A comienzos del año 2015, el gobierno aprobó un Real Decreto que cambiaba la ordenación de los estudios universitarios. Hasta entonces, de acuerdo con lo que se había dispuesto en un anterior Real Decreto de 2009, los grados universitarios contaban en todos los casos con una carga académica de 240 créditos ECTS, equivalentes a cuatro años de estudio a tiempo completo, mientras que los másteres tenían habitualmente una carga de 60 créditos ECTS. La nueva norma abría la posibilidad de que los grados pudieran tener una carga mínima de 180 créditos y un máximo de 240, mientras que los másteres variarían entre 60 y 120 créditos. Dado que la admisión al doctorado, el grado académico superior, exige haber cursado 300 créditos, eso planteaba la coexistencia de dos posibles configuraciones: tres años de grado más dos de máster (3+2) o cuatro años de grado más uno de máster (4+1). El Real Decreto generó mucha contestación y desde entonces estamos dando vueltas a este asunto.
¿Cuál es la novedad y qué implicaciones tiene? En primer lugar, hay que decir que la nueva norma venía a trasladar a España un criterio bastante extendido en otros sistemas universitarios europeos, según el cual no todos los grados tienen por qué tener la misma extensión, pudiendo realizarse una oferta de grados de 180 créditos (tres años a tiempo completo) o de 240 (cuatro años). Hasta ahí no debería haber problema, pues la tradición universitaria española distinguía tradicionalmente entre estudios de primer ciclo (tres años), de segundo ciclo (dos años) y de ciclo largo (cinco o seis años), sin que esa diferencia generase ninguna dificultad. Estaba bien aceptado que distintos estudios podían tener distinta duración y podían combinarse entre sí de diversos modos.
¿De dónde deriva entonces el rechazo? Más allá de la duración respectiva de los grados y los másteres, el problema que se plantea deriva de dos cuestiones colaterales, que no tienen que ver con la mera ordenación sino con las condiciones en que se lleva a cabo: la primera guarda relación con quién toma la decisión de que un grado concreto tenga una u otra carga académica y la segunda con el coste de los estudios.
Por una parte, el real decreto dejaba la decisión de proponer grados de una u otra duración a las universidades, individualmente consideradas. A partir de esa norma, sería cada una de ellas quien realizaría sus propias propuestas que, en caso de ser aprobadas por la correspondiente agencia de acreditación, podrían convertirse en títulos oficiales. Podría incluso suceder que un mismo título fuese ofrecido por una universidad con una carga de 180 créditos y por otra con 240, dificultando en consecuencia la equivalencia de las titulaciones conseguidas y su transparencia, tanto para los estudiantes como para la sociedad en su conjunto.
Esta desregulación (pues no otra cosa representa) implica la ruptura del marco común de titulaciones que hasta entonces venía rigiendo en el sistema universitario español, de modo que un mismo título podría en el futuro responder a formaciones diferentes y de distinta extensión.
Por otra parte, la diferencia de precios entre los estudios de grado y de máster, muy considerable en algunas comunidades autónomas, implicaría de hecho un encarecimiento de los estudios universitarios, al trasladarse un año del nivel de grado al de máster. Además, la reducción de créditos de algunos grados podría suponer de hecho para los estudiantes la necesidad de completarlos con un máster. Es esta segunda razón la que más rechazo provocó, sobre todo entre las organizaciones de estudiantes y de padres y madres de alumnos.
Desde mi punto de vista, esta segunda objeción no debería ser un problema grave para la adopción de un nuevo modelo de ordenación académica, pues bastaría con disminuir o eliminar la diferencia de precios entre los estudios de grado o máster. El aumento de las tasas universitarias ha sido un elemento más de la política aplicada de reducción del gasto público en educación, que merece ser revertida. Por lo tanto, no hay que darla por inamovible.
En mi opinión, la primera objeción es más seria, pues supone de hecho la quiebra del principio de cohesión que debe regir al sistema universitario, en aras de una mal entendida autonomía universitaria. Como he tenido ocasión de señalar en otros lugares, esa desregulación puede tener consecuencias negativas por la renuncia que implica a armonizar (no uniformizar, que es un principio discutible) el sistema universitario. Estoy firmemente convencido de que necesitamos una regulación más flexible en lo que respecta a la vida universitaria en su conjunto, pero manteniendo en todo caso un marco compartido que sirva de referencia para todas las universidades.
Estos serían los problemas que plantea la nueva ordenación contemplada en el Real Decreto de 2015, que ha llevado a la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE) a plantear una moratoria para la propuesta y la implantación de los posibles títulos de 180 créditos correspondientes a estudios tradicionalmente impartidos en las universidades españolas. El propósito no consiste en oponerse a una normativa considerada peligrosa y que no es compartida, sino impedir la ruptura de un marco cohesionador común que, una vez fragmentado, podría resultar difícil de recomponer.
En estos próximos meses podremos ver qué voluntad negociadora existe por parte de las nuevas autoridades universitarias y qué margen existe para la revisión de la normativa adoptada en 2015. Pero no podemos ignorar que de cómo se resuelva dependerá en buena medida el futuro de la cohesión interna del sistema universitario español.
Alejandro Tiana. Rector de la UNED. Ex secretario general de Educación.