En 1949, en su exilio de Roma, escribía María Zambrano que “no hay nada en las épocas de crisis que antes no hayan estado ahí; sucede que, cuando el conflicto se agudiza, pone en evidencia lo sustancial de lo que está en juego y del modo en que lo vivimos”.
¿Qué ha estado antes ahí que ahora podemos reconocer en esta época de crisis? Para mí se trata de la cultura, la escuela como un lugar de transmisión y recreación; las maestras y los maestros como una figura clave en este proceso; y la responsabilidad de la formación de quienes van a dedicarse a este oficio.
Resulta imprescindible “rescatar el valor cultural de la educación”, como decía el profesor Gimeno ya en 1994. Lo era entonces tanto como hoy, y una tarea tan controvertida como urgente. Porque es un ejercicio de resistencia ante la inercia de reducir la escuela a un lugar de paso, preparatorio para la vida productiva; y concebir los sujetos de la educación (las niñas, los niños y los jóvenes) como individualidades cargadas de talentos potenciales que conviene despertar, como si el conocimiento fuera un añadido que se puede acumular en lugar de ser parte misma de la persona que somos (Bellamy, 2018). Y es también una reconsideración de la tarea del docente como mediador con la cultura en un escenario de encuentro intergeneracional.
Hoy la escuela parece secuestrada por los encargos del mundo productivo, como si el mandato de preparar para la vida concentrase todo lo que es preciso
tener en cuenta para idearla y dirigirla…
¿Por qué es relevante plantear estas cuestiones (su estudio, y el desarrollo de políticas y prácticas de formación)? Las razones tienen que ver con el compromiso y la preocupación por el papel de la escuela hoy. Dado sus sentido político y social, la escuela pública es un espacio cuyo propósito fundamental radica en inaugurar la posibilidad de que cada nuevo ser humano que llega al mundo acceda —de una manera gratificante y también exigente— a las tradiciones culturales; pues es así como las criaturas humanas van creciendo y se convierten en alguien (Arendt, 1996), como posibilidad de novedad radical arraigadas a lo que había antes de ellas. Porque, como dirá Meirieu (2010) “para crecer, primero hay que ‘echar raíces’ ”. Y es que, utilizando las precisas palabras de Myriam Revault (2008): “Somos a la vez e indisolublemente, recién llegados y últimos en llegar”, porque está en nuestra condición humana que “continuar sea, también, continuar comenzando”.
Pero hoy la escuela parece secuestrada por los encargos del mundo productivo, como si el mandato de preparar para la vida concentrase todo lo que es preciso tener en cuenta para idearla y dirigirla (Perrenoud, 2012). Y las maestras y los maestros hace tiempo que se encuentran constreñidos por una cosmovisión de la sociedad, el progreso y la formación, más interesada en huir hacia adelante que en arraigar con un pasado que se presenta como caduco (Amilburu, 2021). Pese a eso, son muchos quienes tratan de sostener una relación viva con el mundo bajo las posibilidades concretas que la escuela proporciona: tiempos, espacios y relaciones para acercarse a formalizaciones del conocimiento que abren, a su vez, a otras posibilidades de relación con el mundo, con uno mismo y con los otros.
Además de su complejidad intrínseca, resulta difícil abordar las cuestiones que he planteado al inicio, en un contexto en el que es necesario despertar el deseo de saber, tanto de las criaturas en las escuelas como de las maestras y los maestros que se están formando en las Facultades de Educación. ¿Por qué no tienen deseo de aprender? ¿Por qué no les interesa lo que les ofrecemos? ¿Han tenido ese deseo de aprender y luego lo han perdido? ¿Es que no valoran, no le dan crédito al conocimiento que les ofrecemos? En todo caso, ¿qué impulsa el deseo de aprender, qué lo sostiene? Y me temo que continúa teniendo sentido lo que escribía Luisa Muraro hace un tiempo: “En el 68, en la escuela, se luchó por salvar y mantener vivo el deseo de aprender; hoy luchamos por devolverle la vida al antiguo deseo de enseñar”.
En mi experiencia, hay dos elementos clave en torno a los que gira el deseo de enseñar (a veces su fortaleza y otras su debilidad): el sentido y la autoridad del conocimiento que ofrecemos a las alumnas y alumnos; y su relación de éstos con maestras/os y con el conocimiento.
