no todas las personas tienen los hemisferios ubicados de la misma manera. Cada persona tiene una configuración cerebral bastante única, pero sí es cierto que en toda persona hay un hemisferio más orientado a clasificar, analizar y aislar cosas, y otro más orientado a ver las relaciones, el conjunto, percibir el movimiento, las cualidades, los detalles, los matices. Este es el hemisferio que tiene empatía.
¿El hemisferio derecho?
Sí. Las personas definidas técnicamente como psicópatas no tienen empatía; no tienen que ser sádicas, pero si hacen daño no sienten ninguna culpa. Cuando se han realizado estudios, se ha visto que tienen una actividad exagerada en el hemisferio izquierdo y una actividad muy reducida en el hemisferio derecho. Resulta que buena parte de los cargos más altos de poder en la actualidad atraen a este tipo de personas porque si eres una persona con mucha empatía y sensibilidad, no querrás estar al frente de una gran multinacional o de un país que maneja muchas armas.
¿Habría que potenciar más el hemisferio derecho?
La conclusión de Roger Sperry y de McGilchrist es que las actividades del hemisferio izquierdo, basadas en calcular, especificar, analizar, están absorbiendo al mundo y desplazando o eclipsando las actividades propias del hemisferio derecho, relacionadas con las cualidades, las relaciones y la visión de conjunto. Por ejemplo, lo que decíamos de la educación centrada en los maestros, en las personas, la de toda la vida, que está siendo desplazada por una educación centrada en las máquinas, en las pantallas de los alumnos y la pantalla del aula. Esto orienta a una forma de pensar mucho más mecánica, analítica, calculadora, en lugar de tener una forma de pensar que integre todo eso que es muy útil pero que, a la vez, vea las relaciones, el contexto, tenga empatía, etc. Sperry y McGilchrist llegan a la conclusión de que se está imponiendo la manera de ver el mundo del hemisferio izquierdo, que es muy útil, pero no debería tener la última palabra porque no tiene visión de conjunto. La mente algorítmica es útil como un instrumento que permite calcular qué vas a comprar, pero la mente holística es la que te dice por qué quieres esos productos, que es lo más importante. Saber si es más barato comprar una cosa u otra está bien, pero la cuestión más importante es por qué quieres comprar ese libro o esa fruta. ¿Qué vas a hacer con ello? ¿Regalarlo? ¿Organizar una fiesta? Vamos hacia un mundo cada vez más instrumental, centrado en la eficiencia tecnocrática, pero que se queda cada vez más huérfano de valores, de grandes preguntas y de grandes horizontes. Los políticos se dedican, como ellos mismos dicen, a apagar incendios, a resolver cuestiones de manera práctica a corto plazo, pero no tienen visión a largo plazo. Estoy plenamente de acuerdo con el diagnóstico de que esta manera algorítmica de ver el mundo está desplazando la manera de ver el mundo más propiamente humana. Lo veo por todas partes, y cuando veo filas de adolescentes que están cada uno con su móvil y casi no se miran entre sí, pienso que algo está pasando que no habíamos previsto hace 30 o 40 años.
Dice que no hay diferencia en cómo abordan esta cuestión los políticos de derecha e izquierda.
