Nada es más simple
No hay otra norma
Nada se pierde
Todo se transforma -Jorge Drexler
El filósofo y político francés Alexander Kojéve define a la autoridad como una acción “sobre lo que se puede “reaccionar” (…) cambiar en función de lo que, o quien, representa la Autoridad y, (…) es, en lo esencial, activa y no pasiva”. La autoridad como figura activa, que ejerce una fuerza sobre otro elemento es casi un reflejo de lo que hoy en día son los salones de clase: territorios donde se libran batallas que van desde la lucha por la pasividad agresiva de los estudiantes hasta qué disciplinas debe enseñar la escuela del siglo XXI. Ahora bien, según la Real Academia Española, la autoridad es aquel vehículo que otorga “prestigio o crédito (…) a una persona o una institución por su legitimidad o por su competencia en alguna materia”.
Resulta redundante mencionar que existe una crisis de autoridad a nivel global, que impacta fuertemente en la educación y en las relaciones que se forman dentro de las instituciones educativas. Desde el uso de dispositivos tecnológicos de forma constante en el salón de clases sin el permiso de los docentes, la hiperconectividad que le permite a padres comunicarse de forma directa con los directivos y educadores de una institución para consultar sobre tareas de las que sus hijos deberían haber tomado nota en clase, la baja tolerancia a la frustración del alumnado que se traduce en reuniones de padres para cuestionar porqué a su hijo no le enseñan bien– usualmente seguido de la frase “la profe no sabe,” o “dejá, vas a ir a un particular”- hasta la ahora creencia urbana de que los profesionales “caen” en la educación como último recurso, paracaidistas que buscan dar su clase, subir notas y tener tres meses de vacaciones pagados. Pepe Menéndez, en su libro Educar para la vida, plantea una solución reparadora basada en la educación humanizante, aquella que busca reconocer al estudiante y convertirlo en el protagonista de su propia aventura educativa con el objetivo de acompañar y no de enfrentar.
Hannah Arendt, una destacada filósofa estadounidense, expresó a comienzos del siglo XXI que la crisis de autoridad en la educación está ligada a las tradiciones y a las políticas del país, como si fueran una red de conexiones neuronales que se ramifica y nutre hasta donde las células se lo permiten. En otras palabras, el cuestionamiento a la autoridad educativa no es una problemática endógena, sino más bien un dilema externo que se filtró debido a la permeabilidad y sensibilidad de las paredes escolares. El concepto de modernidad líquida se encuentra en las antípodas de lo planteado por Arendt y nos invita a reflexionar sobre esta tradición de la autoridad, y también, a intentar dibujar una línea entre autoridad y autoritarismo. No todo tiempo pasado fue mejor, pero me rehúso a aceptar que las múltiples formas de autoridad educativa del presente están alineadas con los procesos de enseñanza y aprendizaje contemporáneos.
Reeducarse y reinventarse son dos verbos poderosos que impulsan a la gran mayoría de los educadores. María Montessori abogaba por la verdadera reeducación docente: que el adulto sea guía y acompañante. Melina Furman, en su libro Enseñar Distinto, también subraya la importancia de innovar y de animarnos a explorar en este nuevo mundo de múltiples formatos ya que muestra la pasión por la tarea docente y refuerza el profesionalismo con el que enfrentamos la tarea. Sin embargo, el concepto de autoridad deberá redefinirse para sobrevivir.
Es importante destacar también que los estudiantes en edad escolar son seres humanos que adolecen y transitan diferentes etapas de su vida durante toda su trayectoria escolar, por ende, sería inválido valorar su comportamiento y sus ideas como las de un adulto que ya transitó los pasillos escolares y ahora decide estar al frente de un salón. Mantener esta perspectiva es uno de los caminos para abordar la autoridad constructiva, que no se gana ni se hereda, sino más bien se construye y se basa en la comunicación entre los docentes y los estudiantes.
Consensuar los puntos negociables y no negociables para redactar un pacto que acompañe a los educadores y los estudiantes surge como la forma de vincularse desde un lugar más sano y maduro, y menos autoritario y pasivo. Establecer un cronograma de uso de tecnología en el salón de clases, acordar claramente los plazos de entrega de los trabajos y dialogar sobre las formas más exitosas para aprender los nuevos contenidos, entre otros, son ejemplos de los pactos que se pueden construir con cada clase para así potenciar las habilidades de los estudiantes y maximizar los tiempos y recursos escolares. Esta nueva concepción de autoridad compartida y construida entre estudiantes y cuerpo docente debe ser apoyada y sostenida por las familias, ya que, en cierto modo, son ellas las que ponen en valor el rol de la educación en el núcleo del hogar.
Los miembros del grupo familiar influencian, en mayor o menor medida, la perspectiva sobre el trayecto educativo y también, los que validan la educación. A su vez, es importante mencionar que las comparaciones surgen de forma orgánica, y que, con frecuencia, impiden el desarrollo de nuevos pactos o modelos de enseñanza: bajo el lema de “antes el profesor entraba y no volaba una mosca,” se desmorona rápidamente el consenso entre los interesados. La resistencia ante lo nuevo es moneda corriente, pero en el caso de las instituciones educativas, los nuevos pactos representan la bocanada de aire fresco que promete construir un futuro más equitativo y sostenible, borrando las marcas de una educación tradicional que poco tenía de constructiva y comunicativa, sino más bien se acercaba a lo autoritario y monótono. Por este motivo, los nuevos pactos educativos deben ser concebidos y nutridos por los estudiantes, los educadores y las familias, ya que, sin el apoyo de toda la sociedad, la escuela se desmorona y pierde su potencial de cambio. El simple hecho de transitar la sociedad actual es razón suficiente para entender que las formas de autoridad están cambiando, y que adherirse y construir nuevas formas de relacionarse en las escuelas representa un voto de confianza hacia un bien común, aquello que promete restituir el rol de la educación como potente agente transformador.
Un docente que busque siempre reconvertirse, complementarse y potenciarse para promover el trabajo grupal inspirará estudiantes curiosos y autónomos, que piensen de forma creativa Estas modificaciones deben enmarcarse, a su vez, en un currículum por materias pero que cuente con objetivos transversales a todas las asignaturas, cuyo foco esté en el crear y evaluar, y no en el memorizar y comprender. Crear pactos entre y con docentes y alumnos que sean claros y precisos, con impronta propia y alejados de la autoridad pasiva y convencional se erige como la definición de autoridad que convive con la realidad líquida e inevitable. Modificar tradiciones es una tarea compleja, pero nunca hay que perder de vista que el objetivo es esencialmente altruista: reforzar el poderoso mensaje de que la educación es una herramienta de transformación donde nada se pierde, y todo se transforma.