Los hombres hemos aprendido a conocer, sentir y vivir en el mundo desde el privilegio que nos ofrece nuestra propia condición biológica. Ser hombres nos ha brindado condiciones favorables (pero desiguales) en relación con las mujeres. Este privilegio nos ha impedido descubrir la injusticia de una vida patriarcal y nos ha deformado.
Todo hecho educativo tiene que representar descubrimientos de todo tipo. Siempre educar(nos) será hacernos descubridores. Por eso, postulo que llegar a sentir el macho que llevamos dentro constituye uno de esos descubrimientos maravillosos, aunque cargado de dolores, penas y vergüenzas, y lleno de relatos personales que no pueden negarse.
Este es un descubrimiento liberador, que nos abre ventanas a nuevas realidades, a relaciones novedosas, a quitarnos cargas. Aunque puede llenarnos de culpas y remordimientos, descubrir el macho que llevamos dentro es asumir, con alegría y novedad, las formas de relaciones y de ejercicio de poder que nos han sido negadas.
Insisto en que el descubrimiento de una atadura tan fuerte y tan ceñida, como es el patriarcado cuando lo llevamos muy adentro, empieza por el reconocimiento de los privilegios por ser hombres. También es el reconocimiento de que, hasta determinada edad y punto de nuestra vida, hemos sido parte de un sistema de influencias que pretende, precisamente, la introyección de esos rasgos machistas que ayudan, desde la cultura, a configurar el patriarcado, como una visión de poder económico, social y político. Sin embargo, acentúo “hasta determinada edad y punto de nuestra vida”, porque la educación también llega a representar una exigencia de responsabilidad y de transformación. Qué fácil y cómodo sería culpar siempre al sistema, a la sociedad, a nuestra madre o nuestra familia de lo macho que somos, cuando ya hemos descubierto los rasgos, las implicaciones, los efectos y otras variables que permiten la existencia del patriarcado. En la medida que nos sintamos más protagonistas de nuestra vida -y por tanto de nuestro propio proceso educador-, en esa medida descubrir el patriarcado en nuestra esfera íntima y personal, ya es una responsabilidad innegable. Sin excusas o justificaciones.
Una educación para el siglo XXI pasa por reconocer, descubrir, superar, transformar o destruir el patriarcado, en todas nuestras sociedades, ese que no nos deja construir un mundo mejor, donde hombres y mujeres seamos compañeros en igualdad de poder. Implica el cambio serio de estructuras y políticas, de prácticas institucionales, de modificación profunda de las relaciones de poder establecidas entre y para hombres y mujeres. Esta lucha, además, se compone de esas transformaciones en visiones, actitudes, interacciones, comportamientos y otros componentes culturales (como la simbología) que, en el día a día, representan la forma más potente y sutil de incorporar el patriarcado a través del machismo. Recordemos que el machismo constituye una cultura y el patriarcado un sistema que es producto y causa de esa cultura.
En países como los latinoamericanos, la educación como lucha para cambiar las condiciones injustas y excluyentes pasa por la transformación seria y permanente de las relaciones de poder en las cuales las mujeres (y toda expresión de diversidad en orientación e identidad sexual) son asumidas para y desde la subalteridad. Ese privilegio, que no pedimos pero que tampoco rechazamos los hombres, es el punto de partida para una educación que transforme el ejercicio de poder. Esta es una lucha compañera de la lucha contra las estructuras económicas globalizadas y acomodadas a los ejes de poder. Pretender una vida digna para pueblos enteros es también pretender la transformación de las condiciones de vida de las mujeres en esos pueblos, pues es en ellas que todas las variables de exclusión se agudizan.
Empecemos, pues, por educar(nos) para hacer este difícil, complejo pero maravilloso descubrimiento, que es la puerta de entrada para cambios personales, pero también colectivos.
La educación para descubrir al macho que llevamos dentro
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