No. En general, en esta lucha contra la invasión algorítmica no veo diferencia entre izquierda y derecha. La diferencia entre izquierda y derecha era muy clara cuando terminó la dictadura. Ahora no lo es tanto; está todo mucho más mezclado. Jonathan Haidt, en el libro que se ha traducido al castellano como “La generación ansiosa”, recoge una serie de evidencias sobre cómo entre 2010 y 2015 hubo un proceso que cambió el funcionamiento del cerebro de los adolescentes, pasando de crecer en un mundo centrado en el juego que hacíamos en la calle, más o menos espontáneo, a un mundo centrado en las pantallas, de una infancia y adolescencia con tiempo libre centrado en jugar a otra centrada en las pantallas. Esto tiene una serie de repercusiones, como la pérdida de sentido de comunidad y la capacidad de comunicarse cara a cara con las personas. Hoy en día tenemos la primera generación de la historia que tiene gran parte o buena parte de sus comunicaciones sin mirarse a los ojos, sino escribiendo. Escribir está muy bien si tienes un amigo en Nueva York, pero a veces estamos escribiéndonos con alguien que está aquí al lado. La comunicación plenamente humana es aquella en la que vemos los gestos, las miradas, etc. Es así como nos entendemos, porque cuando escribimos, a veces hay malentendidos. Tú dices algo con un tono y la otra persona lo entiende con un tono completamente diferente. Cuando estamos cara a cara, puedes ver si la otra persona te mira con desconfianza, si está de acuerdo, si tiene empatía, si se está aburriendo con lo que le dices… Como han dicho Sperry y McGilchrist, parece que hay una invasión de la experiencia humana por parte del hemisferio izquierdo, o lo que yo llamo la mente algorítmica. El impacto de la transformación digital aquí lo veo sobre todo en el hecho de que aumenta la polarización política de todo tipo porque cada uno solo escucha a su grupo. Es decir, antes, en la calle, en la plaza o donde fuera, escuchábamos opiniones diversas. Podíamos ser de una línea u otra, pero sabíamos que existían los demás. Hoy es muy fácil encerrarse en tu burbuja y, si tú eres de un color político, solo escuchas a los de tu color. Si eres de otro color, solo escuchas a los de ese color, y te olvidas de que existen otros puntos de vista que tal vez también son defendibles hasta cierto punto. Esta polarización la estamos viendo en todas partes. Cada uno se encierra más en su burbuja, y vamos creando un mundo más individualista.
¿El avance de la extrema derecha tiene que ver con esta invasión algorítmica?
Un factor es que el uso de las tecnologías digitales, al menos tal como lo estamos haciendo ahora, lleva a un aumento del individualismo, a una disminución de la empatía. Una manera muy simple, casera, de explicar la diferencia entre izquierda y derecha es que la izquierda tiene más empatía con los pobres, con el Tercer Mundo, con los desfavorecidos, y la derecha tiene menos. Si tenemos una tecnología que nos invita a aislarnos en nuestra burbuja, a tener solo relaciones virtuales, a mirar menos a los ojos del otro, sin empatía, una tecnología que individualiza y fomenta el pensamiento algorítmico, necesariamente aumenta las actitudes que tradicionalmente se han considerado de derecha.
Pero en el libro dice que está en contra de la censura en las redes sociales.
Estoy en contra de la censura de la libertad de expresión porque es un fundamento de toda sociedad democrática, que parte originariamente de una ágora en la que diversas personas con diversas posturas puedan decir lo que piensan y debatir, etc. Hay contenidos en las redes sociales que son tóxicos, como la pornografía infantil. Es muy legítimo y necesario que se persigan. Lo que está pasando en muchos casos es que se aprueban normas, como la nueva legislación europea de restricción del uso de las redes, donde se pone la excusa de perseguir contenidos tóxicos como la pornografía infantil, pero a largo plazo lo que se ve es que la pornografía infantil no se persigue, sigue igual, y en cambio, se censura a disidentes, personas que están expresando opiniones legítimas. Por ejemplo, tenemos el caso de los «Twitter files», los archivos de Twitter que salieron en Estados