Siempre me ha llamado la atención la diferente actitud con la que unos y otros llegan a la edad de jubilación. Hay quien, mucho antes de aproximarse la edad, comienzan a contar los días y las horas que faltan para la liberación. Hay, por el contrario, quien teme la llegada de ese momento crucial que aparta definitivamente a las personas de su trayectoria laboral, que sufren por tener que dejar lo que han estado haciendo con tanta pasión durante muchos años. ¿De qué depende esa diferente vivencia? Fundamentalmente, de la actitud de cada uno, de la forma en la que ha ido encarando la experiencia. Porque lo que la experiencia nos da a todos, inexorablemente, es años, pero no sabiduría. Me refiero a sabiduría de saber y a sabiduría de saborear.
Creo que la jubilación debería ser un derecho, pero no una obligación. Es decir, que quien lo desee (porque no pueda o porque no quiera), a una determinada edad, deje el trabajo, pero que quien esté en condiciones de hacerlo dignamente, pueda seguir en el oficio si así le apetece.
Ya sé que están de por medio cuestiones laborales que afectan a terceras personas. Quien ocupa un puesto de trabajo impide que otra persona pueda tenerlo. Pero creo que desperdiciar la experiencia acumulada durante muchos años es una torpeza grave y supone un despilfarro inadmisible en cualquier sociedad.
Hay profesores y profesoras jóvenes que desean trabajar, que necesitan trabajar. Y que ese puesto que ocupa un profesor veterano podría ser ocupado por ellos. Lo sé. Pero, ¿desde qué edad se podría aplicar ese criterio? ¿No sería más deseable que hubiera trabajo (que lo hay, otra cosa es el dinero) para todos y para todas? ¿No sería deseable que quienes han acumulado experiencia la compartan con quienes comienzan? ¿No sería lógico combinar los intereses de ambos en beneficio suyo y de la sociedad?
La jubilación es un fenómeno donde se perciben claramente cuáles son los criterios de gobierno, cuál es el concepto de enseñanza de calidad, cuál es el meollo ético de la economía, qué valores imperan en la institución, cuál es el sentido de la autoridad educativa y cómo chirrían los desajustes entre las declaraciones teóricas y los modos de actuación.
Se podría acusar, a quien toma la decisión de imponer la retirada forzosa, de discriminación por la edad. Porque la tarea que una persona puede seguir realizando tiene que dejarla de hacer por haber alcanzado determinada edad. A unos se les puede discriminar por la raza, a otros por la religión, a otros por el sexo y a otros, como es el caso, por la edad.
Conozco profesores en Universidades extranjeras que siguen trabajando hasta que les fallan las fuerzas o las ganas. Y la autoridad les pide a esos profesores que sigan, que compartan su experiencia profesional. No quieren desperdiciar una fuente cualificada de calidad. Les piden que se queden. No les echan.
Se da la paradoja de que a un profesor jubilado en un país le llaman de otras Universidades nacionales y extranjeras para impartir cursos y conferencias y dirigir investigaciones. Lo que en unos lugares se valora, en otros se desprecia. Lo que en unos lugares demandan, en otros se rechaza. Lo que en unos lugares se remunera, en otros se exige que se haga de manera honorifica.
Ya sé que la jubilación tiene otra cara. Es el caso de quien se empeña en seguir contra el deseo y la voluntad de la comunidad. Creo que ese requisito es absolutamente necesario. Porque el del profesor no es un trabajo individualista sino colegiado. Y puede haber personas que se consideran valiosas pero a las que la comunidad considera dañinas. Me cuesta aceptar que haya quien se empecine en seguir trabajando en un contexto laboral que le rechaza.
Hay múltiples formas de aprovechar la experiencia de los docentes jubilados. En bien de la comunidad, dado que han acumulado sabiduría teórica y práctica. Y en beneficio propio, de modo que no se rompa bruscamente la dedicación a la enseñanza.
También es saludable, pienso, que el jubilado (jubilare echa sus raíces etimológicas en el júbilo, en la alegría) disfrute del descanso, del ocio, de la familia y de muchas actividades que llenen su tiempo de forma placentera, relajada y saludable.
Una sociedad sensible, justa y responsable debe cuidar a sus jubilados y jubiladas. Debe rendirles tributo por el trabajo que han hecho de manera humilde, constante, sacrificada y ejemplar. Agradecer ese esfuerzo persistente que supone la enseñanza es una muestra de racionalidad y de justicia.
Y, por supuesto, está la actitud hacia el trabajo, el cuerpo, la salud y la vida de quienes se jubilan. Me gustan las personas como el escritor francés Edmond Rostand, del que dicen que, cuando cumplió, 80 años, el día del cumpleaños se miró al espejo y dijo: “Desde luego, los espejos ya no son lo que eran”.
Creo que nunca se deja de ser profesor. Dice Rubem Alves, en su hermoso libro La alegría de enseñar: “Enseñar es un ejercicio de inmortalidad. De alguna forma seguimos viviendo en aquellos cuyos ojos aprendieron a ver el mundo a través de la magia de nuestra palabra… Por eso el profesor nunca muere”.
Las sementeras docentes dan lugar a cosechas inexorables inmediatas o lejanas: frutos de aprendizaje, de gratitud, de imitación, de sentimientos y de emociones. Sería bueno que se hiciera llegar a los profesores y profesoras que se jubilan ese sentimiento de admiración, de gratitud y felicitación que merece una dilatada trayectoria profesional en la enseñanza.
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