El pasado 1 de diciembre se aprobaba en el Congreso la creación de una Subcomisión «para la elaboración de un gran Pacto de Estado Social y Político por la Educación». Más allá de la perplejidad que causa que sea el mismo partido que ha impuesto la última refoma quien se apreste a llevar la batuta de su contrarreforma, y más allá del temor a que el Pacto sea un pacto exclusivamente de despachos, cuantos formamos parte de la comunidad educativa habremos de hacer un esfuerzo por hacer llegar no solo a la clase política sino al conjunto de la sociedad los motivos de nuestra inquietud, las razones de nuestra esperanza. De esa voluntad nacen estas líneas.
Fueron primero los recortes. Una reducción de 8.000 millones de euros en inversión educativa. 30.000 docentes menos. Abandono de la educación pública y campañas de descalificación de sus profesionales. Masificación de las aulas e incremento de las jornadas lectivas del profesorado hasta imposibilitar la atención personalizada a cada estudiante; hasta asfixiar también proyectos lentamente impulsados desde abajo que tocaban la médula de todo proceso educativo -proyectos de convivencia y resolución de conflictos, de coeducación, de interculturalidad, proyectos de lectura y biblioteca-. Tiempo de recortes dentro y fuera de la escuela que se ensañaban especialmente con los más vulnerables. Niñas y niños a quienes se dejaba a la intemperie en el afuera y a quienes se desproveía de todo tipo de ayudas en el adentro, pues los primeros en ser desmantelados fueron los equipos de Orientación: psicopedagogos, trabajadores sociales, logopedas, etc. Profesionales valiosísimos que hubieran podido atenuar tantos estragos en la vida personal y escolar de niñas, niños y adolescentes.
No resultará creíble, por tanto, ningún Pacto Educativo que no parta de la reversión de estos recortes y asegure el incremento sostenido del PIB dedicado a Educación hasta alcanzar algún día no muy lejano ese 6,2% de los «países de nuestro entorno» con los que tozudamente pretendemos compararnos.
Fue después la LOMCE, a la que su anteproyecto ponía rumbo: «Competir en la arena internacional». Toda su arquitectura era -es- coherente con el empeño de seleccionar a los mejores contendientes: competitividad, éxito y excelencia constituyen el campo semántico de su marco. De nada valió que, escuchadas las voces críticas, los legisladores espolvorearan luego otras palabras en su preámbulo que no dejaban, sin embargo, rastro alguno en los currículos. Una ley impuesta por la fuerza del rodillo parlamentario que no dudaba en mentir abiertamente: «Esta reforma del sistema educativo pretende ser gradualista y prudente, basada en el sentido común y sostenible en el tiempo […]. Esta Ley Orgánica es el resultado de un diálogo abierto y sincero, que busca el consenso, enriquecido con las aportaciones de toda la comunidad educativa». Una ley que se cargaba los restos de democracia que pudiera haber en los centros imponiendo desde arriba su dirección y arrebatando el voto a los consejos escolares. Una ley que certificaba la sustitución de los apoyos por reválidas y los desdobles por itinerarios de segunda. Duele abrir la puerta de cualquiera de estos grupos para constatar la «selección natural de las especies escolares» que confina en ellos a más chicos que chicas, más inmigrantes que nacionales, más niños de contextos desfavorecidos que de clases acomodadas. Ni coeducación, ni interculturalidad ni equidad ni decencia. Nunca creímos que llegaríamos tan lejos en la conculcación de una de las funciones esenciales de la educación: la compensación de desigualdades.
Ningún empeño por levantar un Pacto Educativo será, por tanto, plausible si no parte de la derogación de la LOMCE, un edificio carcomido desde los cimientos en el que no es posible introducir reforma alguna sin correr el riesgo de que se nos desplome y nos pille a todos dentro. La comunidad educativa reclama el derecho de poder participar en la decisión primordial, esto es, el para qué del edificio que queremos levantar, pues no es lo mismo dibujar los planos de una granja que de un hipermercado. El enfoque mercantilista y segregador de la LOMCE es tan descarnado que no basta con ponerle una escalera de incendios. No reclamamos buzones de participación como los del ministro Wert sino foros abiertos de deliberación y debate.
Algo de este camino tenemos también andado. Porque en paralelo a todo ello, a este tiempo de recortes y de caótica implantación de la LOMCE, hemos vivido un periodo fecundo de diálogo e intercambio. Quienes, hasta entonces, solo habíamos mirado nuestro sistema educativo desde nuestra precisa condición de docentes, estudiantes o familias empezábamos a encontrarnos y a construir, de verdad, comunidad educativa. Quienes hasta el momento habíamos escuchado con una cierta distancia cuanto ocurría en otras etapas o en otros territorios de la geografía española empezábamos a vislumbrar que cada una de las piezas que conocíamos formaba parte de un todo orgánico. Plataformas educativas y movimientos sociales especialmente comprometidos con la denuncia de las desigualdades y la insostenibilidad del planeta fuimos encontrándonos en el camino convencidos de que es imposible transformar la educación sin transformar el mundo, de que es imposible también transformar el mundo -un mundo que debiera poner en el centro la vida, una vida digna de ser vivida- sin transformar la educación.
