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«¿El catalán cuenta?», me preguntó una alumna de 1º ESO al hilo de una actividad que les había propuesto. «¿Cómo que si cuenta?», respondí desconcertada. «Sí, que si cuenta como idioma». Me quedé perpleja.
Era uno de los primeros días de curso con los más pequeños del instituto y lo abría, como suelo hacerlo, invitando a chicos y chicas a dibujar el mapa lingüístico de la clase. Me mueve a ello, entre otras muchas razones, el afán de poner en valor esos otros bilingüismos tan desdeñados en el sistema educativo madrileño, en el que al parecer la única lengua que cotiza es el inglés. En cada uno de mis grupos son varios los estudiantes que dominan, además del castellano, otra lengua: el marroquí, el rumano, el búlgaro… Algunos son incluso trilingües, pues no es raro que quien habla marroquí domine también el rifeño y quien sabe búlgaro se desenvuelva también en turco. Lenguas que aparcan apenas cruzado el umbral de sus hogares y que la escuela no reconoce como un saber legítimo sino más bien como un obstáculo para otros aprendizajes.
Estábamos, como decía, dibujando el mapa lingüístico de la clase y cada estudiante procedió luego a redactar su propia biografía lingüística, incorporando aquellos idomas que le gustaría aprender en un futuro. Leyendo lo que habían escrito -textos deliciosos, por cierto- me llamó la atención la cantidad de acentos que se habían dejado en el tintero: «inglés», «francés», «alemán» aparecían en muchos casos sin tilde. Se lo hice notar y recurrí a un pequeño juego: en apenas tres minutos habían de recopilar, en equipos de cuatro, cuantos idiomas pudieran con la única condición de que se tratara de palabras agudas. ¡Y acentuarlas, claro, si lo requerían! En esas estaban, enfrascadísimos, cuando alguien salió con la pregunta de si el catalán contaba. Enmudecida por el desconcierto, les di tiempo a que fueran ellos mismos quienes se respondieran. Que no es un idioma, que es un dialecto, se decían. Que sí, que es una lengua, replicaba alguno. Qué va, si es una variante del español, aseguraban los más. Aquello fue una sacudida. Una vez más constataba el absoluto desconocimiento hacia las otras lenguas de España, fuente de tanto prejuicio lingüístico y de actitudes excluyentes de menosprecio y desdén. Mucho me temía que el diálogo de que acababa de ser testigo en mi clase de 1º ESO fuera revelador de las ideas, las actitudes y los prejuicios de gran parte de la sociedad española.
Y es que, cuando ni el presidente del Gobierno sabe pronunciar con corrección un apellido catalán y ello no provoca la más mínima sorpresa, algo está fallando en nuestra educación lingüística.¿Cómo es posible acabar la educación secundaria sin saber siquiera cómo leer una palabra escrita en catalán, en gallego, en euskera? ¿Cómo hacerlo sin conocer al menos las fórmulas de saludo y despedida, agradecimiento y disculpa en cada una de estas lenguas? ¿Cómo es que ni uno solo de los «estándares de aprendizaje evaluables» del último curso de la secundaria obligatoria -esos cien que pormenorizan lo que se considera imprescindible para obtener el título- hace referencia al (re)conocimiento de la realidad plurilingüe de España? Combatir prejuicios lingüísticos y actitudes de menosprecio a otras lenguas debiera ser uno de los objetivos irrenunciables de la educación lingüística; empezando, por supuesto, por las que tenemos más cerca: tanto las cooficiales en alguna parte del Estado español como las lenguas de nuestro alumnado (esas con las que los más pequeños sí cuentan de manera espontánea pues, preguntados por las lenguas que se hablan en España, inmediatamente se aprestan a recoger todas aquellas que escuchan en las calles de su localidad).
Mientras tanto, el inglés se impone en los institutos madrileños como cedazo de selección escolar (el argumento esgrimido en la mayoría de los claustros es -sonroja escucharlo- el de atraer «al mejor alumnado»), y las noticias que vamos teniendo del futuro Pacto Educativo apuntan a la extensión del modelo. Un modelo descarnadamente segregador que concentra en un mismo grupo a quienes saben un poco más de inglés -casi siempre los hijos e hijas de las familias más acomodadas- mientras relega a otros grupos al alumnado realmente bilingüe y al procedente de contextos socioeconómicos más desfavorecidos; un modelo que impone la enseñanza de la Historia y la Filosofía en inglés -aunque sea el inglés titubeante de un profesorado precipitadamente habilitado- y aun de las horas de tutoría. Se renuncia a la inclusión educativa, a la equidad (antes bien, se detraen recursos a quienes más los necesitan), a la conciencia histórica, al pensamiento crítico, a la deliberación argumentada y aún a la educación emocional y la mejora de la convivencia en favor, exclusivamente, del conocimiento del inglés.
Que la educación del siglo XXI ha de ser una educación plurilingüe nadie lo pone en duda. Que el inglés es hoy la lengua franca en el mundo, tampoco. Pero de ahí a despreciar las otras lenguas, a sacrificar otros aprendizajes esenciales en la formación de niñas y niños media un abismo. Son muchas las formas de contribuir al aprendizaje de una segunda y aun de una tercera lengua extranjera que no pasan por estudiar la Historia de España en inglés. Solo hace falta voluntad política de acometerlos.
Activemos las alarmas frente a unos vientos lingüísticos capaces de sacrificar todas las dimensiones de una educación integral en favor exclusivamente de los perfiles profesionales que demanda un sistema económico que jamás se cuestiona, y que hace además de la segregación escolar uno de sus pilares. La educación democrática y la educación intercultural requieren también otra manera de abordar la educación plurilingüe que ha de superar además la mera yuxtaposición de monolingüismos y favorecer el aprendizaje integrado de las lenguas.
No quiero cerrar estas líneas sin denunciar también la deuda que tenemos contraída con nuestro alumnado de procedencia latinoamericana, con todos esos estudiantes que con harta frecuencia se ven reprendidos y corregidos en su fonética y en sus giros, como si estos no fueran tan hispanos y tan correctos como los del madrileño de Chamberí. Hacerles creer a niños y niñas que su variedad lingüística corresponde a un español «de segunda» es un crimen contra la infancia y contra las lenguas, y es un daño que lesiona, a veces de manera irreparable, su autoestima personal, escolar y cultural.