Con todos sus defectos, olvidos, nominalismos y errores, creo que podríamos convenir que la aprobación de la LOGSE (Ley de Ordenación General del Sistema Educativo), en 1990, la denostada pero consistente reforma -como sigue siendo todavía recordada-, vendría a significar el punto más alto conseguido en nuestro país por las políticas educativas progresistas, en sintonía con el redescubrimiento en la década de los setenta y ochenta del siglo pasado del bagaje pedagógico del siglo XX, de las prácticas y del pensamiento de unos educadores y educadoras capaces de imaginar nuevas formas de enseñar y aprender, y de romper, sin alharacas ni aspavientos, los rígidos moldes de un corsé pretendidamente meritocrático, pero profundamente excluyente. Desde entonces casi todo han sido retrocesos, tanto a nivel teórico como práctico, o resistencias más o menos toleradas, bajo los efectos de una globalización que todo lo ha trastocado y de una mercantilización que lo ha ido invadiendo todo, también lo educativo.
Pero la victoria de Donald Trump en Estados Unidos ha significado la entronización desacomplejada de la reacción que ha ido incubándose a lo largo de estos años y que no se atrevía a proclamar a voz en grito lo que pensaba y lo que pretendía ante la supuesta superioridad moral y cultural del consenso democrático posterior a la II Guerra Mundial, debido en parte a la existencia del bloque comunista, un imaginario que generaba tanto temor como esperanza entre amplios sectores de la humanidad antes de su estrepitoso derrumbe… Pulsión reactiva que hemos visto en muchos países de América Latina, encabezados por el Brasil de Bolsonaro; de Asia, con la India y Filipinas al frente; o de Europa, tanto si ya ha llegado al poder como si ha mostrado su fuerza en las urnas…
La agenda reaccionaria, como no podía ser menos, lo ha invadido todo y, desde luego, también el debate educativo. Dos son, al parecer, sus puntas de lanza: erradicar lo que ellos denominan el marxismo cultural que impregnaría tanto el currículum oficial como la práctica educativa de los docentes, y cerrar el paso a la ideología de género, un virus que estaría corroyendo los valores sustantivos de las personas, de las familias y de las sociedades occidentales en general.
Lo que entienden por marxismo cultural no es otra cosa que la libertad de conciencia, el debate argumentado, la crítica solvente y el dar cabida en las escuelas a todo lo que afecta a los humanos, por controvertido que sea. Ello incluye la comprensión de la actualidad, la asunción de la complejidad y el intento de ir más allá del presente, y la toma de postura individual. Desde la óptica reaccionaria eso es adoctrinamiento, porque la escuela debe transmitir simplemente la verdad sin sombra de dudas y, si esa verdad no coincide con sus postulados, no debería traspasar sus muros.
La verdad es que resulta curioso que alguien atribuya tanto poder la marxismo, cuando es un pensamiento muy débilmente conocido por las generaciones jóvenes, cuando la mayor parte de partidos y sindicatos que sintonizaron con él hace ya tiempo que lo borraron de sus programas, cuando la realidad del comunismo real ha sido más bien decepcionante… Tal vez se trate de la vieja estrategia de inventar un enemigo, un monigote al uso, que cargue con todos nuestros demonios y al que destruir para alcanzar el paraíso. Los docentes son gente corriente y, a la vista de su comportamiento electoral, resulta escandaloso calificarles de marxistas. Por no hablar del currículum oficial: ¿cómo es posible dar credibilidad a una falacia tan mayúscula como sería atribuirle algún sesgo marxista? Será escandaloso y falaz, pero cuela.
En cuanto a la ideología de género, la verdad es que el reaccionarismo cuenta con un aliado de primera magnitud: la jerarquía católica, incapaz de reconocer la postración a que históricamente se han visto sometidas las mujeres, las derivaciones cotidianas del machismo reinante, las desigualdades a todos los niveles que les afectan. Lo que denominan ideología de género es, por una parte, reconocer que hombres y mujeres somos iguales en dignidad, en posibilidades y aspiraciones; que el punto de partida, por razones atávicas, es muy desigual y, en consecuencia, son necesarias políticas e instrumentos que faciliten y aceleren la corrección de esa disfunción; y que las personas, sea cual sea nuestro sexo, podemos tener orientaciones, identidades y expresiones sexuales o de género distintas, de forma que no existe una correlación mecánica entre sexo y género. La bestia negra para la reacción es, pues, todo lo que hace referencia a la homosexualidad, a la bisexualidad, al transgénero… considerados sin más como una patología, una enfermedad, una deformación o una aberración que algunos más compasivos tolerarían, pero que otros, más desacomplejados, combatirían hasta la muerte.
Pero la agenda educativa reaccionaria se alimenta también de otros elementos: la idealización de un supuesto pasado, aparentemente sin conflictos o donde éstos, si los había, se resolvían por la vía rápida (es decir, impositiva y violenta); la invisibilización de las diferencias de origen socioeconómico y cultural, bajo el supuesto de que, en la escuela, todos son niños y niñas, tratados con la misma consideración (aunque ello fuera cierto –que no lo es-, sabido es que tratar como igual aquello que no lo es, es simplemente una falta de respeto y de justicia); la obsesión por segregar (por sexo, por capacidad, por religión, por resultados, por aspiraciones futuras), por clasificar y jerarquizar (a través de los exámenes, de las notas, de los itinerarios) y, en definitiva, de excluir.
Xavier Besalú es profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona