Se terminó el primer trimestre y miles de alumnos y alumnas llegaron a casa con el pertinente informe de notas. A algunos, este documento les dará fuerzas y seguridad a la hora de afrontar el resto de curso. Para otros, sin embargo, este mismo informe podrá significar una decepción: una valoración externa e impuesta que no acaban de entender. Y que un alumno no se sienta identificado o no comprenda el contenido de este informe es algo que debería preocuparnos, o si más no, hacernos reflexionar sobre este instrumento evaluativo y el modo en el que lo utilizamos.
Vayamos por partes porque hay diferentes aspectos que tener en cuenta. Por un lado, cabría hablar de la sobre-evaluación a la que tanto el alumnado como el profesorado estamos expuestos. Un informe cada tres meses, ¿no será demasiado? Hagamos números: desde ese primer día de escuela (a mediados de septiembre) hasta las vacaciones de Navidad, han transcurrido apenas tres meses; entre los cuales, no hay que olvidar, ha habido días festivos. Si tenemos en cuenta que el curso escolar ya se suele iniciar con una evaluación: la llamada evaluación inicial (aquella que pretende ver en qué nivel se encuentra cada alumno en cada área); y que diseñarla, pasarla, corregirla y evaluarla suele tomar de tres a cuatro semanas, nos encontramos en que el tiempo invertido, desde que sabemos de dónde partimos hasta que hacemos la evaluación trimestral, se reduce todavía más, ¿dos meses?
Expuesto esto, la pregunta que viene es inevitable: ¿Un trimestre es suficiente tiempo para hacer un informe? ¿Hasta qué punto puede dar fe del ciclo de aprendizaje? Estamos ante un debate cada vez más extendido y más apoyado entre la comunidad de profesores, que en pocos años, hemos visto como el tiempo para el aprendizaje se reduce cada vez más en pro de las consecutivas evaluaciones.
Hagamos un supuesto. Pongamos el caso que un profesor/a inicia el curso con un grupo nuevo de alumnos. Es obvio que le llevará un tiempo conocerlos en lo que al ámbito de aprendizaje respecta: detectar sus dificultades y sus puntos fuertes, conocer su entorno familiar y cómo este afecta al aprendizaje, sus hábitos de estudio, etc. Por otro lado, también debe consolidarse la relación entre ellos, esto es, establecer empatía y confianza. Por no olvidar, que también debe crearse un ambiente propicio para el aprendizaje en el aula: ver en qué modo el grupo aprende mejor, de qué manera distribuir el aula, etc. Por otro lado, ellos también deben familiarizarse con este nuevo contexto: compañeros, profesor/a, contenido, ritmos, etc. Así bien, parece difícil que pueda rellenarse un informe concluyente sobre la evolución y los aprendizajes del alumnado en tan solo dos meses.
A todo lo dicho, además, hay que sumarle el hecho de que (quien más quien menos), todos los profesores estamos inmersos en un proceso de renovación/revisión que abarca distintos ámbitos: cambios en la metodología, retos de inclusión cada vez más presentes y exigentes, nuevos contenidos, nuevos materiales, nuevas manera y procedimientos de evaluación, etc. Con todo, lo que acaba ocurriendo es que, apenas has conseguido hacerte una libreta de programación, evaluación y seguimiento adecuada al grupo y a los nuevos retos que te has planteado para el curso; apenas sientes que conoces a tu grupo-clase y comenzáis a entenderos, tienes que sentarte y hacer un informe que marque con una nota hasta qué punto se han adquirido las competencias trabajadas. Este es el momento en el que te das cuenta de que el ciclo del calendario escolar no está en concordancia con el ciclo natural de enseñanza-aprendizaje e incluso de la relación alumnado-profesorado.
El sistema educativo se encuentra en un momento de cambios y de muchos debates que pretenden reajustar los pilares sobre los que se asientan las bases de la educación. Quizás sea por este motivo que nos encontramos ante tantas contradicciones; entre ellas, el hecho de integrar la evaluación continua: aquella que registra no un punto final, sino el proceso y progreso de aprendizaje), la autoevaluación: aquella que implica al alumnado en su propia evaluación y la de los compañeros; y las evaluaciones por parte del Estado y de los gobiernos autonómicos: evaluaciones diagnósticas. ¿En qué quedamos?, nos preguntamos los profesores. ¿Queremos realmente aplicar una evaluación continua y hacer al alumno partícipe del proceso? O bien queremos seguir dando todos estos informes cualitativos juntamente con las pruebas externas, las cuales, por cierto, hay que ensayar previamente para que los alumnos se acostumbren a la tipología de preguntas y planteamientos (¡más pruebas que pasar!).
