No se trata solo de indagar en los archivos hasta averiguar qué mujer silenciada por la Historia escribió algo de valor -una obra de teatro, una novela, unos versos- en el siglo XVII. Ni solo de desenmascarar a aquellos hombres que firmaron lo escrito por sus esposas. Ni de alertar acerca de la autoría femenina de tantas obras escritas bajo seudónimos masculinos. Ni de señalar a los sacerdotes que obligaron a sus hijas de confesión a quemar todas sus obras. Ni de denunciar el veto de la Academia a insignes escritoras. No solo, subrayo, porque de todo ello hay sobrados ejemplos en la Historia de la Literatura española. Y porque si la educación literaria implica también la familiarización con los circuitos sociales del libro y la lectura, esto -este sistemático acallamiento de la mujer que se determinaba contra viento y marea a enarbolar también la pluma- ha de ser visibilizado y denunciado.
Pero lo cierto es que, prácticamente hasta anteayer, a las mujeres se les ha negado esa habitación propia en la que sentarse a escribir. Se les ha negado el acceso a la publicación y difusión de su obra, a su reconocimiento social e institucional. Su irrupción, sin embargo, no tiene ya marcha atrás. A partir de la segunda mitad del siglo XX, hombres y mujeres tienen una representación crecientemente pareja en lo que se publica en España, en lo que se lee fuera de la escuela. Si echo la vista atrás y repaso la literatura que más he disfrutado en los últimos diez años, constato que en su mayor parte se trata de libros escritos por mujeres: Toni Morrison, Nadine Gordimer, Jhumpa Lahiri, Fatema Mernissi, Idea Vilariño, Elena Ferrante, Wislawa Szymborska. Repaso lo leído en el último año, y de nuevo -entre lo que más me ha gustado- son mayoría las autoras: Edna O’Brien, Joyce Carol Oates, Elizabeth Strout, Chimamanda Ngozi Adichie, Yaa Gyasi, Parinoush Saniee, Taiye Selasi… Mujeres eran también quienes escribieron algunos de los libros que más me marcaron en la infancia -Enid Blyton, Louisa May Alcott-, adolescencia -Harper Lee, Agatha Christie- o juventud -Marquerite Yourcenar, Natalia Ginzburg-. De otras escritoras ya clásicas -Jane Austen, George Eliot, Edith Warton, Ana María Matute, Carson McCullers, Rosario Castellanos, Ana Ajmátova y un larguísimo etcétera- nunca nadie me habló en la Facultad de Filología.
Las mujeres siguen quedando, salvo contadísimas excepciones, fuera del canon literario de la escuela. Y no se trata, claro está, de forzar la entrada de Carolina Coronado o Gertrudis Gómez de Avellaneda solo por el hecho de que sean mujeres. De lo que se trata -creo- es de ampilar los mapas literarios de la escuela para abrir la posibilidad de elegir aquellos títulos o fragmentos que mejor conectan con el horizonte lector de niñas, niños y adolescentes. Para que sea posible elegir -o conciliar- entre Bécquer o Mary Shelley (si queremos acercarnos al Romanticismo), Moratín o Simone de Beauvoir (si de abordar el sí de las niñas se trata), Cela o Rodoreda (para conocer lo que fue la posguerra española), Juarroz o Pizarnik (si nos decidimos a abrir los ojos a la poesía escrita en la otra orilla del Atlántico). Hora es ya de una literatura sin fronteras.
Si solo a partir del siglo XX la palabra de las mujeres ha tenido acceso a la impresión y su obra a los circuitos literarios; si esto vale también para tantas literaturas no europeas o no occidentales -pienso en Naguib Mahfuz, Ananta Toer o Wa Thiong’o, escritores todos ellos en la órbita de los Nobel- hora es quizá de plantearnos la necesidad de proceder a una suerte de proyección de Peters también en las cartografías literarias a fin de que unas voces y otras puedan ser también recogidas. De bascular el eje temporal, de desplazar el centro geográfico. Si los relatos que leemos son determinantes en la construcción de nuestra identidad, no podemos precindir de la mitad de la Humanidad: ni de la mitad que encarnan las mujeres ni de la mitad que encarnan los pueblos no occidentales.
Entiéndaseme bien. No estoy ni muchísimo menos proponiendo que haya que borrar ni empequeñecer la insustituible aportación de los que hoy llamamos clásicos a la memoria de la Humanidad: Homero, Esquilo, Shakespeare, Jack London, Chejov, Flaubert, Dostoievski, García Márquez, Rulfo, Orwell o Kafka son ya parte de nosotros. Aunque una parte, no lo olvidemos, relegada a una optativa de un solo curso que si bien lleva el apellido de universal no incluye en su programa un solo título que no pertenezca a la literatura europea o americana.
Lo que quiero decir, una vez más, es que el canon escolar no puede seguir mirando por el espejo retrovisor de las esencias patrias. Y ello por muchas razones. En primer lugar, porque si limitamos tanto la posibilidad de elegir con qué títulos contribuir a la educación literaria de los adolescentes acabamos forzando unas lecturas que no deberían ser nunca punto de partida sino de llegada. En segundo lugar, porque nuestra patria literaria -parafraseemos aquí a Auerbach- ha de ser ya el mundo entero. Y en tercer lugar, porque de no ampliar los mapas que manejamos estaremos prescindiendo, por partida doble, de la voz narrativa, dramática y poética de la mitad de la Humanidad.
Guadalupe Jover. Profesora de Educación Secundaria.