Unidos cuando Elon Musk, un personaje peculiar, compra Twitter y pone a disposición de quien quiera investigarla toda la correspondencia que tenían allí de la época de la Covid, y entonces sale a la luz cómo el gobierno de EE.UU. quería prohibir informaciones sobre la Covid y los negocios oscuros del hijo del presidente. Twitter y Facebook participaron en esta operación. En el caso de la Covid, se censuraba la opinión de médicos con gran experiencia profesional, incluso premios Nobel. Todas las ciencias aplicadas evolucionan a base de contrastar diferentes perspectivas y, a menudo, la teoría que se ridiculizaba un día, al cabo de una generación, resulta ser la teoría oficial. La gente, en su día, se reía de Darwin, de Galileo y de Einstein, y luego se vio que sus teorías explican mejor los hechos que las anteriores. La ciencia, igual que la democracia, necesita debate. En el caso de la Covid, todo ese debate se suprimió y no solo se suprimió, sino que se atacó personalmente a las personas que tenían opiniones diferentes, como Joan Ramón Laporte o yo mismo en el caso de Cataluña. Zuckerberg reconoció hace poco que Facebook censuró publicaciones durante la Covid que no debía haber censurado. Una de las instrucciones de las autoridades americanas a Facebook y Twitter era que se debía eliminar todo contenido que hiciera dudar de las vacunas, aunque fuera cierto. Informaciones sobre personas que se pusieron la vacuna y, a la hora, tuvieron efectos secundarios que constaban en informes médicos no se podían difundir a través de las redes porque había una norma que venía de arriba que lo prohibía. No tiene ningún sentido que se prohíba difundir cosas que son verdad. Va absolutamente en contra del espíritu de la democracia, de la ciencia y del mundo moderno. El mundo moderno nace queriendo superar dogmas y supersticiones. Kant popularizó la frase “Sapere aude” (“Atrévete a saber”). Una compañía farmacéutica solo te hablará, naturalmente, de los efectos más bonitos de un producto suyo. Los efectos adversos los pondrá en letra pequeña y los peores quizás ni te los dirá. Luego sabemos que Pfizer ocultó muchos datos que tenía y que mostraban que sus productos para la Covid no eran de ninguna utilidad para la inmensa mayoría de las personas y, en muchos casos, podían tener efectos terribles. Lo sabían y no lo dijeron.
¿Dejar en manos de personajes como Elon Musk o Mark Zuckerberg unas redes que tienen tanta influencia en nuestras vidas no es una imprudencia?
Es una imprudencia tener un sistema tecnológico que tiene un poder tan enorme de influir en nuestras vidas en manos de cualquier compañía privada, sea cual sea, o en manos de cualquier estado totalitario, el estado chino o el que quieras. ¿Cómo se resuelve esto? No lo sé. Lo que es evidente es que estas tecnologías amenazan todo lo que ha sido sentido común hasta hace poco, hasta hace una generación. Toda opinión que no incluya violencia, que no incluya ataques personales y que esté basada en una visión propia de los hechos debe ser difundida. He firmado la Declaración de Westminster en defensa de la libertad de expresión. También lo han hecho personas como Julian Assange y Edward Snowden, que sufren una situación muy complicada debido a su voluntad de revelar cosas verídicas que no interesan a los gobiernos y que llevaron a uno al exilio y al otro a la prisión hasta hace poco. También la firman Yannis Varoufakis, exministro de Economía de Grecia, científicos reconocidos como Richard Dawkins y Steven Pinker, o el director de cine Oliver Stone, que ha denunciado muchas tergiversaciones de lo que hace el poder. Por ejemplo, empecé a entender qué pasa en Ucrania cuando vi el documental Ukraine on fire que hizo Oliver Stone hace bastantes años. Por lo tanto, si dejamos que, con una excusa sanitaria, política o de otro tipo, se pueda volver a censurar, entonces vamos hacia una sociedad del tipo que describe George Orwell en 1984, donde hay un ministerio de la Verdad que es el que determina qué es cierto y qué no es cierto.
También critica la economía mundial y dice que el capitalismo favorece el mundo algorítmico. ¿Qué interés tiene el capitalismo en difundir esta pasión por los algoritmos?