Fuimos cobrando conciencia de que la Ley Wert iba mucho más allá de un ministro inaudito e, incluso, más allá del Gobierno del PP. La LOMCE no era sino la versión española de un modelo educativo que hacía décadas que se había afianzado en algunos países del continente americano y que ahora pugnaba por universalizarse de la mano de organizaciones económicas supranacionales: esa OCDE que ha acabado por dictar las prioridades educativas de medio mundo propiciando que unas pocas multinacionales den respuesta a sus requerimientos con materiales didácticos elaborados ad hoc. Nada -ni la titularidad de los centros, ni la formación del profesorado ni los materiales curriculares ni la financiación de pretendidos proyectos innovadores- escapa ya a los tentáculos del mercado, disfrazado, si es preciso, de fundación filantrópica. Decididamente, el modelo educativo conservador que tanto habíamos cuestionado estaba siendo sustituido por un modelo abiertamente neoliberal que solo concebía la educación como una pieza más de un concreto marco económico, este sí incuestionado.
Y por ello, y porque confiábamos en que acabada la legislatura la LOMCE tendría los días contados, y porque creemos que la educación es una cosa demasiado importante como para dejársela a los políticos, impulsamos hace ya muchos meses un proceso de diálogo cristalizado en múltiples foros en que nos hemos ido encontrando desde maestras de Infantil a profesorado universitario; asociaciones de estudiantes, de familias, de docentes -la Confederación Estatal de Movimientos de Renovación Pedagógica, entre otras muchas-; plataformas ciudadanas y organizaciones sociales -desde Oxfam Intermón a Ecologistas en Acción- pasando por todas las Mareas en defensa de la educación pública, además de sindicatos y partidos políticos. Y, juntos, hemos venido tejiendo un Documento de Bases para una Nueva Ley de Educación que no ha tenido ni la proyección pública ni el reconocimiento mediático que hubiera merecido.
Reversión de los recortes, derogación de la LOMCE, atención al Documento de Bases por una Nueva Ley de Educación. Tres pasos previos -en el sentir de muchos docentes- imprescindibles para que podamos sentirnos partícipes del proceso. Nos preocupa que el único horizonte explícito en la constitución de la Subcomisión de Educación en el Congreso sea la Estrategia 2020 de la Comisión Europea y el principal objetivo «la empleabilidad» de los estudiantes. A estas alturas bien sabemos que si nuestros jóvenes están saliendo masivamente al extranjero no es porque tengan una formación insuficiente, sino porque resulta excesiva para un inexistente tejido industrial que fue replegándose ante la presión de la burbuja inmobiliaria y la especulación financiera.
Los correctores que necesita nuestra educación van más bien en otra dirección, pues si es cierto que no sabemos los perfiles profesionales que se requerirán en un futuro no tan lejano, sí sabemos a ciencia cierta tres de los desafíos que no parecen atenuarse con el paso de los años: cómo contribuir desde la educación al bienestar de la infancia, cómo contribuir a la construcción de sociedades en que la diferencia no se traduzca en desigualdad y en infinitas violencias, y cómo alertar acerca de la responsabilidad de nuestro sistema económico y nuestras formas de vida en la depredación de un planeta de recursos finitos.
Concluyo ya. Si solo se mira como iguales a aquellos con quienes se ha compartido pupitre en la escuela, una primera condición de toda ley educativa habría de ser que no permitiera ni por activa ni por pasiva aulas o centros que falseen la realidad de nuestro entorno e impidan el crecimiento pleno de nuestras hijas e hijos. Cada colegio o instituto, cada clase o grupo de nuestro sistema educativo debiera permitirnos convivir con el diferente: con el diferente en sexo, orientación sexual, origen socioeconómico, procedencia geográfica y cultural, creencias religiosas; con el diferente también en cuanto a aptitudes e intereses. Y ello no solo en aras de la cohesión y la justicia curricular y social -no vayamos a llevarnos las manos a la cabeza años más tarde por el crecimiento de actitudes de intolerancia y violencia o la emergencia de partidos abiertamente racistas y xenófobos- sino como ingrediente ineludible en la formación integral de chicas y chicos.
A veces es inevitable tener la sensación de que quienes legislan no tuvieron esta oportunidad, y de que, por tanto, hacen suyo el falaz axioma de la «libertad de elección», olvidando que ni el verbo educar es un verbo defectivo que deba ser conjugado exclusivamente en singular -no se trata de elegir la educación de «mis» hijos sino de construir colectivamente la educación de las próximas generaciones- y olvidando también que si no hay igualdad, la libertad es el disfraz del privilegio. John Rawls planteaba hace casi medio siglo que cuando en una sociedad toca consensuar los principios de justicia, las partes convocadas deben cubrirse de “un velo de ignorancia” que les haga hacer abstracción de su posición personal (de las contingencias naturales y sociales ligadas al azar de su nacimiento) para mirar así las cosas desde la perspectiva de quienes no tuvieron su fortuna. No es esto fácil. Lo único que puede sustituir ese pretendido “velo de ignorancia” es el conocimiento, el reconocimiento y el afecto hacia quienes tuvieron otra suerte. Y la posibilidad de convivir con personas cuyas condiciones naturales y sociales son muy diferentes a las nuestras la brinda, de manera prioritaria, la escuela pública inclusiva: esa que ahora está en riesgo de extinción.
Pedimos, por tanto, un decidido compromiso de los poderes del Estado con la escuela pública, la única abierta, sin filtros ni exclusiones, a toda la ciudadanía.