Haití ha sido nuevamente devastado por una tragedia que no tuvo nada de “natural”.
El huracán Matthew arrasó la región Sur de la isla que comparten ese país y la República Dominicana. Una misma isla dividida por un río que el huracán ha decidido ignorar, generando enormes destrozos y desolación, aunque de consecuencias muy dispares a ambos lados de la frontera. En Haití, el número de muertos ya supera los 900, según organizaciones internacionales que trabajan en la región del desastre. Más de 500 mil personas han perdido sus casas y 750 mil se encuentran desamparadas. En República Dominicana, ha habido 4 muertos, 800 evacuados y cerca de 200 casas fueron destruidas por los fuertes vientos. En el estado de Florida, han muerto 5 personas y en Cuba, donde el huracán destruyó la histórica ciudad de Baracoa, en la provincia de Guantánamo, no se registraron víctimas fatales.
En enero de 2010, un terrible terremoto asoló el país y dejó 316 mil víctimas bajo los escombros, según estimaciones del propio gobierno haitiano. La capital, Puerto Príncipe, y algunas de las principales ciudades quedaron destruidas y aún hoy permanecen con gravísimos problemas de infraestructura.
Los desastres que asolan Haití no son “naturales”, sino más bien políticos y sociales. Se enraízan en la historia de atropellos, colonialismo, depredación y abandono que ha vivido el país desde que se transformó en la primera nación independiente de Latinoamérica, y en la primera en abolir la esclavitud. Una nación negra, de libertos y libertarios que pagó el alto costo de querer emanciparse de los imperios, transformándose en un laboratorio de injusticias, abusos y humillaciones que siguen costando miles y miles de vidas cada vez que el viento sopla o cada vez que la tierra tiembla. Haití, la nación de la heroica independencia y de la pobreza más extrema, la más injusta y desigual de las Américas, la que la naturaleza y los poderosos parecen haberse ensañado con ella, robándole todo lo que pudo haber tenido alguna vez valor, incluida su gente.
Los desastres que la naturaleza produce en los países que han sido arrasados por la opresión y el abandono, suelen ser muy semejantes a los que producen las guerras: sus principales víctimas son los niños y las niñas. En el terremoto de 2010, se estima que cerca de la mitad de los muertos tenía menos de 18 años, o sea, algo más de 150 mil personas. El huracán Matthew ha dejado alrededor de 400 niños y niñas muertos y centenas de huérfanos. Casi la mitad de los 750 mil desamparados son niños, niñas y jóvenes.
El terremoto destruyó muchísimas escuelas y hospitales, en un país con una infraestructura precaria y siempre insuficiente.
Los dictadores, oligarquías, mafias e imperios que han dominado la política haitiana durante buena parte de su historia, tienen el dudoso mérito de haber hecho de esta, la nación con el sistema educativo más privatizado del continente y uno de los más privatizados del mundo. Menos del 15% de las escuelas del país son públicas.
Algunas agencias internacionales, como el Banco Mundial, han reforzado la privatización del sistema escolar y desperdiciado la oportunidad de reconstruir, después del terremoto, el sistema educativo haitiano sobre una estructura pública más sólida y con mucho mayor apoyo estatal. Desde el desastre de enero de 2010, el valor de las tasas pagadas en las escuelas se ha duplicado. En un contexto como este, el Banco Mundial, ha estimulado que el Estado haitiano y la cooperación internacional subsidien el pago de las cuotas de las escuelas privadas, reproduciendo así las estructurales desigualdades educativas del país y subordinando el derecho a la educación a la capacidad que tenga el gobierno para mantener el subsidio a la iniciativa escolar privada. El terremoto destruyó un sistema educativo precario, desigual, injusto y atravesado por el lucro que genera la miseria cuando busca, por todos los medios, el camino de la felicidad. Sobre sus escombros se reconstruye un sistema educativo también desigual e injusto, precario y degradado, casi exclusivamente privado, que ahora ha sido golpeado por un viento tan arrasador e indolente como lo han sido siempre los que gobernaron los destinos de ese heroico y castigado país desde más de 200 años.
Las escuelas de la región Sur del país están destrozadas, sería un error pensar que las derrumbó solo el viento.
Hay una inmensa hipocresía en las ocasionales voces de solidaridad y congoja que se alzan en defensa de Haití y de los haitianos cuando se desata sobre el país un nuevo desastre humanitario. Siempre ocurre lo mismo, los días sucesivos a la devastación, Haití ocupa lugares destacados en la prensa internacional. Luego, a veces en apenas algunas horas, su presencia va diluyéndose, apagándose abruptamente, pasando inadvertidos los efectos más desoladores de la tragedia humana vivida por su población, especialmente, por sus niños y niñas.
Cuando las ráfagas de viento han cesado y la tierra ha parado de temblar, en Haití quedan el desamparo y el abandono. Solo algunas pocas organizaciones internacionales cooperan de manera efectiva y activa con el país: Unicef, Oxfam, Acción contra el Hambre, Save the Children, la Cruz Roja, entre otras, aunque no muchísimas más. Algunas grandes fundaciones y organizaciones no gubernamentales que desarrollan trabajos de apoyo en la isla gastan buena parte de sus recursos en el mantenimiento de sus propios programas con bajísimos beneficios para la población civil.
Los gobiernos latinoamericanos, con excepción de Cuba, Venezuela y Puerto Rico, han considerado que la mejor forma de colaborar con Haití podría ser mandando soldados. Hace más de 12 años, se ha establecido la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití, la MINUSTHA, que actualmente posee cerca de 5 mil efectivos, entre militares y policías. Para el período comprendido entre julio de 2016 y junio de 2017, la misión posee un presupuesto de casi 320 millones de euros. Brasil comanda la fuerza militar que, desde su origen, ha contado con la participación de los ejércitos de 48 países, entre ellos, Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Paraguay, Perú y Uruguay. No deja de ser frustrante y penoso que, durante una década de profundas transformaciones democráticas vividas en Latinoamérica, países como Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador o Uruguay, hayan tenido más soldados que docentes, médicos, trabajadores sociales o ingenieros en Haití.
El huracán Matthew ha pasado, quedan sus consecuencias. Entre ellas, un brote de cólera, enfermedad que ingresó al país con efectivos del ejército nepalés y que, desde entonces, ya ha cobrado más de 9 mil muertos, más de 5 mil de ellos, niños y niñas. La epidemia de cólera, que entre enero y agosto de este año ya había contabilizado 27 mil casos, podrá recobrar fuerza y, según Médicos del Mundo, alcanzar a más de 50 mil personas en los próximos meses.
El huracán Matthew ha pasado y Haití solo volverá a ser noticia cuando nuevos muertos, miles y miles de muertos, gran parte de ellos niños y niñas, vuelvan a amontonarse en sus ciudades destruidas, arrasadas, olvidadas.
Pablo Gentili, secretario ejecutivo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), profesor de la Universidad del Estado de Río de Janeiro (UERJ) y autor del blog Contrapuntos, en el periódico El País.
FOTO: El 14 de octubre de 2016, algunos chicos juegan al fútbol en el patio del colegio. Les Cayes, Departmento del Sur, Haiti.