Ya sé que, para muchos lectores, la expresión que da título a este texto es, sin más, un oxímoron, una combinación imposible. No es extraño, pues, por un lado, son legión quienes creen que la laicidad tiene que excluir la religión, especialmente aquellos que se proclaman laicistas, mientras que el ecumenismo se identifica hoy con la idea de la restauración de la unidad de los cristianos, al menos entre ellos. Sin embargo, las palabras no son del último que las usa, ni de quien lo hace más alto. El origen de la palabra laico está en el griego λαϊκός (laikós), a su vez derivado de la raíz λαός (laós), que designa lo común, que pertenece al pueblo, a todos, a diferencia de lo que pertenece a cualquier grupo diferenciado dentro del mismo; fue en la Edad Media cuando comenzó a utilizarse en contraposición a clérigo o clerical, para designar lo que no era tal, y sólo en la mucho después pasó a designar una política de más o menos estricta separación, sobre todo en referencia al Estado y a la escuela.
A su vez, el adjetivo ecuménico viene marcado por el anhelo de restaurar la unidad entre las hoy separadas confesiones procedentes del tronco común cristiano (católicos, protestantes, anglicanos, ortodoxos y otras menores), sin alcanzar siquiera a las grandes religiones emparentadas como el judaísmo o el islam, por no hablar de otras, pero el sentido original del término también fue más amplio, el vocablo griego οἰκουμένη (oikoumenē), el mundo habitado, que los romanos retomaron para designar la totalidad de sus dominios; por eso la definición que da la RAE es, sencillamente, “universal, que se extiende a todo el orbe”. Si se asume esa ambivalencia, entre lo universal per se y la reunificación del cristianismo, quedan en medio, incluidas por tanto, las otras religiones, abrahámicas o no, y, al mismo título, la no religiosidad, es decir, al ateísmo y el agnosticismo en todas sus formas.
Entendida como la afirmación de lo común, la laicidad no necesita excluir ni ignorar las religiones, sino tan solo discurrir en paralelo a ellas, que por obra de la historia no son comunes; no necesita, en particular, combatir la religión ni tratarla como sinónimo de sinrazón; puede ser una laicidad tolerante, abierta, respetuosa e incluso hospitalaria y colaborativa, es decir, ecuménica. La religión, por su parte, tampoco necesita tratar a los otros creyentes ni a los no creyentes como infieles o pecadores; bien al contrario, puede incluirlos en su vocación ecuménica, yendo más allá de las doctrinas diferenciadas a los elementos comunes de la moral; filósofos de origen tan distinto como A. Schaff o J.G. Caffarena confluyeron en la idea de un humanismo ecuménico.
En España, por desgracia, está demasiado presente la implicación de la religión y la antirreligión en los conflictos sociales, sobre todo en la pasada guerra civil. Cada parte tiene su propio catálogo de agravios, pero ya va siendo hora de dejar atrás tanto los ataques anarcocomunistas a los templos como la bendición del alzamiento franquista por la jerarquía católica. Ya hemos tenido suficiente de eso como para que, cada vez que se discute sobre laicidad, religión, etc., se rememoren los viejos agravios, pues, como resumió Ruiz de Alarcón, el agravio busca siempre venganza.
¿Es posible un compromiso? Me atrevo a decir que lo es, sin ningún género de dudas, y eso es lo que trato de resumir en la fórmula de la laicidad ecuménica. La escuela, no importa su titularidad ni su orientación, es en todo caso una institución que debe, en parte, servir a los intereses generales, sobre todo a la convivencia. No emplearé tiempo en justificar que esto significa laicidad, entendida como un énfasis en lo común. Por lo tanto, las creencias, incluidas las religiones y sus negaciones, deben quedar fuera del núcleo institucional, entendiendo por tal el currículum, la evaluación y el horario correspondiente. De no ser así, cada escuela confesional excluiría de derecho o de hecho a los alumnos de otras confesiones, incurriría cuando menos en un sesgo adoctrinador y no podría ser el microcosmos de la sociedad que, como institución pública, debe ser. En el caso español, esto requiere la revisión del Concordato con la Santa Sede (en cualquier caso, que un currículum nacional se vea determinado por un tratado internacional con un miniestado tan peculiar resulta algo estrafalario). Pero esto no quiere decir que la religión salga fuera de la escuela.
