Los estudiantes latinoamericanos, de secundaria o de educación superior, han sido los portavoces más potentes de las demandas por el derecho a la educación. Son ellos y ellas quienes han creado las condiciones más claras para la discusión política y ciudadana sobre reformas educativas en nuestros países.
Los estudiantes de Chile, Honduras o México, en distintos momentos o reivindicaciones, constituyen esfuerzos contra la imposición de una visión neoliberal de lo educativo.
En el 2015, Guatemala fue escuchada en el plano internacional. Las presiones ciudadanas (más otros factores de fuerza como la presión del Norte, o la Comisión Internacional contra la Impunidad y el Ministerio Público), causaron la caída de un gobierno de corte militarista y altamente comprometido con la corrupción. Sin embargo, en el abrigo del olvido se encuentra un hecho que debemos resaltar: fueron los estudiantes de las escuelas normales del país, los que ya en los inicios de ese gobierno, 2012, se enfrentaron a la imposición de políticas públicas sobre educación. La lucha fue contra el cierre de la carrera de Magisterio, pues en Guatemala, hasta ese momento, los docentes de primaria y preprimaria eran formados en el nivel secundario. El argumento fue mejorar la calidad y para ello pasar la formación magisterial a la educación superior. Algo muy discutible en un entorno como el guatemalteco. Pero no hay argumento posible frente a la imposición irrespetuosa, el silenciamiento o la creación de normativas que tildaron a los estudiantes participantes en todo tipo de manifestación como “terroristas” (así se indicó en el Reglamento 1505-2013 del Ministerio de Educación). Ellas y ellos fueron repudiados, avergonzados públicamente por la misma ministra de Educación, golpeados por policías, abandonados por profesores sindicalizados, amenazados si se organizaban.
Ya es una constante que ante demandas y movilizaciones estudiantiles siempre aparecen la descalificación, la burla y la reprimenda pública. Por supuesto, también la represión, el control y la violencia.
Necesitamos asumir que toda reforma educativa, o simple cambio de políticas públicas, necesita y se enriquece con el aporte de las y los estudiantes. Su visión del mundo es otra. Su mirada, más que técnica, es una mirada desde otra sensibilidad, tan necesaria para comprender la realidad educativa.
Los cambios educativos, ¿a quién o a qué deben responder? Según la dinámica como se generan, así es evidente a favor de quién y de qué surgen. Las imposiciones que provienen de gabinetes ministeriales, que responden a su vez a gabinetes de instituciones internacionales, responden a las necesidades globales vinculadas al mantenimiento del orden económico dominante. La educación hace su aporte en la construcción de las condiciones para reforzar en la población escolar las capacidades económicas e ideológicas favorables a ese orden. Las transnacionales, más que los Estados, imponen una agenda educativa lejana de los intereses y reivindicaciones de pueblos y organizaciones populares. Esta distancia empuja a la imposición de visiones y prácticas educativas, con violencia si es necesario.
Los movimientos estudiantiles en América Latina constituyen la expresión más cercana a las demandas de los pueblos, en muchas ocasiones más que los mismos docentes, pues estos, salvo excepciones, no han sabido ir más allá de sus demandas sectoriales.
Estamos frente a luchas reales por los derechos humanos. Reflejan la práctica concreta de una educación ciudadana y política que puede ser la escuela necesaria para transformar la cultura política predominante. Al constituir la manera más sensible, apasionada y real de reivindicaciones, la visión, la voz y la propuesta de los estudiantes es imprescindible. Solo, claro está, si anhelamos que la educación esté situada en el camino por el que transitan las transformaciones fundamentales en la vida de nuestros pueblos.