Entre unos currículos enciclopédicos, la alargada sombra de las evaluaciones externas, unas jornadas extenuantes y la apuesta por un modelo empresarial de dirección, ¿dónde queda la autonomía de los docentes? Solo faltaba el desmantelamiento de los centros de formación del profesorado -focos de ideologización, en palabras de Cospedal- para consumar la perseguida descualificación profesional de maestras y maestros.
Llega septiembre y con él el nuevo curso: nuevo centro tal vez, nuevos grupos, caras nuevas: cientos de chicas y chicos que nos afanaremos en conocer y con los que tejer complicidades. Llega septiembre y es momento también de anticipar qué posibles caminos, qué posibles escenarios pueden contribuir a desarrollar aquellos aprendizajes que consideramos pueden dar respuesta a las necesidades formativas de alumnas y alumnos y a las necesidades también de bienestar y justicia del mundo que habitamos.
Si nos guiáramos exclusivamente por lo que de educación se publica en los medios podríamos creer que toda España anda inmersa en proyectos de innovación educativa. Pero más allá de la solidez o fragilidad de estas iniciativas; más allá de la naturaleza de su desarrollo en las aulas -más o menos democrática, más o menos impuesta «desde arriba»-; más allá del para qué de estos afanes, la realidad es que en la mayor parte de los centros reinan la tradición y la rutina.
No nos engañemos. Maestros y maestras nos encontramos bajo un fuego de discursos cruzados. De un lado, encendidas defensas de una inaplazable renovación metodológica que -tal y como se está haciendo en muchos casos- da respuesta a los síntomas, aunque no siempre a los dos principales problemas de nuestro sistema educativo: la exclusión escolar y la complacencia con el mundo heredado, un mundo atravesado por la injusticia y por una frenética depredación del planeta. De otro lado, una rigidez asfixiante en las estructuras organizativas, en los espacios y tiempos escolares, en los interminables currículos disciplinares. Curiosamente, de la mucha tinta vertida en torno a la necesaria transformación de otros aspectos, el currículo apenas se cuestiona. Pareciera que no es sino una Verdad Revelada que no se puede discutir; pareciera que su confección correspondiera a unos expertos que dominan unos saberes inextricables con quienes no es posible imaginar siquiera el diálogo ni el debate.
Quienes llevamos años trabajando en las aulas sin libros de texto, quienes llevamos años presentando programaciones alternativas a las oficiales de nuestros respectivos departamentos didácticos -a menudo mera transcripción del manual de turno- solíamos bromear con nuestros colegas afirmando que nuestras programaciones eran mucho más respetuosas con la legislación que las suyas. Las elaborábamos con el currículo en la mano y con una mirada atenta a nuestro contexto escolar preciso y al contexto social y político, a la precisa coyuntura histórica en que anduviéramos inmersos. Hasta hace no mucho, una lectura atenta del currículo permitía desarrollar actividades y proyectos mucho más coherentes con los objetivos educativos que las propias leyes establecen en sus pomposos preámbulos que con el tributo ciego a las rutinas docentes. Por críticos que fuéramos con los decretos curriculares había espacios para conciliar prescripciones y convicciones, aunque fuera a costa de apartarnos de aquellos niveles educativos en que tal conciliación no era posible.
Hasta hace bien poco, digo. En los últimos años se multiplican las voces de quienes sugieren renunciar a la presentación de programaciones alternativas para evitar problemas con la inspección o la dirección de los centros, endurecidas ambas en los últimos años (y en algunos territorios). Por otra parte, es algo que venimos escuchando desde hace años de boca incluso de colegas que apuestan por prácticas verdaderamente transformadoras: que de lo que se trata es de poner en programaciones y memorias lo que siempre se ha puesto pero de hacer luego lo que nos dé la gana.
Creo, sin embargo, que esta no puede ser la salida. En primer lugar, por una cuestión de transparencia. No se trata de hacer lo que nos dé la gana en las aulas. Por respeto a nuestro alumnado, a sus familias, al resto del claustro e incluso a la sociedad en su conjunto, debemos rendir cuentas de lo que ocurre en nuestras clases y en nuestros centros escolares. En segundo lugar, por una cuestión de eficacia. Las resistencias aisladas -afirma Jurjo Torres- son tan costosas como estériles. Si creemos en lo que hacemos, si no tenemos nada que esconder, hora es ya de salir de los armarios pedagógicos y de contribuir a un debate abierto y argumentado en torno a los currículos escolares. Solo así conseguiremos pasar de las cuestiones estrictamente ligadas al cómo para llegar al qué y al para qué, que es lo que verdaderamente importa.
«La calidad de los sistemas educativos se mide por la calidad de sus docentes», repiten como un mantran quienes se aprestan a convertirnos en peones en la cadena de montaje del descomunal supermercado educativo. Frente a la creciente descualificación profesional a que estamos sometidos, entre una Administración educativa que se lava las manos tanto en la formación inicial como permanente del profesorado y que mantiene unos procedimientos de acceso a la función docente absolutamente trasnochados, y unas empresas que están sabiendo aprovechar el extraordinario nicho de mercado que el Estado desaloja, reivindiquemos un empoderamiento del profesorado capaz de convertirse, como reclamaran hace décadas Edward Said y Noam Chomski, en auténticos intelectuales que se preguntan por el sentido de lo que hacen.
Si antes he sostenido que hasta hace bien poco los propios decretos curriculares podían llevarnos mucho más lejos de lo que lo hacía la tradición escolar, es verdad que la LOMCE y sus reválidas nos lo ponen aún más difícil. Quizá es hora de pasar las líneas rojas allá donde haga falta aunque no tengamos ni a los jesuitas ni a la Fundación Telefónica para cubrirnos las espaldas. Desobedezcamos el currículo si es preciso. Pero pongámoslo por escrito y aduzcamos las razones.
Creo más en la memoria que en la programación, y pienso que esta última debiera parecerse más a la estrategia con que un entrenador deportivo prepara su próximo encuentro que a esos formularios que pretenden ahormar lo que no es sino incertidumbre. Pero sea lo que sea lo que entendamos por programar, seamos valientes y hagámoslo con la mayor honestidad posible, asumiendo las consecuencias que de ello se deriven y por supuesto también nuestros inevitables errores.
Guadalupe Jover es profesora de Educación Secundaria