El capitalismo se ha beneficiado enormemente de la revolución digital. Por un lado, permite hacer transacciones astronómicas en pocos segundos. Cuando yo era pequeño, había que firmar un cheque y enviarlo por correo. Ahora haces un clic y envías millones de dólares de Tanzania a Nueva York o de Uruguay a Suiza presionando un botón. Ha permitido el surgimiento de grandes conglomerados de fondos de inversión como BlackRock y Vanguard, que controlan entre los dos un volumen de capital equivalente al Producto Interno Bruto de toda la Unión Europea. BlackRock ha basado su crecimiento, precisamente, en un sistema informático llamado Aladdin, que es el código informático más complejo que existe. La compañía lo utiliza para decidir automáticamente sus inversiones. Tenemos dinero y este sistema informático va tanteando dónde es más rentable invertirlo, teniendo en cuenta las leyes sociales y ambientales de cada país. Este sistema automático es lo que ha convertido a BlackRock, que hace diez años la mayoría de la gente no sabía que existía, en una empresa que la agencia de noticias económicas Bloomberg considera el cuarto brazo del poder de Estados Unidos. BlackRock y Vanguard tienen acciones en todo tipo de grandes compañías, incluso en algunas que se hacen competencia entre sí, como Coca-Cola y Pepsi Cola. Tienen acciones en Pfizer y en muchos bancos. No significa que muevan los hilos directamente, pero sí que van comiéndose el territorio y, de hecho, según Bloomberg, están en camino de apoderarse de más del 90% de la economía mundial. Esto, sin la revolución digital, habría sido absolutamente imposible. Cuando comenzaron las redes sociales se nos dijo que nos servirían para encontrar amigos y gente que pensara como nosotros, pero también uno de los lemas era que las pequeñas empresas podrían llegar a más clientes. Es cierto, tienes una pequeña empresa y a través de las redes puedes llegar a más clientes, pero ¿qué pasa? La gran empresa de tu mismo sector llega a muchos más clientes aún, y el resultado neto es que el pez grande se come al pequeño. La revolución digital da más velocidad al pez pequeño, pero al pez grande le da mucha más fuerza, y esto es lo que hace, por ejemplo, que se vayan cerrando los comercios locales y las redes de economía local comunitaria se vayan desmantelando, mientras Amazon y las grandes compañías que operan a través de algoritmos ganan cada vez más fuerza.
¿O sea que tenemos las de perder en este combate contra el capitalismo?
Ahora mismo estamos perdiendo. Si tenemos las de perder, no lo sé, pero ahora mismo estamos perdiendo en el terreno psicológico. En el libro hablo de dos exempleados de Google: Tristan Harris y Aza Raskin. A Harris le llamaban el filósofo de Google y Aza Raskin inventó el scroll infinito. Los dos dicen que, en la primera erupción masiva de las tecnologías digitales en las redes sociales, el resultado fue «we lost», perdimos, y que ahora, en 2023, todas estas nuevas herramientas afectan aún peor a nivel psicológico la vida personal y la comunidad. A nivel económico, es indiscutible que la revolución digital dispara las desigualdades, da un poder astronómico a unas pocas empresas tecnológicas. El poder que tienen hoy las grandes empresas tecnológicas nunca lo ha tenido ninguna compañía en la historia de la humanidad, ni ningún emperador. Los grandes conglomerados tienen los ordenadores más potentes y los servidores más potentes, y se acaban comiendo la parte más grande del pastel. Ante todo esto, deberíamos tomar conciencia y limitar de alguna manera la presencia de estas herramientas en nuestras vidas. Limitar no significa lanzarlas por la ventana. Significa contenerlas. Y también debería haber algún tipo de regulación que permitiera la supervivencia, la continuidad de las economías locales, frente a todo un sistema tecnocrático que tiene que ver también con la Unión Europea, que cada vez es más tecnocrática con Ursula von der Leyen, y que hace que cada vez más haya parámetros que responden a la eficiencia técnica y con eso se van resolviendo las cosas sin responder a las cuestiones propiamente humanas o sociales.
A nivel económico es indiscutible que la revolución digital dispara las desigualdades.
Propone que ante este conflicto entre conciencia y colapso, hay que despertar.
Despertar porque es como si estuviéramos bajo un hechizo que nos hace creer que siempre es bueno sustituir lo que es humano, vivo y espontáneo por lo que es mecánico, programable y controlable. Es algo que está pasando en todo tipo de ámbitos, donde se está sustituyendo lo que es humano, vivo y espontáneo por lo que es mecánico, programable y controlable. Las cosas mecánicas, programadas y controlables son muy útiles para muchas cosas, pero no pueden presidir la vida humana porque, si no, se pierde la esencia de la existencia humana, que no tiene que ver con lo que es programable y mecánico, porque la esencia de la vida tiene más que ver con lo que es espontáneo. Uno se siente más vivo cuando hace las cosas espontáneamente. Despertar también tiene otra serie de implicaciones. La palabra buda significa despertar, en el sentido de despertar del espejismo de creer que somos una entidad radicalmente separada del resto del mundo. Crecemos con la idea de que 8.000 millones de personas son 8.000 millones de bolas de billar separadas, y lo que nos dice el sistema es que tenemos que competir a ver quién hace mejores entrevistas, quién tiene más likes, etcétera. Esto es un espejismo que a la larga es tóxico. Despertar significa darte cuenta de que eres parte del conjunto de la realidad y que los 8.000 millones de seres humanos son más bien como 8.000 millones de olas de un mismo océano, más que 8.000 millones de bolas de billar separadas que tienen que chocar entre sí.
