Si analizamos los recientes debates e informes sobre la prohibición de los teléfonos móviles en las instituciones educativas, observamos que, en los últimos años, el uso del móvil se ha convertido en un elemento central en la vida cotidiana de preadolescentes, adolescentes y jóvenes.
A pesar de los beneficios potenciales, como el acceso a información inmediata y la posibilidad de comunicación instantánea, su impacto en el ámbito educativo y social genera preocupación en diversos sectores. Una preocupación que es legítima, pero el modo de abordarla que se está promoviendo por algunas administraciones (la intención anunciada por la Comunidad de Madrid de creación del sello de “centro sin pantallas”, por ejemplo) resulta, a nuestro juicio, parcial, ineficaz y desenfocado.
Si algo, en este ámbito, habría que prohibir, es el uso inadecuado que suele hacerse de los móviles, las pantallas y las tecnologías digitales en educación. Así como la actitud incoherente e irresponsable de las administraciones educativas en referencia a la privatización de las infraestructuras digitales, el acceso de las grandes compañías tecnológicas a los datos de los estudiantes y la renuncia al uso de software libre
Muchos centros educativos han decidido implementar restricciones al uso de móviles, incluso prohibirlos, durante el horario escolar, con el objetivo, según sus promotores, de crear un entorno más propicio para el aprendizaje y la convivencia. Pensamos, sin embargo, que lo adecuado sería formar en el uso pertinente, preciso y adecuado de lo que cada recurso pueda ofrecer.
Plantear la dicotomía entre construir un conocimiento matemático o lingüístico de manera manipulativa o en soporte virtual es absurdo. ¿Por qué no utilizar, combinar equilibradamente los dos recursos? Es cierto que trabajarlos de manera complementaria exige mucho más del centro escolar, de las administraciones educativas, en su regulación y dotaciones, y de los profesionales, pero indudablemente este aprendizaje es mucho más rico.
“Puedes plantear una actividad en la que el niño escriba a mano a la vez que busca información en un ordenador (…) El mundo analógico no va a volver. Cuando el pensamiento computacional se ha integrado en la reforma educativa es muy interesante porque aborda (…) la importancia de entender cómo funciona la tecnología, los algoritmos, cómo están sesgados esos algoritmos, la IA, la brecha digital…” (Sánchez, María del Mar, 2024).
Se argumenta que la prohibición de los móviles en las escuelas podría mejorar la calidad del aprendizaje y el bienestar del alumnado. Sin embargo, aunque existen investigaciones en las que apoyar esta decisión, no son unánimes en sus conclusiones ni cuentan con respaldo empírico suficiente. Por otra parte, sigue siendo fundamental promover una educación digital que prepare a los estudiantes para afrontar los desafíos tecnológicos del futuro de manera responsable y crítica.
Ante la inevitable complejidad de responder a una cuestión de estas características, algunos sistemas escolares y ciertas políticas administrativas han adoptado una posición defensiva, simple y bastante conservadora “que nada cambie”, “sigamos haciéndolo como siempre”. Lo menos costoso, a corto plazo, y lo que genera menos enfrentamientos.
Si mantenemos esta actitud quizás no debería sorprendernos que, en unos pocos años, se plantee alejar de las aulas, por ejemplo, el uso de herramientas virtuales de geolocalización de gran valor formativo o determinados asistentes de inteligencia artificial con notables posibilidades de apoyo y mejora de los aprendizajes. Mientras tanto, los estudiantes seguirán utilizando recursos y herramientas virtuales de forma habitual en su vida cotidiana fuera de la escuela, probablemente, de manera poco afortunada. Lo que sí denunciamos es la falta de regulaciones sobre el contenido chatarra que está saliendo en el mundo de las aplicaciones y redes sociales.
Al estar prohibidos, se cierra la posibilidad de trabajarlas de otra manera. No contamos con un entorno educativo y profesionalizado que fomente un uso creativo, ético y educativo de estos recursos. La pregunta que surgirá entonces será: ¿dónde aprenderán a usarlas de esta otra manera? ¿En casa? Creemos que esto no siempre será posible. La escuela es el único lugar donde muchos niños y jóvenes tienen la posibilidad de aprender a usar adecuadamente las herramientas tecnológicas, es una cuestión de justicia social.
