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Si nos preguntamos por las grandes fracturas de nuestro tiempo, vemos que tienen un carácter ecosocial. El cambio climático, la superación de los límites de la naturaleza, la crisis de reproducción social, la profundización de las desigualdades y la pérdida de calidad y legitimidad democrática evidencian crisis multidimensionales, que se encuentran interconectadas y tienen raíces comunes.
Hemos construido una cultura que mira a la naturaleza y a las personas desde la exterioridad y la instrumentalidad, que esconde la vulnerabilidad de cada vida humana e invisibiliza las relaciones y trabajos necesarios para reproducir y sostener cotidianamente la vida. Nuestra civilización tiene un enorme problema: cree que progresa mientras se destruye a sí misma.
La vida económica se articula alrededor de la obtención del beneficio en el menor plazo posible de tiempo, utilizando ese planeta finito como un almacén de recursos y un vertedero que da síntomas de agotamiento. El dinero ha adquirido una dimensión sagrada. Creemos y sentimos que necesitamos dinero más que alimento, aire, limpio, agua o cuidados.
El resultado es que hoy habitamos un planeta esquilmado y degradado en el que la vida se ve cada vez más amenazada. El empobrecimiento y la expulsión de amplios sectores sociales se acrecientan; las violencias machistas son cada vez más visibles y generan una mayor resistencia; y la corrupción, la pérdida de calidad de la democracia y el aumento de la represión y pérdida de libertades adquieren ya formas escandalosas.
Urge un cambio de rumbo que reconozca los límites físicos de la Tierra y la vulnerabilidad de cada vida humana. Sólo desde la consciencia de que hay que sostener la vida, es posible recomponer los metabolismos económicos y reorientar la política de modo que la prioridad sea la supervivencia en condiciones dignas.
Este cambio es, obviamente, estructural. Obliga a transformar los modelos productivos poniendo en el centro las necesidades humanas, las de todas las personas, y produciendo aquello necesario para satisfacerlas. La clave es hacerlo, además, situando la justicia y el cuidado como principios organizadores de la política. Nos referimos a un necesario reparto de la riqueza y de las obligaciones que se derivan de la reproducción social, entre otras el trabajo de cuidados, que no es una obligación de las mujeres, sino un requisito “civilizatorio” que debe ser compartido entre hombres, mujeres e instituciones.
Sería ingenuo pensar que se puede conseguir esta transformación sin la movilización de mayorías sociales y sin conflicto.
La educación no es ajena a estas tensiones y fracturas. Las escuelas y los institutos, lo que se estudia en ellos y el modo de hacerlo, son también un campo de batalla. Se dirime si educar para legitimar el modelo actual y posicionarse en él de la forma más ventajosa posible, o educar para que las personas comprendan los grandes problemas que ya tenemos delante y adquieran valores, habilidades y conocimientos que les permitan desenvolverse ante ellos.
Una educación enfocada a la resolución de los problemas sociales, económicos y ecológicos, una educación que se vuelque en la consecución del bienestar para todos y todas, en la transformación de personas capaces de percibirse como ecodependientes y que sean conscientes de las profundas interdependencias que nos permiten estar vivas, puede jugar un papel fundamental en el cambio de paradigma civilizatorio que cada vez es más urgente.
Nos referimos a una educación construida sobre los pilares que permiten sostener la vida. Una educación que sitúe la vida en el centro de la reflexión y de la experiencia, que permita vincularse al territorio próximo y a la comunidad, que desenmascare y denuncie el actual modelo de desarrollo y permita imaginar, construir y experimentar alternativas.
Será importante reconocer el sol como motor de la vida, la fotosíntesis como la tecnología natural que permite captar la luz solar y comenzar las cadenas tróficas. Entender que en gran parte somos agua y que ésta juega un papel central en la creación de comunidades humanas, en la geopolítica o en la economía. Estudiar el aire, conocer las partículas tóxicas que contiene en las ciudades y las consecuencias de esta contaminación, que afecta a nuestra salud.
Una educación que ponga la vida en el centro, ayudará a establecer vínculos afectivos con el resto del mundo vivo. Permitirá aprender el respeto a los animales no humanos, a reconocernos parecidos y diferentes a estos compañeros de vida planetaria y a denunciar la violencia contra ellos.
Será importante aprender que la verdadera riqueza es aquella que surge de la interacción del trabajo humano con la naturaleza para obtener los bienes y servicios que necesitamos para mantener la vida. Y que el trabajo también es necesario para cuidar de cada vida vulnerable, sobre todo en algunos momentos del ciclo vital como son el de la crianza, vejez o la enfermedad. Deberemos saber discriminar cuáles son los trabajos socialmente necesarios, y cuáles son dañinos y deberán ser reorientados a partir de transiciones justas.
Otorgar sentido educativo y político a los cuidados básicos es una práctica central en la sostenibilidad. Desde la práctica de cuidar a seres vivos, mediar en un conflicto, ayudar a mantener limpia el aula, descubrir los trabajos invisibles que se hacen en el espacio doméstico, en la escuela o en el comedor. Son formas de aprender a corresponsabilizarse en el sostenimiento de la vida.
La educación también puede ayudar a comprender y experimentar que la justicia y la equidad son elementos centrales para construcción de comunidades resilientes y armónicas. Debe proporcionar criterios para que las personas sean capaces de denunciar la explotación, la desigualdad y la injusticia, capaces de denunciar que hay personas –hombres adultos en su mayoría- que detraen de otras –generalmente mujeres- tiempo que les permite escaquearse del cuidado de las personas que dependen de ellos e incluso de su propio autocuidado. Se trata de ser capaces de exigir que todas las personas puedan satisfacer sus necesidades de forma suficiente y el reparto equitativo y solidario de la riqueza y de las obligaciones.
Educar en la justicia e igualdad requiere respetar también la singularidad. La escuela debe situar la diversidad como lo que es, un verdadero seguro de vida para la propia vida. Nos referimos a la diversidad en formas de aprender, de los tipos de familia, de caminar, de comunicarse, de amar o desear.
Trabajar la centralidad de la vida es apostar por lo que llama Vandana Shiva la democracia de lo viviente. Un sistema de gobierno de la Tierra en el que el interés de todos los seres vivos (plantas y animales incluidos), cuente a la hora de construir el presente y el futuro.