Este 26 de noviembre se ha cumplido un año del fallecimiento de la antropóloga de origen argentino Dolores Juliano y como recordatorio de la gran impronta que dejó en tantas y disímiles personas y colectivos quiero aprovechar esta efeméride para reproducir las palabras que pronuncié de viva voz en el multitudinario homenaje que en la plaza Salvador Seguí de Barcelona se le dedicó el pasado 12 de abril. Sirvan pues como una conmemoración de su ausencia bien presente.
En mi intervención, en tanto que cómplice de Dolores en esa aventura colectiva que es el grupo Erapi, del que fue cofundadora y animadora, quiero recalcar para complejizar su retrato que, además de antropóloga y feminista, como ampliamente se la conoce y reconoce, era también, maestra: una apasionada y magistral maestra.
Como ella misma orgullosamente vindicaba, estudió magisterio, ejerció de maestra de niñas y niños con necesidades especiales y después fue inspectora de educación especial en Argentina. Además, aclaraba que su visión del magisterio no era reductoramente profesional, sino que, poniendo el acento en el compromiso, este desbordaba lo estrictamente docente para, tantas veces, tener que implicarse en cubrir necesidades materiales básicas y en propiciar unas condiciones dignas para la enseñanza y el aprendizaje que no siempre están dadas.
Más tarde, ya residiendo en Cataluña, fue profesora de antropología en la universidad, donde durante varias décadas impartió clases e investigó, entre otras cosas, sobre los procesos de transmisión cultural. Y de esta forma dio que pensar sobre asuntos como la diversidad de los modos que esta transmisión puede adoptar; la relevancia de la educación escolar en la auto-reproducción social; las complejas relaciones que dicha educación mantiene con las minorías sociales, sexuales y étnicas; la presencia curricular de los múltiples etnocentrismos —y en particular del escolacentrismo—; las adscripciones socialmente asignadas —como la de “inmigrantes de segunda generación”—; los modelos con los que se maneja la diversidad y efervescencia sociocultural en los centros escolares… y, en relación a todo ello, las responsabilidades que podría desempeñar una antropología dinamista como la que profesaba, con una clara orientación de género e intercultural. Lo que puede encontrarse en diversos artículos, en el libro Educación intercultural. Escuela y minorías étnicas (Eudema, 1993), y en su colaboración en el libro colectivo Repensar la enseñanza de la geografía y de la historia. Una mirada desde el género (Octaedro, 2003).
En este sentido, Dolores te hacía consciente de la ambivalencia que caracteriza a la escuela, en la que se transmite un arbitrario cultural que participa de manera muy activa en la reproducción de un mundo injusto y desigual, al mismo tiempo que es un espacio material y social privilegiado para impugnar esta reproducción al poder introducirse en él modelos sociales y culturales alternativos, procedentes de los sectores subalternos. Su bien conocido optimismo de la voluntad la llevaba a enfatizar esta segunda cara y a involucrarse activamente en su consecución.
No obstante, este desempeño magisterial no se circunscribió, ni mucho menos, a las cuatro paredes de las aulas, sino que se desparramó en una infinidad de actividades y espacios formativos y divulgativos de todo tipo, que bien podríamos englobar en su mayor parte en el ámbito de la educación popular. Y es que Dolores vivió siempre enseñando y siempre aprendiendo con vistas a comprender —y a hacer comprender— mejor las dinámicas y elaboraciones socioculturales para contribuir así a la modificación de un mundo surcado y conformado por desigualdades e injusticias.
Lo que hacía de manera horizontal, sin hacerte sentir la jerarquía ni el peso del poder. Sus prácticas docentes, y en general sus relaciones e interacciones, se basaban antes bien en la autoridad y el respeto (y a ser posible en la informalidad, en el trato cercano y afectuoso). Cabe señalar asimismo que Dolores era también directa y clara en la manifestación de sus ideas; expuestas estas siempre de manera amable, cuidadosa y con un sutil sentido del humor. Un sentido del humor que solía consistir en una aguda pero cariñosa ironía, que en muchas ocasiones acaba con una interpelativa “¿verdad?”, que resaltaba saberes compartidos.
Entre los principales legados que Dolores nos deja cabe incluir que contribuyó a afianzar la importancia de la enseñanza y del aprendizaje en la construcción de unos mundos y vidas más libres, igualitarias, solidarias y sobre todo más sabias. Y esto en unos tiempos en los que se glorifica el menosprecio del conocimiento, en los que se hace jactancia de toda clase de simplezas.
En suma, su consigna feminista de “tomar la palabra”, no supone sólo una interpelación a detentarla, sino que al mismo tiempo implica la necesidad de compartirla, de hacerla circular; y, por consiguiente, de reconocer la palabra de las y los demás: esto es, de escuchar. Y es que como magistral y apasionada maestra que era, en todo momento transmitía algo que no se puede enseñar: la erótica política del magisterio; es decir, el disfrute de la enseñanza y del aprendizaje, así como el papel que una y otro en su indisolubilidad pueden cumplir en la emancipación individual y colectiva. Y esto, Dolores lo hacía con suma habilidad y destreza, ¿verdad?