Sé que hablar de profesionalidad tiene mejor crédito que hablar de vocación, pero en este oficio no basta con tener formación ni competencia técnica. Hace falta algo más. Dice María Zambrano que ser maestro es una vocación y que lo que tenemos es un destino y no simplemente un empleo. Para enseñar no basta con dominar la materia, con tener una amplia base de conocimiento; ni tampoco con disponer de recursos metodológicos suficientes y actualizados. Con ser importantes, son insuficientes. Hace falta un ingrediente más elusivo, un “algo” que, en una conversación imaginaria, señala Pennac, suena como “una palabrota”, una palabra por la que te pueden linchar: el amor.
Amor por el conocimiento (y por el mundo), y amor por los estudiantes que no se expresa de modos altisonantes sino en gestos sencillos y comunes; que tiene que ver con el cuidado de lo que hacemos, con estar involucrado, con la pasión por aquello que se enseña y la responsabilidad por el bienestar de las alumnas y de los alumnos. A este profesor que actúa por amor, que no se mueve por un interés práctico, o esperando algo, es al que Masschelein y Simons llaman “amateur”, amador.
Se ha ido imponiendo una misión traducida en términos empresariales y economicistas que amenaza con ahogar el deseo de crear y convivir…
¿Cómo se forma a los futuros docentes para desarrollar ese amor por el mundo y por la relación con el conocimiento y con las criaturas? ¿Cómo se desarrolla su sensibilidad, su capacidad de interesarse por lo que enseña y por quienes enseña; y su capacidad para interesar a sus estudiantes? Aunque provengo de una universidad intelectualmente empobrecida, que comenzó a despegar cuando profesores jóvenes —como el profesor Gimeno— rompieron la rigidez y la mediocridad, abrieron ventanas y, literalmente, despertaron mi deseo de saber (y el de otros muchos), la evolución no es la que hubiera deseado. La adopción del modelo empresarial como “horma” para todas las actividades humanas, ha permeado la concepción del conocimiento, de la investigación, y de la universidad. Y se le ha ido imponiendo una misión traducida en términos empresariales y economicistas que amenaza con ahogar el deseo de crear y convivir.
¿Cómo orientar nuestro trabajo en la universidad para hacer realidad una formación que capacite a los futuros docentes para hacer frente a los retos que se les presentan en la actualidad? Hay tres aspectos que me preocupan y que considero de especial relevancia.
Reflexión sobre sus prácticas y sobre las ideas en las que se sostienen
La formación no debiera orientarse por la lógica de relación aplicativa y jerárquica entre teoría y práctica. No es esa la naturaleza de los saberes necesarios para enseñar. Hace falta algo más que ser competentes; hace falta desarrollar la capacidad para decidir qué es lo adecuado en cada situación. Como dice Andrea Alliaud, la enseñanza es un “saberhacer”, no un hacer aplicativo. Por eso, este oficio no se aprende ni en una lógica aplicacionista ni tampoco “haciendo” o meramente practicando. Utilizando la referencia del artesano, de Richard Sennet, se trata de desarrollar un “virtuosismo”, una sabiduría, de alguien que sabe hacer algo y que puede dar cuenta de cómo y por qué lo ha hecho.
Y esto tiene todo que ver con la formación de la persona como una totalidad; no en un sentido psicologicista, sino en tanto que profesional. La formación tiene que ofrecer un contexto y unos recursos que les permitan aprender a actuar en primera persona. Y esto requiere contextos de relación profunda entre la formación en la universidad y la estancia en los centros; y procesos pedagógicos que pongan en el centro la experiencia. Que permitan que la formación sea un proceso de transformación, de conocimiento de quien se es como docente, y no meramente alguien que sabe hacer cosas…
Exigencia intelectual y compromiso cultural
Los docentes somos “profesionales del conocimiento y de la cultura”. ¿Cómo se conjuga eso con la falta de hábitos culturales, de gusto por la cultura, de sensibilidad ante el conocimiento? ¿Cómo formar a profesionales del conocimiento cuando hay tan poco aprecio por la lectura, cuando muchos estudiantes salen de la Facultad sin haber leído un libro completo, sin haberse hecho con una biblioteca básica? ¿Cómo estimular el amor por el conocimiento cuando hay tan poco interés en conocer lo que otros han pensado y en el debate de ideas?
