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Eugenio Reyes hace la siguiente reflexión (que me he tomado la libertad de editar):
Imaginemos un modelo de ciudad llena de rascacielos donde cada vivienda disfrute de la última tecnología de auto movilidad y cada familia tenga su ascensor privado (o tal vez un par de ellos). ¿Cómo sería cada edifico? Si vivieran en él cien familias, ¿cómo se organizarían? ¿Habría cien huecos de ascensores para subir y bajar o, para ser más eficientes, pondríamos varios huecos de ascensor de subida y varios de bajada? Si el trasiego se complica en las horas punta, ¿pondremos un semáforo en el segundo piso o una rotonda en el cuarto?
Nos cuesta imaginar edificios tan grandes y complejos. Para visualizarlo mejor solo hay que salir a la calle y verlo en horizontal: miles de ascensores horizontales llamados automóviles, con carriles propios para ir y venir, con sus rotondas y luminosos semáforos.
No nos cuestionamos las ciudades llenas de ascensores horizontales, llamados metafóricamente automóviles, que ocupan espacios vitales desproporcionados, desgarran nuestras vidas en horas de desplazamientos individualizados y se llevan por delante miles de personas. Nada parece cuestionar proyectos de convivencia y movilidad que nos alejan de la vida colectiva, que a momentos se nos escapa en cada rincón del espacio urbano privatizado.
Reflexionar sobre el coche, sea eléctrico o de combustión interna, no debe obviar los fundamentos básicos de la cuidad como espacio colectivo, como bien común que nos eleva desde la condición de status individualis hasta la de status civitatis.
¿Podríamos tener la osadía de imaginarnos ciudades sin ascensores horizontales privados, sin coches privados? ¿Podremos tener la inteligencia de quitarnos el cinturón de seguridad, bajarnos de la tecnología de las prisas y simplemente andar nuestras utopías despacito, a pie, con compañías de carne y hueso amasadas de cuidados y ternura?
Llevando esta reflexión al ámbito escolar podemos pensar en modelos de llegar al colegio que no vengan mediados por el vehículo a motor privado. Estos modelos requieren de una mirada colectiva. No solo por las implicaciones, que son colectivas, del automóvil (cambio climático, contaminación del aire, accidentes, ocupación del espacio, ruido…), sino también porque una movilidad no individualizada requiere pensar en común. Necesita construir itinerarios seguros con la complicidad del vecindario y tejer grupos de apoyo mutuo entre familias para ir al cole. Un mínimo muy mínimo es no meter el coche en la puerta del colegio.
Sigamos revirtiendo lo normal. En el espacio escolar, lo normal es trabajar dentro de las aulas pero, ¿cómo se van a comprender el resto de seres vivos sin interaccionar con ellos, con la omnipresente mediación de pantallas y papeles? Y, lo que probablemente es más importante, ¿cómo vamos a empatizar con el resto de seres vivos sin verlos, oírlos o tocarlos? Así pues, pensemos en aulas que estén vivas. En espacios que permitan que salgamos, al menos parcialmente, de nuestra tecnosfera para poder entender lo profundamente ecodependientes que somos.
¿Para qué sirven los colegios?, para educar a la población y… para alimentarla. ¿Por qué no podemos recoger nuestra cesta de verduras al tiempo que terminamos la jornada laboral o acompañamos de la mano a nuestra hija hasta casa? Podemos crear grupos de consumo agroecológicos en los centros escolares que, de paso, doten de mucho más sentido a estos vetustos espacios.
¿Qué pasaría si el personal de limpieza, esos fantasmas invisibles que recorren los colegios, de pronto tomaran presencia? Para ello, podemos hacer responsable al resto de la comunidad educativa de la limpieza y el reciclaje, enseñando habilidades y actitudes imprescindibles para una vida ecosocial. También presentando a esas personas al alumnado o invitándolas a nuestros momentos de celebración laboral y escolar.
Un culmen de la normalidad escolar son los libros de texto. Esos objetos en los que está depositado el análisis válido y certero de la realidad que el alumnado debe memorizar. En ellos se reproduce la forma de no-ver el mundo que denuncia Eugenio Reyes. Rompámoslos y apostemos por materiales flexibles, basados en la construcción colectiva, interdisciplinares y, por supuesto, con una mirada ecosocial.
Podemos realizar listas mucho más largas de normalidades que revertir (o, al menos, revisar): el horario (¿por qué no dormir en los centros para construir mundos más dignos, más feministas?), el límite de lo escolar al contorno físico de los coles (¿qué pasa si el aprendizaje se enfoca a la mejora colectiva y se plasma en acciones extraescolares?), o la visión del alumnado como personas pasivas y desmotivadas con la transformación de su realidad, de la nuestra (¿qué ocurre cuando fomentamos que se autoorganicen?).
A todo esto subyace una apuesta básica: romper la idea mayoritaria de que la educación es un servicio individual. No lo es (o no debería serlo). Necesitamos revertir esa normalidad y hacer de la educación un servicio colectivo (que al tiempo también puede ser individual), que ayude a la mejora del conjunto de seres vivos que habitamos este planeta, incluidos los seres humanos.
Nuestro orden social es un desastre. Nuestra relación con el entorno, biocida. Esta es una normalidad que va a cambiar lo queramos o no. Mucho mejor si desde los colegios damos los pasos necesarios para otras normalidades que sean sostenibles, justas y democráticas.