Una de las pocas certezas de la crisis es que esta obliga al cambio económico, político y social de todos y cada uno de los ámbitos de la vida social. En el ámbito público estos cambios se hacen evidentes a través de los recortes presupuestarios, en las formas de reorganización de la prestación de los servicios, en las pautas de comportamiento de la demanda social o en la misma articulación de las formas de reivindicación y/u oposición ciudadana.
La educación no solo no es un excepción, sino que es un observatorio privilegiado para analizar estas transformaciones. En efecto, en los últimos años, la educación en muchos países, y especialmente en el Sur de Europa, ha sido sacudida de forma radical, con recortes presupuestarios que han alcanzado en ocasiones el 20% del gasto público. Estos recortes han tenido efectos en varias dimensiones de la equidad educativa o en las condiciones de trabajo del profesorado. Pero la crisis no solo repercute en los recursos. A menudo, se convierte en oportunidad para que distintos gobiernos impulsen una agenda de reformas, normalmente de naturaleza conservadora, que en ningún otro momento tuvieron la legitimidad de aprobar: refuerzo de las direcciones escolares y de los modelos de liderazgo escolar, back to basics en el curriculum para reforzar los saberes instrumentales o nuevos modelos de evaluación del profesorado, son algunas de las reformas que se presentan como ‘inevitables’ como respuesta a la crisis.
La crisis deviene entonces una oportunidad para subrayar los males de una escuela pública anquilosada y tradicional. Las criticas parecen llegar desde varios frentes. Por un lado, las tendencias de privatización de servicios públicos y de generación de partenariados público-privado a escala global van acompañados de una ideología que atribuye a los sistemas de provisión pública buena parte de los males de la ineficacia y la ineficiencia en la gestión. La burocratización de la gestión, la ausencia de incentivos, los intereses corporativos o las rigideces organizativas, son factores que impiden la innovación educativa, la diversificación y la creatividad.
Paradójicamente, una de las razones que tradicionalmente justificaban la intervención pública en educación (las imperfecciones del mercado para proveer un sistema eficaz y equitativo) se obvia para invertir la ecuación. Así, es la demostrada ineficacia pública que requiere de la intervención del mercado a través de sistemas de provisión y gestión que emulen el comportamiento empresarial y la competitividad. Este discurso global se expande a través de la llamada Nueva Gestión Pública, impulsada tanto por organismos internacionales como por gobiernos nacionales de distinto color político. La fuerza de este discurso (y hoy ya de estas políticas) parece olvidar no solo una historia de renovación pedagógica y de transformación educativa asociada a la escuela pública, sino el mismo principio de garantía de derecho a la educación gratuita, laica y universal que solo puede garantizar la educación pública.
Por otra parte, la educación pública sufre un grave problema de protección política. Una lógica de planificación basada en el seguimiento de la demanda social de educación, el cierre de escuelas y clases en centros públicos, la inacción ante la creciente segregación escolar, son muestras de una toma de decisiones que tiene claros efectos sobre el progresivo abandono de la escuela pública. La falta de protección de la educación pública por parte de quien debiera protegerla es percibida por la ciudadanía, y especialmente para unas clases medias que, o bien la rehúyen recurriendo a la escuela privada, o bien (como ocurre a menudo en momentos de crisis) adoptan estrategias de clausura social dentro del mismo sector público.
En el primer caso el efecto es el de convertir la escuela pública en espacio residual de formación de ciudadanos que no pueden acceder al mercado: pobres, inmigrantes y los nuevos working poor acaban por convertirse en los grupos sociales mayoritariamente usuarios del sector público, incapaces de huir de esta escuela para recurrir a una escuela privada donde se depositan mayores expectativas de movilidad social.
Pero es el segundo caso lo que hace más «daño» a la educación pública. La clausura o cierre social es cada vez más una práctica que se extiende en varios sistemas europeos en tiempos de crisis. Clases medias que no pueden (o incluso no quieren) recurrir al mercado optan por cerrar filas en espacios públicos que son capaces de rechazar el intrusismo externo. Se producen así procesos de apropiación de lo público. En estos procesos colaboran a menudo familias y profesorado en un entorno social homogéneo que les garantiza unas condiciones educativas idóneas, la «voz» necesaria para defender su singularidad y, muy a menudo, los recursos económicos y culturales para convertir la escuela en un espacio pedagógicamente envidiable (colonias de nivel pijo, constantes salidas educativas, charlas con invitados ilustres, actividades complementarias pagada por las familias, etc.). Estos sectores se integran a menudo en movilizaciones de defensa de la escuela pública, al tiempo que perseveran en el mantenimiento de un proyecto educativo que justifica los mecanismos implícitos de exclusión de determinados sectores de la población.
Se genera así una fractura dentro del mismo sector público, tan dolorosa como paradójica. A menudo tanto maestros como familias de estas escuelas son buenos portavoces de defensa de la escuela pública. Son activos en asambleas y manifestaciones, y suerte tiene la educación pública de contar con la voz de una clase media dispuesta a reivindicar los servicios públicos y a oponerse a los recortes. Pero al mismo tiempo, la práctica de clausura social genera mecanismos de apropiación y exclusión. El carácter tradicionalmente interclasista de la escuela pública da paso a una progresiva segmentación y a la diferenciación social interna, altamente preocupante desde el punto de vista de la equidad y la igualdad de oportunidades educativas. La crisis no hay duda de que ha acentuado este proceso.
Si queremos una educación pública innovadora, creativa, participativa, con capacidad de autogestión y como espacio de formación de ciudadanía crítica, debemos asegurar los mecanismos que permitan que todos estos atributos sean posibles y asequibles para todos los grupos sociales. Los procesos de clausura social y de apropiación de los espacios públicos no son garantía ni modelo inicial que arrastre el resto de escuelas, y menos aún a las más precarias.
Xavier Bonal, GEPS, Universitat Autònoma de Barcelona