No creo que sea fácil, pero me parece insoslayable poner el acento en el compromiso cultural, insistir —como decía Gimeno— en que las maestras y los maestros “lean literatura y vayan al cine” … Que sean conscientes de que cultivarse es parte de su formación. E insoslayable es, también, el debate sobre la necesidad de incrementar la exigencia intelectual, recuperar la lectura de los textos clásicos de pedagogía, el conocimiento de nuestras tradiciones de renovación pedagógica, y la lectura de los textos y autores clásicos, aquellos con capacidad de nutrirnos precisamente porque nos hacen pensar…. Enseñar de nuevo a leer, en un contexto de estudio, de detenimiento en la escucha de las palabras del otro, dejándonos decir y poniendo atención a lo que un texto dice y “me dice” … Aprender a ser un lector “no arrogante”, dispuesto a “oír lo que no sabe, lo que no quiere, lo que no necesita” (Larrosa, 2006).
Y aprender a escribir como un ejercicio de pensamiento, con una escritura que no reproduce lo ya sabido, sino que nos ponga en relación con lo que vivimos y con lo que eso nos da a pensar… Una exigencia, en fin, que nace del profundo respeto que nos inspira el conocimiento y cada estudiante, y de la confianza en su capacidad para enfrentarse a los retos que la profesión exige.
Sensibilidad humana y compromiso
Un docente es alguien que enseña algo a alguien, que lo tiene en cuenta, que lo cuida y se hace responsable de buscar el bienestar de sus estudiantes. Esto exige sensibilidad humana y compromiso con los estudiantes y también con el mundo. Desarrollar saberes que nos permitan reconocer a nuestros estudiantes; aceptarles como son sin pretender que sean como los necesitaríamos; aprender a mirarlos desde lo que tienen y no tanto desde lo que carecen… son disposiciones que deben estar en el punto de mira de la formación.
Y desarrollar eso que en otros momentos hemos llamado “compromiso”, la conciencia del vínculo que tenemos con la realidad, con el mundo en que vivimos… El compromiso como antídoto frente a la mal llamada “objetividad”: ese situarse ante las cosas como si no nos importaran, como si no tuvieran consecuencias, como si fueran objetos que utilizar… El análisis de la realidad, en su complejidad y sus paradojas, la reflexión sobre las características sociales y culturales del mundo que habitamos, debieran formar parte de la formación de maestras y maestros para que puedan desarrollar una conciencia sensible, atenta…
Confío en que la universidad pueda volver a realizar una tarea contra-cultural, que pueda convertirse en un lugar de creación del conocimiento, de desarrollo de compromiso y de sensibilidad, y que sea exigente intelectual y humanamente
Sin duda estamos ante una tarea ardua pero imprescindible. Que no se facilita con materias tan comprimidas en el tiempo. Ni las nuevas reformas previstas parece que vayan a cambiar sustancialmente las cosas, y sobre todo a mejorar las condiciones de la formación. Sin embargo, confío en que la universidad pueda volver a realizar una tarea contra-cultural, que pueda convertirse en un lugar de creación del conocimiento, de desarrollo de compromiso y de sensibilidad, y que sea exigente intelectual y humanamente. Que no se conforme con cualquier cosa, que no se deje “tirar para abajo” en sus aspiraciones y expectativas. Que sea capaz de pensar en grande.
Confío en la capacidad de compromiso de quienes actúan en primera persona, quienes hacen lo que está en su mano para cambiar las cosas sin esperar o pretender que otros hagan su trabajo. Me dan esperanza quienes reconocen los límites de la realidad para no dejarse atrapar por ellos ni tampoco negarlos sino para hacer palanca en ellos y llegar tan lejos como es posible. Sabiendo que “incluso el acto más pequeño, en las circunstancias más limitadas, lleva consigo el germen de la infinitud; porque un solo acto, y a veces una sola palabra basta para mutar cualquier constelación de actos y palabras” (Hannah Arendt, 1993).
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Brillante.