A ochenta años de la liberación de Auschwitz, el horror nazi sigue alargándose sobre muchos países. Millones de vidas se extinguieron en la maquinaria de odio más sofisticada jamás concebida hasta el actual genocidio de Palestina, y la pregunta persiste: ¿cómo fue posible?, ¿cómo ha vuelto a ser posible? La respuesta, compleja y dolorosa, nos obliga a mirar hacia el pasado y hacia este nuevo presente para construir un futuro más justo y equitativo. La educación, en este sentido, emerge como necesaria para tratar de evitar estos caminos oscuros del neonazismo que representan sin duda unos de los más terribles episodios de la historia humana reciente.
A ochenta años de la liberación de Auschwitz y otros campos de concentración similares (también en la España de la dictadura de Franco), aún resuena la pregunta sobre cómo fue posible que millones de personas fueran despojadas de su vida, cómo lo está siendo actualmente en Gaza y Cisjordania, con total impunidad y el silencio cómplice de la comunidad internacional, y cómo una maquinaria tan devastadora pudo y puede contar con la colaboración, el silencio o la indiferencia de tantos (el 70% de la población israelí se ha opuesto a la entrega de ayuda humanitaria a la franja de Gaza). La respuesta no solo está en la memoria y en la acción política internacional decidida (como sucedió con el apartheid de África), sino que también es necesaria la acción educativa que impida que algo similar vuelva a ocurrir.
Auschwitz fue mucho más que un campo de concentración; fue un laboratorio de la deshumanización, donde millones de personas fueron reducidas a meras cifras. La educación tiene la responsabilidad de preservar la memoria de este horror no como un hecho histórico distante, sino como una herida aún no cerrada que nos interpela en el presente ante los nuevos genocidios que se están cometiendo. Al enseñar los hechos, pero también al invitar a la reflexión crítica, podemos comprender cómo se construyeron las dinámicas de odio y exclusión que permitieron semejante atrocidad. Y evitar que vuelvan a producirse , como lo estamos contemplando horrorizados en la franja de Gaza y ahora también en la Cisjordania ocupada por el régimen sionista israelí.
La memoria de Auschwitz y las guerras actuales nos alertan sobre los peligros de la indiferencia, la obediencia ciega y la manipulación ideológica. Al establecer conexiones entre el pasado y los desafíos contemporáneos, podemos comprender cómo los discursos de odio y los prejuicios se perpetúan en nuestra sociedad, como se refleja en el triunfo electoral de partidos que simpatizan con pasados fascistas o nazis, y que hacen bandera de discursos de odio al débil, al inmigrante y al diferente. La educación tiene el poder de construir un futuro donde prevalezcan la dignidad humana y la solidaridad.
Cuando la diversidad se celebra y no se teme, se cierra la puerta a los discursos que justifican la exclusión o el odio
La educación tiene el poder de contrarrestar esa deshumanización al cultivar en el alumnado, que es la generación futura, la empatía y el respeto por la diversidad. Es en las aulas donde los niños y jóvenes aprenden a valorar las diferencias, a comprender que cada cultura, religión, etnia o identidad aporta riqueza al tejido social. Cuando la diversidad se celebra y no se teme, se cierra la puerta a los discursos que justifican la exclusión o el odio.
La memoria de Auschwitz y el presente del genocidio en Palestina no solo nos alertan sobre lo que ocurrió y ocurre, sino sobre cómo ocurrió y cómo está sucediendo. Las tragedias como estas no se gestan de un día para otro; son procesos graduales, donde pequeños actos de exclusión, indiferencia o aceptación del odio terminan por construir un sistema que parece inamovible. La educación es el espacio social privilegiado para la creación de ciudadanos y ciudadanas que no sean indiferentes ante las injusticias, que actúen cuando presencian discriminación y que comprendan el poder transformador de su participación en la sociedad.
La institución educativa es un lugar socialmente idóneo para cultivar el respeto por la diversidad y el pensamiento crítico. Al enseñar al alumnado a valorar las diferencias, cuestionar las narrativas que justifican la discriminación e identificar las señales tempranas del peligro, lo estamos equipando con las herramientas necesarias para enfrentar los desafíos del presente.La educación no debe limitarse a transmitir conocimientos; también debe formar una ciudadanía comprometida social y políticamente, con la justicia social y la igualdad.
La educación es uno de nuestros recursos más poderosos contra el odio y la intolerancia. Al enseñar a las nuevas generaciones a recordar el pasado, reflexionar sobre el presente y a construir un futuro mejor, estamos honrando la memoria de las víctimas del Holocausto nazi, del genocidio palestino y trabajando por un mundo más justo y equitativo. Auschwitz y Gaza nos recuerdan que la humanidad es capaz de lo peor, pero también de lo mejor. Depende de nosotros elegir qué camino tomar.
La educación debe, además, enseñar a pensar. Una de las lecciones más amargas del Holocausto es cómo la obediencia ciega, combinada con la manipulación ideológica, puede convertir a personas comunes en cómplices de atrocidades. Por eso es imprescindible que las instituciones educativas enseñen a cuestionar las narrativas que justifican la discriminación o que normalizan la violencia. Los estudiantes deben aprender a identificar las señales tempranas de peligro, como la desinformación, los discursos que deshumanizan, las narrativas de la equidistancia que equipara a los victimarios y las víctimas o los sistemas de poder que se perpetúan a través de la exclusión.
La enseñanza, en este sentido, no es solo una herramienta; es una responsabilidad ética con la humanidad.
Evitar que Auschwitz y Gaza se repitan no es solo una tarea histórica, sino un desafío diario. La educación debe ser una fuerza transformadora, capaz de inspirar a cada generación a defender la dignidad humana y los derechos de todos. Solo cuando logremos que el recuerdo del pasado impulse la acción en el presente, podremos decir que estamos verdaderamente comprometidos con un futuro donde Auschwitz y la barbarie nazi no sean más que un eco de algo que nunca volverá. La enseñanza, en este sentido, no es solo una herramienta; es una responsabilidad ética con la humanidad.
La educación sobre el Holocausto judío y el genocidio palestino y la lucha contra el nazismo pasado y el neofascismo presente no es solo un deber moral, sino una inversión en nuestro futuro. Al enseñar a las nuevas generaciones a reconocer los signos del odio, cuestionar las injusticias y defender los derechos humanos, estamos construyendo sociedades más justas y tolerantes.