Jueves 17 de agosto, 17:00 horas. Un atentado causa la muerte a 16 personas, hiere a otras muchas y deja a un país a medio camino entre el colapso social y el primario enfrentamiento étnico.
Las preguntas se amontonan. ¿Por qué? ¿Cómo ha podido ocurrir? Y, sobre todo, en qué hemos fallado para que unos jóvenes sean capaces de tamaña barbaridad. Las primeras reacciones institucionales tienen forma de bolardos y aspecto de guerra abierta entre organismos autonómicos y nacionales, todo ello envuelto en un sentimiento popular que se divide entre la xenofobia y el rechazo a la islamofobia. Podría dar la sensación de que nada hemos aprendido de épocas pasadas en las que la violencia era la muerte nuestra de cada día, pero el caso es que hasta ahora casi nadie ha mencionado la palabra educación ni “oportunidades perdidas”. Sin embargo, como casi siempre, ahí está la clave.
Desde las aulas añadimos, al montón de dudas, algunas preguntas como: y ahora, ¿qué hacemos para que esto no vuelva a ocurrir? Obvio es que existen planes, directrices, acuerdos y demás normativas. El papel, bien es sabido, lo soporta todo… La realidad, no. Sin embargo, es esa realidad constructiva la que me gustaría exponer aquí.
Por supuesto que existen formas de evitar las conductas violentas, radicales y extremas, pero el problema es que los resultados no los vemos de inmediato, no se miden en una prueba externa (aunque existen evidencias objetivas sobre el descenso de la conflictividad en las aulas) y no contribuyen a promover la cultura de la competitividad, mientras que hechos como los de Barcelona y Cambrils son utilizados, a veces, para demostrar que “no merece la pena” o que “hemos fallado”. No, no hemos fallado.
¿Queremos, de verdad, transformar la sociedad y demostrar que otro mundo es posible? En primer lugar, desde mi experiencia como docente en el IES Almina y formadora de familias en Ceuta, considero muy necesarias las medidas para reforzar la educación en contextos informales (incluidos medios de comunicación y asociaciones, que juegan un papel crucial en este asunto) haciéndolos partícipes tanto de la formación como de la inclusión en la comunidad educativa. Recordemos que los medios de comunicación, los deportistas, las madres, los líderes religiosos… son modelos para muchos jóvenes.
Por otro lado, en el aula, debemos desarrollar las competencias que se requieren para generar la cultura democrática y el diálogo intercultural, y la mejor manera de hacerlo es desarrollar valores y pensamiento crítico para el ejercicio de una ciudadanía responsable.
En mi práctica diaria, con un 100% de alumnado español (del que el 85% pertenece a la cultura árabo-musulmana) he llevado a cabo la idea de construir una sociedad inclusiva, sin prejuicios ni discriminaciones, mediante algunas actuaciones educativas de éxito, como las tertulias literarias dialógicas.
Basándome en los principios del aprendizaje dialógico, entre los que destaco el fomento del diálogo intercultural, la igualdad dentro de las diferencias, el diálogo igualitario y la solidaridad, he trabajado con mi alumnado de esta forma para erradicar conductas violentas y aumentar la autoestima (clave en los procesos de captación).
Puesto que los perfiles de las personas que cometen atentados terroristas o que “se radicalizan” son variados (he tenido en clase a una alumna que usaba ropa ajustada y muy moderna que fue encontrada por la policía en su viaje a Siria, mientras que en otro conocido caso en Ceuta, la chica usaba niqab), debemos hacer que todo el alumnado participe, no solo quienes más sociables son o quienes más suelen hablar. Para desarrollar una dinámica de trabajo adecuada, es necesario crear un ambiente de participación sin temor a expresar inquietudes, miedos, intimidades… Solo si, como docentes, creamos un clima propicio al diálogo sincero e igualitario donde atrevernos a tratar temas controvertidos, podremos avanzar.
También es fundamental en todo este proceso que las familias participen, como un agente más de la comunidad educativa, en el centro, fomentando la cultura de la participación. Porque, como decía una de las madres con las que trabajo: “La escuela no solo es de los profesores. La escuela es nuestra también”.
La formación y participación de familiares son importantes en cualquier contexto, pero especialmente en barrios vulnerables como en el que he desarrollado mi práctica formativa: El Príncipe (Ceuta), con un 100% de población de cultura árabo-musulmana y la tasa de paro juvenil más alta de España.
Allí, contra vientos tradicionalistas y algunas mareas fundamentalistas, empecé a moderar tertulias literarias con madres -algunas de ellas analfabetas-. En estas tertulias literarias dialógicas, las madres aumentaron su confianza personal y tomaron conciencia de su papel como pilar fundamental de la transformación social, derribando barreras de género en la familia y siendo conscientes de su importancia como modelos para sus hijos e hijas; perdieron el miedo y las inseguridades a la hora de enfrentarse a las tareas diarias de sus hijos e hijas y, finalmente, pasaron de la queja a la acción, a no esperar que fuera el centro escolar el que solicitara su ayuda, sino a promover actividades.
Este empoderamiento familiar consigue crear un clima de convivencia positiva en la familia y en el aula que repercute en la sociedad.
Por último, como docentes, es necesario que repensemos nuestro modelo educativo, que abordemos sin miedo las conductas violencias tendentes al extremismo, reforcemos la autoestima de nuestro alumnado, aprendamos dialógicamente y escuchemos activamente. Escuchemos las inquietudes de nuestros jóvenes y participemos en esta revolución inclusiva para combatir estereotipos y construir superando diferencias.
Ahora tenemos que comprometernos y pasar a la acción, porque nos va la vida y el desarrollo de la humanidad en ello. No podemos demorarlo más, no podemos esperar que ocurra otra masacre para actuar.
Coloquemos bolardos en forma de libros y diálogo frente al extremismo radical.