No sólo lo recuerdo como un deseo personal; lo he visto en las miradas de la clase, pendientes de mis labios mientras leo en voz alta la entrada de Charlie en la tienda, para comprar una tableta de chocolate. Queremos que se produzca el milagro, que el billete dorado aparezca al rasgar el envoltorio. Cada oyente ganará en esas líneas su pasaje a un reino muy particular de la infancia, un paraíso de dulces e imaginación que nunca será tan sabroso en la realidad.
La famosa catarsis a la que aspira la tragedia griega no es nada comparada con la fuerza de esta identificación que los niños y niñas experimentan en las ficciones que su corazón elige. No tienen por qué ser las más adecuadas a ojos de los adultos. Desde luego, su letra no entra con sangre, ni con mera insistencia, y es un amor difícil de predecir. Incluso cuando se produce, no es universal ni para siempre. Sin embargo, la explosiva respuesta que ha recibido la campaña de corrección política aplicada a los textos de Roald Dahl nos da una idea del aprecio que seguimos teniendo tantos adultos de hoy por los lectores que fuimos en nuestros años escolares. Pequeños lectores que (ésta sigue siendo su maldición) para mantenerse fieles a sí mismos deben reconocer sus preferencias como un placer culpable, en lucha contra la prevalencia de los valores consolidados que parecen ser la justificación de la creación literaria para la infancia. De hecho, hasta los libros que alientan la pasión por las letras de la inteligente Matilda han sido juzgados y sustituidos por otros que se consideran más apropiados: Kipling y Conrad tienen que intercambiarse por Austen y Steinbeck.
Mientras la prensa generalista presta atención a las intervenciones de personalidades como Salman Rushdie, Philip Pullman y Rishi Sunak, traduzco a continuación el comentario de Ilona Jasiewicz, un perfil más cercano a nuestra publicación. Madre, lectora, bibliotecaria escolar, editora (así se presenta en su perfil de Instagram), sus palabras aparecen también en el diario The Guardian, entre las cartas recibidas:
El personal bibliotecario se sitúa, como siempre, en primera línea a favor de la libertad de expresión y en contra de la prohibición de libros y la persecución de autores. Ha habido mucha discusión no sólo a propósito de Roald Dahl sino de Enid Blyton y David Williams o los cómics de Tintín. La Asociación de Bibliotecas Escolares, un colectivo independiente que trabaja por la presencia de las Bibliotecas Escolares en todas las escuelas, ha sugerido la colocación del siguiente mensaje en aquellas obras cuyo lenguaje se considere obsoleto: “Este título puede contener aspectos ofensivos propios de su época”. Dejemos que los lectores juzguen por sí mismos.
Lo primero que me atrae a la hora de seleccionar esta escueta declaración es su despersonalización y la aplicación general que brinda ante ésta y cualquier otra discusión similar. No se trata de que prevalezcan mis favoritos. Tampoco de aprovechar la moda del momento o el espacio mediático para arrimar el ascua a nuestra sardina. Las bibliotecas deben brindar encuentro en libertad con el conocimiento, formación del espíritu crítico y no obediencia indiscriminada o respeto basado en la ausencia de toda posible confrontación. ¿No resulta un talante claramente más inclusivo y positivamente abierto a la selección activa de fondos para nuestros centros de recursos y proyectos de enseñanza / aprendizaje?
Eso sí, tengo mis dudas sobre el efecto que habría tenido una posición tan moderada por sí sola. El revuelo que ha caracterizado la conversación de esta última semana concluye con la decisión de la editorial de mantener ambas versiones en su catálogo: la que pasarán a llamar clásica, sin más revisiones que las realizadas en vida por el propio Dahl, y la que, según los responsables de los cambios, “permitirá a todos los menores disfrutar de sus obras”. Esta resolución tiene sin duda grandes ventajas comerciales: cada bando podrá mostrar su postura por medio de una compra tan nostálgica como ideológica. Si yo fuese uno de los perversos niños educados por la lectura de El superzorro o Los cretinos, sospecharía que la campaña publicitaria de los competidores de Wonka ha vuelto a apoderarse de sus diseños para sacar doble provecho de su talento único… para las golosinas.
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Ayer escuché de una profesora que contaba los cuentos «tradicionales» adaptados, según su criterio a la corrección:
el cazador de Caperucita, era un leñador, la abuelita ni se escondía en un armario, que ya había oído en otra etapa correctora, salía rápidamente por la puerta, lo mismo que Caperucita. Bueno era otro cuento.
De Los tres cerditos, ya eran dos hermanos, los mayores y por fin llegaba la pequeña, cerdita, que era la de la casa enladrillada…Y en Ricitos de oro, la mamá osa era la más grande, en plato de sopa, sillita y cama…
Así todo el mundo contento y ya hemos conseguido la igualdad, para llorar por las nuevas generaciones, que las antiguas parece que no tenemos remedio.
Por el amor a la palabra dicha y escuchada a la luz de la lumbre, que nos ilumine ya que tenemos buena voluntad.