Ahora bien, si el problema del buen uso de estas herramientas está más relacionado con otras razones estructurales, empresariales, económicas, culturales o de funcionamiento interno (como ratios elevadas, una organización curricular fragmentada, relaciones personales burocratizadas o la falta de formación del profesorado, entre otras), la solución no debe centrarse en su prohibición, sino en crear y establecer las condiciones necesarias que aseguren una utilización adecuada, creativa y ética. La visión y la lógica de expulsar de las escuelas los dispositivos es, en el fondo, las mismas que sostienen el deseo de expulsar la tecnología.
“El problema de la tecnología y los niños no comienza ni termina en las puertas de la escuela. Los gobiernos y reguladores han respondido de forma limitada a las demandas de protección para los niños y de atribución de responsabilidades a las empresas (…) no han abordado adecuadamente la calidad y la privacidad que ofrecen las tecnologías educativas, dejando a los padres preocupados pidiendo prohibiciones de teléfonos y a los niños expuestos a la gama completa de políticas tecnológicas extractivas, incluso en la escuela.” (Miriam Rahali, Beeban Kidron and Sonia Livingstone, 2024)
Los móviles son herramientas multifuncionales que proporcionan acceso a recursos educativos en línea de interés instructivo, documental y formativo, como producciones audiovisuales, aplicaciones de simulación de fenómenos físicos y naturales, herramientas de colaboración, etc. Sin embargo, se dice que los teléfonos móviles deben ser prohibidos, seguramente, porque no imaginan ningún uso educativo de un dispositivo de acceso a información multimedia, que graba audio y vídeo, hace fotografías y permite comunicarse con otras personas.
La prohibición, total o parcial, de su uso en los entornos escolares no puede ser una medida estándar, emocional, de ‘sentido común’, y jerárquica, sino algo mucho más dialogado y basado en el consenso y la implicación de la comunidad educativa: docentes, familias, estudiantes y agentes socioeducativos del entorno. Las voces de los estudiantes no suelen estar presentes en este diálogo. Las decisiones políticas sobre el uso de móviles en las escuelas serán más efectivas si se consideran las opiniones de estudiantes, profesorado y familias, y las medidas se construyen con ellos, en lugar de ‘sobre ellos’.
En un mundo cada vez más digitalizado, necesitamos que los jóvenes aprendan a hacer un uso responsable, saludable y seguro de la tecnología. La educación debe, además, enseñar a gestionar el tiempo, las distracciones y los riesgos asociados, como el ciberacoso o el uso inadecuado de redes sociales problemáticas. Los riesgos de la tecnología son reales; por eso hay que darle toda la importancia a educar en su buen uso.
El objetivo, por tanto, no debe ser simplemente restringir el acceso a la tecnología, sino integrar su manejo como una herramienta valiosa en una educación crítica, ética, solidaria y justa. Lo que necesitamos es crear escenarios propicios para un uso adecuado de los móviles en tareas que interesen y apasionen a los estudiantes sobre aprendizajes auténticos, donde las tecnologías y los móviles aporten valor formativo.
En el manifiesto de 150 profesores universitarios a favor del uso de las TIC con fines educativos se defiende su utilización porque «ofrece múltiples oportunidades para un aprendizaje activo, mediante el desarrollo de propuestas didácticas que se apoyan en recursos interactivos». Sabemos que esto es mucho más difícil que prohibirlos y que exige políticas y prácticas educativas comprometidas. Pero ¿no es esto lo que otorga sentido a un sistema escolar y a una institución educativa?
Cuando simplificamos las cuestiones educativas para encontrar respuestas estándar o aplicaciones protocolizadas, eliminamos toda explicación crítica, social, cultural y política. Es entonces cuando la tarea educativa se convierte en un conjunto de acciones mecánicas, técnicas, ‘sin alma’. Inconscientemente, reafirmamos posiciones políticas prohibicionistas y, a veces, negacionistas, de las que, paralelamente, sufrimos sus consecuencias.