El objetivo laicista de separar estrictamente escuela y religión deriva de la identificación de la primera con la enseñanza y de la segunda con el adoctrinamiento; y las dos ecuaciones son verdad, pero sólo parte de la verdad, pues la escuela es más que la enseñanza y el conocimiento de la religión no sirve solo al adoctrinamiento. Al propugnar el sacerdocio universal, la reforma protestante sentó las bases para la privatización de la religión y, a pesar de una primera proliferación de iglesias nacionales, identificadas con las monarquías de turno, para la separación entre la iglesia y el estado. El ideal educativo laicista, identificable con la école unique de la III República francesa, ha sido siempre la estricta evacuación de la religión de las instituciones públicas. Hay y ha habido otras versiones de la laicidad, como la resignada neutralidad norteamericana o el anticlericalismo de los regímenes comunistas, pero el laicismo español bebe sobre todo de la primera fuente (con aromas de la tercera). La idea pudo ser muy razonable en la Francia republicana hostigada por el legitimismo, pero el mundo actual es otro. Cuando escribo esto, Francia vive consternada por los atentados yihadistas de sus propios ciudadanos, mantiene el nivel de alerta máximo e interviene en la guerra contra DAESH en Siria. Se pueden discutir los detalles, pero parece claro que el proyecto de reducir la religión a una actividad privada ha fracasado.
En el mundo actual, en el que la religión es el motivo proclamado del principal conflicto internacional, al menos para el bando que tiene la iniciativa, línea de fractura de numerosas contiendas civiles (Yugoslavia, Chechenia, Líbano, Somalia, Sudán, Nigeria…, sin olvidar Irlanda del Norte) y un poderoso elemento de movilización terrorista en Europa, Asia y África, parece difícil de justificar que la escuela se mantenga al margen. La respuesta más elemental es que las grandes religiones, en las dosis y las formas adecuadas, sean objeto de estudio en las aulas. No discutiré aquí cómo, en qué dosis, con qué estatus curricular, a qué edad, etc., básicamente porque queda más allá de mi competencia, pero sí diré que la enseñanza sobre las religiones ha de versar sobre los hechos religiosos, y que al decir tal no me refiero ni a sus blasones (eso queda para sus propias actividades educativas) ni a sus baldones (eso, si es relevante, queda para la historia y las ciencias sociales), sino a lo que ellas mismas dicen de sí y, de acuerdo con ello, hacen: creencias, ritos, tabúes… Esta es la base de la comprensión, la tolerancia y el respeto mutuos, a la vez que probablemente el mejor antídoto contra el adoctrinamiento excluyente.
Por otra parte, la escuela es mucho más que la enseñanza. En particular, por más que esta idea pueda desagradar a muchos profesores poco seguros de su función, es la institución encargada parcialmente de la custodia de los menores. Esto hace que, además de la enseñanza propiamente dicha, albergue toda otra serie de actividades que combinan en distintas proporciones las funciones de cuidado y formación, incluidas muchas para las que simplemente aporta un recinto seguro y que son gestionadas por otras instituciones (p.e. municipales), por asociaciones (p.e. ONG), por las familias o por los propios alumnos. Aquí puede encajar perfectamente, en todas las instituciones escolares, la formación confesional: en el recinto escolar, al amparo de la escuela y cercana al horario escolar aunque, como ya he dicho, fuera de este horario, del currículum oficial y de la evaluación, y para los alumnos cuyas familias así lo elijan (o, a partir de cierta edad, si ellos mismos lo hacen). Anticipo decenas de objeciones laicistas y de protestas confesionalistas, pues para los militantes de ambos bandos esto sería rendirse al otro, pero, a reserva de ser afinada, me parece una buena base para un compromiso ampliamente mayoritario.
¿Por qué iba la escuela pública-estatal a aceptar la formación religiosa? Primero porque, en las condiciones propuestas, es difícil imaginar qué se gana con no hacerlo, es decir, con forzar a alumnos y familias a obtenerla fuera. Segundo, porque, hablando de menores, albergar la formación religiosa en el mismo recinto escolar es reducir los riesgos, la polución atmosférica y el tiempo de traslado de alumnos y progenitores asociados a no hacerlo. Tercero, porque resulta difícil justificar que los centros puedan albergar cerámica, fútbol, taekwondo, manga o cualquier otra actividad extraescolar pero no la formación religiosa que muchas personas consideran irrenunciable. Cuarto, porque, cuando la religión se ha convertido en combustible para conflictos a menudo violentos y algunas religiones, o algunos de sus seguidores, apuestan por llevarlas a la política, traerlas al espacio escolar es ganar transparencia para todos y apertura para sus pupilos. Quinto, porque eso daría satisfacción suficiente al art. 27.2 de la Constitución Española: «Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones».
¿Por qué iba la escuela concertada o privada a aceptar separar la formación religiosa de la enseñanza reglada? Si no falta quien vocifera o incluso quien mata por motivos religiosos, no cabe esperar que todo el mundo esté de acuerdo, pero son muchos los centros de origen o de adscripción religiosa que ya respetan las distintas distintas y que apenas dan una formación religiosa de baja intensidad, y no son pocos los que se declaran laicos o aconfesionales. Una fe sincera difícilmente puede conjugarse con la imposición o con la exclusión activa del conocimiento de otras creencias. En todo caso, para las escuelas privadas y concertadas sería una mala estrategia guiarse por las solas opiniones de sus titulares, siendo mucho más prudente atender a las preferencias de su público, que en cada caso está formado por cientos de familias, y estas confluirán siempre más fácilmente en fórmulas que se muestren capaces de integrar distintas sensibilidades.