Empecé abriendo mi aula hasta las cuatro y media de la tarde, fuera del horario lectivo, dos días por semana, y los niños se quedaban. Luego sumé un par de días más y allí estaban ellos, haciendo tarea, estudiando, leyendo. O simplemente charlando, siendo niños. Un día me quedé hasta las seis y ellos no se marcharon. Las siete, las ocho… Para diciembre, de lunes a viernes los repartía por el barrio entrada la noche, en una ruta en que aprovechaba para conocer sus comunidades, sus casas, a sus familias.
A los 25 años, en mi segundo curso como docente, me asignaron el Aula de Acogida de segundo año de un instituto público, clasificado como “altamente conflictivo”, situado en el extrarradio de Barcelona. El perfil del alumnado era un reflejo del barrio: un 60% de estudiantes de etnia gitana frente a un 30% de musulmanes llegados de Marruecos, Pakistán o Bangladesh. El resto procedían de Centroamérica, Brasil, India. Compartían un factor común: su bajo nivel socioeconómico y vivir en el que era, por aquel entonces, el barrio más inseguro de todo el estado, al que en los últimos días la prensa se refería además como “cantera de yihadistas”.
En ese contexto, asumí el encargo de enseñar la lengua y la historia catalanas a un grupo de 22 niños de Pakistán y otros países de mayoría musulmana, cuyo vínculo principal con nuestras lenguas y costumbres era la escuela. Sus situaciones familiares eran tan precarias (padres que trabajaban todas las horas del día, un adolescente que llegó de la mano de un un tío a fin de conseguir un visado para reunirse con su hermano en Dinamarca, familias de cinco miembros en pisos de una habitación), que el colegio se convirtió en su hogar; un espacio donde sentirse protegidos, crecer y pasar tiempo con sus amigos sin temer agresiones, frecuentes en el barrio. El horario escolar se extendió a los fines de semana: el río, una feria de educación y empleo, el Parc Güell. Se apuntaban a todo. Las familias, por su parte, no dudaron en confiar a sus hijos e hijas a una maestra joven e inexperta: querían que tuvieran una vida plena en su nuevo país.
En estas semanas, las redes sociales se han llenado de reflexiones sobre los autores de los atentados de Barcelona y Cambrils, buscando respuestas a una pregunta para la que, seguramente, no lograremos obtener una explicación que nos encaje. Hace unos días, leí un post escrito por un trabajador social que al observar las caras de los responsables del atropello masivo, sentía cierta incredulidad hacia el hecho de que esos chavales, tan parecidos a todos los que hemos conocido y acompañado en las aulas, se hubieran convertido en asesinos, como si la barbarie les viniera grande. En otro mensaje, quien trabajara como educadora social en Ripoll, se preguntaba con culpabilidad y desesperación cómo podía haberse esfumado todo su trabajo con aquellos jóvenes.
Pero si una reflexión ha sido para mí crucial estos días, ha sido la de Hanan el Yazidi Tadmori. Según explica en una carta, llegó de Marruecos a los 14 años. En Cataluña, contó con el programa de las Aulas de Acogida, que le permitió salir adelante académicamente. El relato de Hanan es, en realidad, un tributo al director de su colegio, que le dio en su despacho una mesa donde hacer las tareas cada tarde y la ayudó a encontrar un lugar entre sus compañeros de clase. Hanan homenajea también a su profesora de Acogida, de quien destaca que se quedase con ella fuera del horario para darle soporte académico y emocional: “Gracias a ella soy todo lo que soy hoy”.
Somos los profesores quienes acogemos, quienes hacemos de nuestras aulas una casa, quienes cuidamos de esos niños, niñas y adolescentes desconcertados como si fueran nuestra responsabilidad exclusiva. Me identifico con ese director y esa maestra, los reconozco en mis compañeros de claustro, y celebro el poder transformador de la educación y el reconocimiento hacia una profesión clave. Sin embargo, del testimonio de la joven marroquí se desprende otra conclusión menos feliz: ante un sistema que recorta y precariza, que masifica aulas y prescinde de personal esencial para la atención al desarrollo académico y personal de todo el alumnado, el profesorado se convierte en el muro de contención de un sistema fallido. Si Hanan salió adelante fue, muy en parte, por las horas extra no remuneradas que sus maestros le regalaron obedeciendo a una íntima convicción que frecuentemente acompaña a esta profesión: el futuro de esa niña dependía de ellos. Si no la aupaban sus maestros, ¿quién?
No sabremos nunca cómo Younes, Mohamed o Youssef llegaron a radicalizarse, por qué decidieron legitimar su identidad a través del terror y la violencia. Lo que sí que podemos hacer es intuir hasta qué punto esos muchachos cargaron con el abandono, la precariedad, la exclusión, la hostilidad, el racismo.
Tras finalizar aquel curso en Barcelona, me mudé de ciudad. Supe que mi marcha coincidió con el cierre del Aula de Acogida de segundo año —presupuesto, reasignación del personal—. Dos años después, regresé al barrio. Quien había sido mi mayor protegido, un chaval sonriente al que recordaba siempre escuchando música y vestido con coloridas camisetas y gorras que su madre le enviaba desde Peshawar, apareció ante mí con barba y una larga túnica blanca. Entre consignas coránicas y anécdotas de su nueva vida entregada a la religión, vi al niño vulnerable y desorientado que había conocido. Vi el desamparo y la desprotección, la necesidad de un hogar que una vez cerrada la etapa escolar obligatoria (había logrado sacarse la ESO), encontró en una mezquita. Allí, según me contó, le habían hecho ver el mal que reside en la música y en tener amigas. Algunas de sus palabras me desconcertaron, pero comprendí su necesidad de hallar un nuevo refugio. Si mi alumno hubiese dado con el imán equivocado (de esos que justifican en la fe su vocación asesina, aunque nada tengan que ver), tal vez hace un par de semanas yo habría visto su foto en las portadas.
Cabe preguntarse: acabada la escuela, dejados atrás esos educadores y educadoras que dan su vida para sacar adelante el talento de estos jóvenes, entonces, ¿quién se ocupa de ellos? No es posible obviar que el duelo por la pérdida de su vida en su país de origen, la compleja adaptación a una nueva residencia, o las manifestaciones de racismo e islamofobia a que se enfrentan estos niños y niñas dejan una fuerte huella en ellos.
Sin embargo, contamos con una gran ventaja: en la mayoría de los casos, sus padres y madres saben por qué dejaron atrás sus hogares: querían un futuro mejor para sus hijos e hijas, y por eso los mandan al colegio. Debemos llenar las escuelas de personal que los apoye, que los acompañe y los guíe, que los mantenga dentro del sistema educativo para que tengan vidas logradas.
Como recuerda la educadora de Ripoll sus “niños” también perdieron sus vidas. En contraposición a sus trágicas historias, Hanan el Yazidi relata su emocionante peripecia académica que comenzó de la mano de aquellos profesores y la ha llevado a trabajar en una prestigiosa multinacional. Que su historia sea el modelo de integración que todos anhelamos no puede depender exclusivamente de la voluntad desinteresada de dos educadores entregados, sino de un esfuerzo por parte de la Administración, quien habrá de asegurarse de que las escuelas cuentan con psicólogos, profesorado que pueda seguir formando a los alumnos también en su lengua nativa, apoyos escolares fuera del horario lectivo, orientadores o mentores que les muestren todas las oportunidades que existen para a ellos a largo plazo.
Las aulas están abiertas. Que todos los jóvenes entiendan que pertenecen a ellas, sin importar su lugar de procedencia, su cultura o religión, depende del esfuerzo que queramos invertir en ello como sociedad.