Cada escuela tiene su propio proyecto educativo, eso es cierto, pero nadie se escapa de las exigencias de un sistema educativo que en poco tiempo ha dado un giro repentino y abrupto hacia los resultados, lo cual, a largo plazo, tiene toda la pinta de querer ir hacia la profesionalización de la educación en su aspecto más peyorativo. Escuelas que funcionan como empresas, las cuales, al terminar el año, hacen balance de los resultados académicos (ganancias) a partir de los cuales marcan ya los objetivos y las medidas para el curso siguiente.
Un sistema que categoriza las escuelas según sus resultados, casi podríamos hablar de un paralelismo con Bolsa: La escuela X ha bajado 2,5 puntos sus resultados. Baja la confianza en esta escuela y esto, sin dudarlo, tendrá consecuencias en los inversores (familias que inscriben a sus hijos en la escuela). Las escuelas, al fin, acaban dirigiendo sus esfuerzos a ganarse la confianza de los mejores inversores (familias con buenos ingresos), porque de ello dependerá el capital de que dispongan para hacer frente a la competencia cada vez más agresiva a la que están expuestas las escuelas-empresas actualmente.
¿Cómo podemos conciliar este alud de evaluaciones con el aprendizaje? Porque hay que decir que se hace arduo, y se trabaja bajo mucha presión (tanto para alumnos como profesores), cuando en el horizonte siempre asoman las orejas de las notas finales y de las pruebas diagnósticas. Si queremos que nuestros alumnos se inmiscuyan de lleno en el proceso de aprendizaje: y esto significa que desde que se comienza un tema o proyecto, hasta el momento de evaluar el dominio de las competencias adquiridas, ellos sean plenamente conscientes de en qué punto se encuentran; será necesario disponer de tiempo.
Cada vez somos más los profesionales que consideramos que el informe calificativo trimestral castra un proceso que en el aula tiene un ritmo distinto y que, en muchos casos, también atenta contra la idea, cada vez más consensuada, de que hay que atender a los distintos ritmos de aprendizaje. Hoy por hoy, todavía hay muchos profesores/as que al finalizar el trimestre corren a recoger notas para rellenar el informe, porque durante estos escasos dos meses no han tenido suficiente tiempo para hacerlo (ha habido muchas otras cosas importantes de las que ocuparse). Por este motivo, somos ya bastantes los que abogamos por reducir el número de informes calificativos en pro (si fuera necesario), de un informe que trate aspectos a menudo olvidados como son la adaptación al grupo, al profesorado, a la metodología de trabajo, etc; Un informe que nada tenga que ver con notas, sino con todos aquellos aspectos actitudinales y aptitudinales que hacen posible que, a lo largo del curso, se asuman las competencias trabajadas.
Su hijo ha sacado un bien en matemáticas, pero no sabe en qué ha fallado, o cómo puede hacer para mejorar estos resultados. Las calificaciones no sirven de nada, si el estudiante no entiende en qué aspectos tiene que mejorar y cómo puede hacerlo. Por no mencionar que, cuanto más tiempo hace que soy maestra, menos sentido le veo a las notas, pues, por mucho que nos esmeremos, nunca son objetivas: varían según el profesor/a, la escuela, el pueblo, la comunidad, etc.
Es hora de dedicar tiempo en el aula a pensar sobre los procesos, tiempo para reflexionar sobre qué hemos hecho, cómo lo hemos hecho y cómo podemos mejorarlo. Pero para ello, necesitamos que la sombra del informe trimestral no esté presente desde que iniciamos el curso. Necesitamos poder mirar hacia delante, y en vez de un muro, encontrar una llanura de espacio y de tiempo que nos permita llegar donde queremos llegar sin cojear.
El día en que dejemos de ver alumnos que al terminar el trimestre abren el sobre de los informes como cuando recibíamos las fotografías reveladas del laboratorio (preguntándose cómo habrán salido), significará que algo ha cambiado realmente.