Ocurrió en una fecha simbólica y fundamental: el 8 de marzo. En el contexto del día internacional de la mujer, en un hecho terrible y vergonzoso para la humanidad, un incendio en un hogar, irónicamente llamado “hogar seguro”, causó la muerte de 41 adolescentes pobres, que provenían de realidades muy diversas y complicadas (abusadas unas, con tendencias a la violencia otras). Murieron en un salón en las que estaban encerradas bajo llave. Una policía tenía la llave y varias decenas de policías rodeaban el área. Con todo ese aparato policial enfrente, el infierno se desató. Hasta el presidente de la República estaba enterado de los problemas desde una noche anterior.
Esta es una tragedia dentro de una tragedia mayor: la de la indefensión, vulnerabilidad y falta de protección integral y efectiva que el Estado de Guatemala no ha podido superar. Una niña, un niño o un adolescente de los entornos pobres, que sea víctima de cualquier tipo de abuso, termina siendo re-victimizado por el mismo Estado, puesto que este no solo no lo protege como debe hacerlo, sino que lo institucionaliza en estructuras caracterizadas por abusos, por falta de sentido y visión humanista, por falta de compromiso e identificación con los principios y valores de la doctrina de la protección integral de la niñez y la adolescencia. Incluso en estos lugares, muchos de los llamados monitores, hacen su trabajo armados. Muchos de ellos han sido denunciados por los abusos que cometen a las adolescentes. ¿Por qué trabajan allí? Muchas veces como parte de los pagos laborales por las deudas contraídas en campaña electoral. Pareciera que proteger y educar a la niñez es una función tan poco importante que no importa quiénes la realicen.
Pero existe una responsabilidad muy grave del Estado de Guatemala: no ha asegurado el derecho al desarrollo integral de toda la población, mucho menos ha logrado la vivencia y goce de derechos económicos, sociales y culturales. He aquí la causa fundamental de por qué miles de niños, niñas y adolescentes vivan situaciones de negación de la vida y la dignidad, acrecentada cuando los ingresan al supuesto sistema de protección. El derecho a la educación, desde una visión integral y profunda, no reducido a la educación formal, no se cumple en esta población, y eso acrecienta sus dificultades para vivir en el presente.
En la tragedia de ese incendio se evidenció algo que debe ser motivo de demanda al Estado: muchas niñas víctimas fueron recluidas en ese lugar para sacarlas de su realidad familiar caracterizada por el abuso. Vergonzosamente, la realidad indica que las niñas abusadas son las que tienen que abandonar sus hogares para recluirlas en lugares de tratos terribles como ese. ¿No debieran ser los abusadores adultos los que tuvieran que salir de sus entornos y ser recluidos?
A estas 41 niñas el Estado las asesinó por ausencia de un verdadero sistema de protección y por la forma de intervenir y actuar en la tragedia concreta.
Estos hechos sirven para comprender la realidad educativa, social, económica y cultural de la niñez y la adolescencia de países en los que la riqueza se encuentra concentrada en pocas manos y la pobreza se hace presente en la inmensa mayoría poblacional. Se niegan los derechos económicos, sociales y culturales que son la causa de graves condiciones de vida, pero también se niegan los derechos fundamentales, como la vida y la integridad.
Los cuerpos docentes del país saben que no están lejos de lo ocurrido en ese supuesto hogar. Porque la violencia, la vulnerabilidad, el abuso hacia las y los más pequeños, siguen estando presentes en el sistema educativo. Es impostergable pensar que el derecho a la educación también incluya la comprensión de la realidad dura que viven niños, niñas y adolescentes pobres.
La educación sin la comprensión de esa realidad puede ser un instrumento para la distracción. O para la vivencia y práctica de la asepsia que buscan los poderes para la educación.