¿Y fluir?
Venimos del mundo de la física newtoniana, donde prevalece lo que es estático y el movimiento es una anomalía; empieza y termina, y se supone que el espacio y el tiempo son absolutos. Lo que es importante es lo que es estático, por eso damos valor a los edificios, a las estatuas, a las cosas que son eternas. Las grandes tradiciones de sabiduría de la humanidad, tanto en Occidente como en Oriente, nos hablan mucho más de que la base de la realidad es el dinamismo, que nada es estático. Heráclito, el filósofo griego, ya dijo hace veinticinco siglos que no puedes bañarte dos veces en el mismo río, porque cuando vuelves a entrar es otro río. Pero también las células de tu cuerpo están cambiando continuamente, y cuando te miras en el espejo no eres la misma persona de ayer, no porque tengas más arrugas, sino porque también tienes más experiencias, has conocido a más personas. Nos estamos transformando en múltiples direcciones. Desde el siglo XX, la física cuántica sobre todo y la física relativista nos muestran un mundo mucho más dinámico, mucho menos absoluto. La forma de vivir con esto es aprender a navegar las circunstancias de la vida. Hay toda una psicología centrada en el concepto de fluir, que tiene que ver con dar más prioridad a la espontaneidad que a las normas. Una manera también de fluir es que puedes tener unas ideas políticas a los 18 años y a los 60, 70 u 80 años seguir teniendo las mismas o cambiarlas totalmente. Fluir significa que cuando cambia la música del mundo, darte cuenta de que también nos toca cambiar de perspectiva. Que tengas una ideología, unas ideas políticas, culturales o religiosas, no significa que no puedas cambiarlas. Estamos vivos en la medida en que somos capaces de aprender de las experiencias y transformarnos según lo que vamos viviendo, momento a momento. Goethe dice que si quieres aprender a vivir una existencia humana, debes aprender a morir y renacer, morir y convertirte, no hace falta que te aferres a lo que siempre has sido.
¿Así conseguiremos derrotar la invasión algorítmica?
Así lo que conseguimos es ser menos vulnerables a las tentaciones del mundo digital, porque en la medida en que te sientes arraigado a ti mismo, a un territorio, a una comunidad, a un grupo de personas, tienes menos necesidad de los sucedáneos digitales. Una de las consecuencias del uso masivo de redes digitales que constatan los psicólogos es un aumento muy claro de la soledad y el aislamiento de las personas. Puedes tener miles de contactos, pero la gente se siente más sola porque tenemos menos interacciones con personas reales en el Aquí y Ahora. De lo que sí estoy convencido es de que cuanto más aprendemos a vivir en el Aquí y Ahora, menos vulnerables somos a las tentaciones digitales, y cuanto menos caemos en estas tentaciones, menos contribuimos al hecho de que se estén comiendo el mundo. Aparte de tu cambio personal, hay que promover leyes que limiten el uso de las tecnologías digitales en las escuelas. Esto es absolutamente de sentido común. Todos los psicólogos que conozco que han estudiado este tema llegan a la misma conclusión: el uso de las tecnologías digitales que estamos haciendo en Primaria y Secundaria en las escuelas de Cataluña y en todo el mundo es tóxico. ¿Por qué lo estamos haciendo? Pues porque hay una serie de poderes económicos que han convencido a nuestros consejeros y ministros de Educación de que esto es bueno, sin aportar ningún estudio que demuestre que esto sea así. Todos los estudios van en dirección contraria, excepto quizá alguno que esté financiado por las grandes compañías tecnológicas. Comencemos para que nuestros políticos, aquí mismo, en este país, a nivel catalán, español y europeo, miren la evidencia y den marcha atrás en la digitalización de la educación, como hizo Suecia hace dos años, o limiten operaciones financieras de ciertos tipos.