He señalado en alguna columna anterior que en estos últimos tiempos asisto a encuentros con equipos directivos y educadores para hablar y pensar en torno al aprender por proyectos de indagación. El motivo es que se considera que esta concepción de las relaciones pedagógicas constituye una práctica clave en lo que caracteriza a una escuela innovadora. En estos encuentros, una idea que intento compartir es que, si no queremos que vuelva a suceder lo que pasó en la reforma de 1990, en la que también se consideró que los proyectos era la metodología que vehiculaba la concepción constructivista, no hay que tomarlos como otra innovación que entra en la escuela y el aula. Hay que tratar que afecte a la estructura y la forma de pensar y actuar de docentes, alumnos y familias sobre el conocimiento, el aprender, y la función social de la Escuela.
Por este motivo, y esto no es algo que afirme yo, sino que lo dice la investigación en torno al cambio en la educación escolar, una de las limitaciones de la actual ola de innovaciones en las escuelas es que no tiene una visión sistémica y estructural del cambio. Consideran que una modificación en el sistema, por ejemplo, cambiar el mobiliario, el espacio escolar, hacer agrupamientos de alumnos no por edades, diseñar ambientes o hacer proyectos, afecta y modifica todo el sistema. Y cuando hablo de sistema hablo tanto de cultura escolar como de gramática de la escuela.
Jean Rudduck (1999) recuerda al respecto que «en nuestros esfuerzos para cambiar, hemos subestimado, por regla general, la fuerza de la cultura vigente en una escuela y en el aula para acomodar, absorber o rechazar las innovaciones que no concuerdan con las estructuras predominantes y los valores que mantienen las costumbres»(p.42). Por eso, a lo que se tiende es a ajustar las innovaciones a las pautas ya establecidas. Un ejemplo: veo escuelas e institutos que han incorporado en su franja horaria ‘proyectos’, del mismo modo que tienen ‘matemáticas’, ‘lengua’ o ‘educación física’. Este sería un ejemplo de introducir una posible innovación sin considerar que no se trata de ‘hacer proyectos’ tres horas a la semana, o en sustitución del trabajo de investigación a lo largo de una semana, mientras que el resto del tiempo se continúa enseñando para aprender de la misma manera. Esto significa que las escuelas parece que tienden a «cambiar en su apariencia para no mucho en profundidad» (Tangerud y Wallin, 1986: 45), de tal manera que, al final, acabamos teniendo «formas simplemente recicladas y reenvasadas de la racionalidad vigente» (Giroux, 182: 150).
Cambiar en la cultura y la gramática de un centro no depende de la voluntad y los recursos de las personas que promueven una red de innovación, ni del deseo de un equipo directivo o de un grupo de docentes y familias. La organización del saber por disciplinas, la noción de conocimiento como algo empaquetado y estable, la parcelación del tiempo en franjas que no permiten desarrollar procesos de indagación, la idea del aprendiz como receptor-reproductor, la clasificación de los alumnos por edades, cursos o capacidades, el rol del maestro o del profesor como quien -dice Recalcati- prefiere el saber muerto para no perder su poder, la normativa rígida y única de construcciones escolares, la dificultad para constituir equipos estables de docentes, el sentido de la evaluación como medida del rendimiento… todo ello forma parte de un potente sistema burocrático que hace que, a pesar de las evidencias y de los deseos de cambio y transformación, este no sea sencillo. Recuerdo a Michel Fullan, uno de los investigadores y promotores sobre cambio en educación, diciendo que una trasformación profunda en un centro de primaria necesita cinco años, y diez en una secundaria.
Por eso no hay que olvidar que uno de principios que hemos aprendido en este cincuenta años de investigación sobre innovación, mejora y cambio en la escuela es que los modelos de arriba abajo y con voluntad de generalización no funcionan y no tienen garantía ni de arraigo ni de continuidad, porque «la mejora escolar es única para cada escuela porque el contexto de cada escuela es único» (Stoll y Fink, 1999: 88).
Lo que conecta con la fantasía de la generalización de algunas redes de innovación, que no tienen presente el contexto de cada centro. Como me comentó la directora: «Cada centro tiene una historia y esta no se puede traspasar en un proceso de formación a otra escuela. Cada escuela debe encontrar su propio camino». Lo me lleva a la noción de ‘contexto’ de Goffman (1974), para considerar que una innovación es un evento que está situado y enmarcado en un contexto. No se puede implementar una innovación sin ponerlo en relación e interpretarlo con las características que presenta este contexto. Sobre lo que puede ayudar a llevar a cabo procesos de transformación y no quedarnos en la innovación que deviene en moda, será el tema de la colaboración del próximo mes.